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Alguien encuentra un pelo entre las páginas de un libro que ha tomado de una biblioteca pública en una ciudad de 200 mil habitantes. “Un libro maravilloso”, dice. Al buscar las fechas de los préstamos anteriores, descubre que solo salió de la biblioteca dos veces: la primera, quince años atrás; la segunda, ahora. “Pediré que cotejen su ADN y buscaré y abrazaré a esa persona y la invitaré también a una cena”, anuncia este lector.
No sé si la historia es verdadera, pero la cuestión de los itinerarios de los libros me parece muy interesante. ¿Será cierto que ese libro no salió de ahí en quince años? Si así fuera, esto no querría decir que nadie se interesó por él, porque bien podría haber sido leído en la propia biblioteca, sin que esa actividad quede registrada en ningún papel. Pero también podría ser que, en efecto, haya estado durante tres lustros cerrado allí, durmiendo el sueño de los justos, a la espera de un príncipe o una princesa que lo despertara con el beso de su lectura. Y que, después de eso, ambos fueran felices para siempre. Aunque el destino del libro vuelva a ser el estante de la biblioteca, a la espera de un nuevo lector, quién sabe cuántos años después.
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Supongo que muchos lectores tenemos pequeñas historias curiosas relacionadas con bibliotecas públicas. Contaré un par de las mías.
Hace unos años tomé un ejemplar de Catedral, de Raymond Carver, en la edición de Compactos de Anagrama, de una biblioteca pública de Madrid. Cumplido el plazo del préstamo, tuve que devolverlo sin haberlo terminado de leer. Tiempo después descubrí que había dejado un señalador (un marcapáginas que me habían regalado y al que tenía cariño) en el punto exacto donde mi lectura se había interrumpido. Por diversos motivos, no pude volver a la biblioteca en un par de meses. Cuando por fin regresé, busqué otra vez Catedral, creyendo que ya otro lector se lo habría llevado y se habría quedado con mi señalador. Sin embargo, ahí estaba: nadie se lo había llevado en esos dos meses. El señalador me estaba esperando. Sabía que yo iba a volver, un poco por reanudar y completar la lectura de los cuentos, otro poco por él.
Hace no mucho, encontré en una librería de viejo de Buenos Aires un ejemplar del Libro de las memorias de las cosas, de Jesús Fernández Santos (cuya foto ilustra este artículo). Corresponde a la primera edición de esta novela, ganadora del Nadal de 1970, el premio literario más antiguo y uno de los más prestigiosos de los que se entregan en España. Se terminó de imprimir en febrero del 1971. Lo peculiar del caso es que —tal como informan diversos sellos y un par de etiquetas—perteneció a la Kogarah Municipal Library. Kogarah (tuve que googlearlo) es un suburbio del sur de Sydney, en Australia. Me generó muchísima intriga cómo habrá llegado ese libro desde su Barcelona natal hasta aquella pequeña ciudad australiana y luego a una librería de usados en el barrio porteño de Caballito. Mandé un mail con preguntas a la biblioteca municipal de Kogarah, pero nadie me respondió.
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El camino que han trazado los libros que llegan a nuestras manos, o el que han de seguir cuando nosotros los soltemos, nos genera a muchos lectores una gran curiosidad. Probablemente en el origen del BookCrossing —la práctica de dejar libros en lugares públicos para que los recojan otros lectores, que después deberían hacer lo mismo—se encuentre no solo el afán de promover la lectura, sino también el de seguir la pista de los volúmenes dejan en su circulación.
Participar en el BookCrossing implica un riesgo: la desilusión de que quien encuentre el libro nunca responda, ni informe de ello a través de ninguno de los métodos previstos, de modo tal que el tiempo pase y la pista se pierda. Por eso, el mejor modo de afrontar esta iniciativa es armarse de una paciencia casi infinita. Porque la esperanza no se debe perder. Quién sabe si un día no te llegará el mensaje de alguien que te avise: “Estoy leyendo aquel libro que soltaste hace cincuenta o sesenta años”.
Bien mirado, a los escritores les ocurre exactamente lo mismo. Publican sus libros y los ejemplares salen y se pierden por ahí: cada uno hace su camino. Imposible saber cuánto tardará cada uno en encontrar sus lectores. Publicar un libro, de alguna manera, también es soltarlo. Por fortuna, el propio oficio de escribir ejercita la paciencia.
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Supongo que una de las causas de la curiosidad que nos generan los itinerarios de los libros es la sensación de que, al leer, no solamente algo del libro queda en la persona, sino también al revés: algo de la persona queda en el libro. Y no solo al leerlo. ¿Quién no ha sentido, al encontrar un libro con una dedicatoria amorosa, que aunque hayan pasado muchos años y no tengamos ni idea de quiénes son el remitente ni el destinatario, las buenas ondas, buenas vibraciones o como se las quiera llamar persistían entre sus páginas?
Sé que todo esto suena un poco supersticioso, un poco mágico. Pero tengo para mí que incluso las personas más escépticas esconden, en algún rincón de su ser, un espacio para creer en algo.
Aquel lector que encontró un pelo entre las páginas de un libro maravilloso tomado de una biblioteca pública, que quería analizar su ADN para abrazar al desconocido lector-hermano e invitarlo a cenar, terminaba expresando el temor que le generaba la posibilidad de que el pelo fuera suyo. “Y me tenga que buscar y abrazar a mí mismo —decía—y después, para colmo, cenar a solas”. Esa también sería, desde luego, una desilusión. Pero no cenaría solo, sino con el fantasma del lector que él mismo ha sido y que olvidó. Muchos hemos vivido esa situación. Es una experiencia fascinante.
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.