Escandalizado, turbado, siempre curioso, el escritor y cineasta argentino Edgardo Cozarinsky, radicado en París desde 1974, no podía creer lo que estaba viendo en la pantalla de su ordenador: un web site dedicado a la venta y la subasta de colecciones enteras, rarezas bibliográficas y otras exquisiteces estaba ofreciendo dos libros que el autor de Vudú urbano conocía bien: eran de la biblioteca de su amiga Victoria Ocampo. Se trataba de las primeras ediciones de un ejemplar de Historia universal de la infamia y de otro libro que incluye la versión definitiva de “El jardín de los senderos que se bifurcan”, dedicados de puño y letra por Jorge Luis Borges a su amiga, la mayor de las Ocampo, la directora de la revista Sur. Estaban expuestas al módico precio de 35 y 45 mil dólares respectivamente.
Entonces, ¿cómo era posible? Cozarinsky, que frecuentó las tertulias literarias que aquella dama organizaba en su casona de San Isidro, recordaba esos y otros volúmenes, y también que la dueña de la casa, fallecida en 1979, jamás había autorizado la venta de la biblioteca, y que junto con la mansión y Villa Ocampo, su retiro de verano en Mar del Plata, formaban parte del legado que en 1973 la misma escritora había donado a la Unesco.
Sin pensarlo dos veces, el hombre dio la voz de alerta: “Quedé sorprendido porque recuerdo haber visto esos volúmenes en la casa de Victoria en los años sesenta, y nunca escuché que su biblioteca fue vendida”, declaró a The New York Times.
John Wronoski, titular de la Lame Duck Books de Boston y del sitio electrónico donde aparecieron los libros, tuvo su derecho a réplica: aseguró que el material había sido obtenido en “forma honesta”, por intermedio de “un reconocido vendedor de libros de Buenos Aires que estaba en una feria en París”. También dijo que en esa reunión se ofertaron otros volúmenes de esa biblioteca; se ignora si el comerciante sabía o no del valor patrimonial de los mismos; y se ignora además si se lo preguntaron.
Echó más leña al fuego Cozarinsky, quien dijo saber que no sólo faltaban libros sino fotos y otros artículos personales de Victoria Ocampo, todos de gran valor.
¿Por qué pensó la fundadora de Sur que la Unesco era la institución más adecuada para mantener y fomentar la difusión de su obra y el cuidado de sus bienes? Acaso haya pensado solamente en una organización benéfica y esa fue la primera que pasó por su mente. El columnista norteamericano Alexander Stille, enterado del asunto, fue impiadoso: “La pérdida de la biblioteca personal de Ocampo es sólo el último episodio de una historia que data de 1973”, escribió. 1973: el año que eligió la escritora para donar sus bienes a la Unesco.
Si el periodista habla de “último episodio” es porque hay antecedentes. La villa de verano fue vendida por la institución en 1980. Del millón y medio de dólares original, hoy sólo queda medio millón. Pensada como un solar, casa de té, conferencias, exposiciones y conciertos, la alianza entre la Unesco y la municipalidad de Mar del Plata reconoce al menos una notable incompetencia administrativa, no exenta de sospechas de corrupción y eventual cleptomanía: fotos dedicadas, cantidad de ropa y un piano desaparecieron de allí como por arte de magia.
Pero según testimonios y fuentes consultadas, es peor todavía el estado de la mansión de San Isidro: paredes descascaradas, cochambrosas, invadidas por gusanos y gorgojos; humedad, goteras, polvo, hongos; el jardín, orgullo de la escritora, hoy no es más que un chaparral librado a los yuyos y los cardos. En este caso, las sospechas de latrocinio tienen nombre y apellido desde 1997 (el mismo año en que la casa fue declarada Monumento Histórico): la Dirección Nacional de Arquitectura de la ciudad de Buenos Aires desistió del trabajo de mantenimiento, argumentando falta de equipos y personal, facilitando de esa manera la entrada en escena de una empresa privada cuyo personal jamás puso un pie en las habitaciones y estancias alguna vez recorridas por Ortega y Gasset, Stravinsky, Malraux, Roger Callois y tantos otros. A la fecha, nadie ha dado cuenta de la cantidad de dinero invertido; los responsables ya no son miembros de la administración pública. Esa es toda la explicación.
En los últimos días, respecto a los libros de Borges “misteriosamente” aparecidos en Nueva York, empezó a circular otra versión, nada inverosímil, aunque nunca se sabe. Es de León Benarós, un artista muy amigo de Victoria Ocampo. Contó que la escritora era tan obsesiva con el cuidado de los ejemplares que cada tanto, y cada vez más seguido, los mandaba a un encuadernador. Benarós conjetura que, muerta Victoria, es probable que un alijo de libros haya quedado en manos del artesano. El hombre habría fallecido poco después que la Ocampo y los libros allí quedaron, en su casa, al abrigo o desinterés de su familia. Enterado un coleccionista, el “reconocido vendedor de libros”, es muy probable que haya hecho una oferta por el paquete y se los llevara.
La versión, nada descabellada, ilustra perfectamente el grado de desidia de los administradores culturales argentinos; más preocupados por conciertos de rock y efemérides trasnochadas que por una cierta tradición, no han podido, querido o sabido articular un sistema de control del patrimonio cultural. Así las cosas, Clarín acaba de informar que también corren serios riesgos los archivos y bibliotecas de Silvina Ocampo y Macedonio Fernández. “En ambos casos”, puede leerse, “los herederos están conversando en el mayor de los secretos con instituciones privadas locales y universidades prestigiosas del primer mundo. El dinero en juego es imposible estipular”.
Tan imposible como el futuro de la Argentina. ~