Nunca fui fan de Memín. Ahora, como todos, siento la tentación de serlo. Aunque sé que esa tentación tiene en realidad muy poco que ver con Memín. Es el impulso de fundirse con el corazón del pueblo, súbitamente cohesionado por la agresión externa, y convencerse de que esa reacción de apego frente a la amenaza real o supuesta lo vuelve distinto, lo eleva, le da una significación que siempre imaginamos posible en nuestros delirios patrióticos. Tentación particularmente intensa entre nosotros porque son más bien escasas las ocasiones que tenemos de sentirla (la inusitada declaración de principios, el eventual triunfo futbolero), porque lo que suele salirnos al paso a cada momento en nuestra realidad cotidiana es justamente lo contrario: el amplio abismo de nuestras diferencias.
Debo reconocer de entrada que mis problemas con el Memín de mi infancia eran de un orden decididamente cromático. No sólo se trataba de una historieta sobre un niño oscuro, era una historieta oscura (sepia) que versaba o decía versar de alguna manera sobre el oscuro mundo de los pobres. Oscuridad, entonces, por los cuatro costados, en marcado contraste con el optimismo luminoso de esa otra cultura que ya comenzaba a señorear las aspiraciones de la clase media, encabezada por las historietas de Walt Disney y potenciada al máximo por la llegada de la tele a color. Estaba, además, el asunto de la nariz de bolitas, que a mi juicio tenía que ser el resultado de alguna enfermedad infecciosa; y la recurrente violencia de su vida familiar; y el maniqueísmo inflexible de cada trama; y el irritante equívoco de la diéresis faltante, aunque ambas posibilidades de la palabra “pinguín” parecieran igualmente absurdas. Sé que el momento reclama baños de pureza popular: evocar con mirada vidriosa cómo crecimos de la mano del simpático negrito, cómo hicimos nuestras sus andanzas y desventuras, cómo reímos y lloramos con él. Pero lo cierto es que mi Memín era parte de un mundo distante y conjetural, habitado por otras fantasmagorías no menos sepias como Kalimán, Lágrimas y risas y Rarotonga (otro delirio africanoide de la franquicia Vargas Dulché), cuyos vasos comunicantes eran la peluquería y el taller mecánico. Cultura popular en sentido estricto, marcada por un distintivo componente de clase.
Por eso resulta tan paradójico que la consagración definitiva de Memín como icono de la identidad patria llegue finalmente de la mano de los gringos, la otra cultura popular con la que disputó espacios durante tanto tiempo y que había acabado por arrinconarlo en la orilla de lo irrelevante hasta que el escándalo internacional le infundió nueva vida. Y no menos paradójico es que la respuesta frente al agravio haya cobrado la forma de una corrida, de carácter primariamente especulativo, acaso disparada por la percepción de que el gobierno iba a doblar las manos de inmediato frente al descontento de sus patrones y a retirar del mercado las irritantes estampillas. Así las cosas, son fundamentalmente dos las lecciones que han tendido a derivarse del incidente. La primera, atendible sin duda, es que los gringos son unos metiches, siempre a la espera del más mínimo pretexto para meter la nariz en donde nadie los llama. La segunda, menos clara para mi gusto, es que Estados Unidos, país racista, es una sociedad traumada por su intratable problema racial, mismo que intenta tapar con leyes inoperantes y absurdas, que conducen con frecuencia al tipo de reacciones desmedidas y ridículas que nos ocupan; mientras que México, país mestizo, no tiene ningún problema en ese sentido y vive su carácter multirracial con una naturalidad tan desenvuelta que se permite expresiones culturales como la que nos ocupa, que podrían parecer estereotipos degradantes y racistas, pero sólo a una mirada pervertida de origen por el virus de la discriminación.
El hecho de que Memín Pinguín se ha ganado su lugar como emblema resulta más o menos irrebatible. Y en esa medida merece a todas luces formar parte de nuestra iconografía postal. Como casi todos los héroes de nuestra cultura, sus armas son las del pícaro, valedor habitual de la impotencia, con las que resiste o ridiculiza los símbolos del poder. Lo que no se deriva necesariamente es que eso lo exima sin más de la posibilidad de ser también un estereotipo racista. Una mirada somera choca de inmediato con una serie de rasgos preocupantes. Empezando por la propia desbordante simpatía del personaje, que se esgrime reiteradamente como su carta principal de aceptación. La gente común puede ser simplemente gente, pero si el negrito no fuera tan chistoso tal vez no tendríamos razones para tolerarlo. Memín no aspira en ningún momento a la dignidad igualitaria. Sus amigos bromean todo el tiempo a costillas de su negritud y él tolera sus puyas con ejemplar mansedumbre. Busca su inclusión en la humildad y ésta se le otorga por condescendencia. El cariño que se le profesa suele venir lastrado con alguna intimación de caridad. Memín es más que nada una mascota. Sus piernas son demasiado cortas. Anda siempre con las rodillas dobladas. Su madre ejerce con resignación los oficios más serviles. El abanico de sus emociones es de un primitivismo animal. ¿Ídolo picaresco de las clases oprimidas? Tal vez. ¿Representación positiva o cuando menos equilibrada de cierto grupo humano? Difícilmente.
Todo lo cual puede parecernos muy divertido, por motivos que acaso convendría examinar en detalle, pero nadie debe sorprenderse de que los líderes negros del país vecino, que han venido combatiendo simplificaciones igualmente simpáticas durante más de un siglo, no compartan nuestro entusiasmo. Se trata de una historia que ya tienen muy vista. Saben que la lucha contra el racismo es en buena medida una guerra cultural, cuyas batallas se libran en el campo de la representación y por eso le dan tal importancia a la carga simbólica de las imágenes. Hace tiempo que dejó de gustarles salir de chistosos, salir de traviesos. Están cansados de andar haciendo muecas para que los blancos les den una palmadita en la espalda, como nosotros a nuestro pequeño picarín de color (negro). Si la comunidad afroamericana responde con tamaña indignación a una caricatura como Memín es porque hace mucho tiempo que la publicación con respaldo oficial de una imagen de ese tipo resulta inconcebible en Estados Unidos. Llegar a ese punto no les ha salido gratis.
En realidad, nuestra coartada con relación a Memín es que en México existe poca población negra y la que hay no parece quejarse demasiado del trato que recibe (suponiendo que tuvieran los espacios para hacerlo). Resulta fácil decir que no ofendemos a nadie cuando los ofendidos potenciales no se encuentran a la mano para levantar la voz. En todo caso, los miembros de la comunidad afromexicana que han opinado a raíz del escándalo, manifiestan de modo inequívoco su inconformidad con la figura de Memín como representante local de su raza. Cosa que no parece importarnos demasiado. Lo cierto es que nuestra sensibilidad en estos asuntos es un tanto reducida. El racismo en México es como el chamuco: preferimos no mentarlo, no vaya a ser que se nos aparezca. Amparados en los dogmas de nuestra religión oficial, nos asumimos mestizos por decreto y confiamos en que el refrendo ritual de ese membrete baste para conjurar la evidente realidad que lo desborda. No hace falta más que salir a la calle para darnos cuenta que la diferencia entre los que tienen y los que no tienen corre sobre un continuo en el que la intensidad de los rasgos indígenas son un componente fundamental. Y sin embargo eso no constituye un problema, acaso porque hemos llegado a aceptarlo. El asunto se torna más grave cuando volvemos los ojos a nuestros medios de comunicación. Quien viera nuestra televisión sin conocer a nuestro pueblo nos tomaría sin duda por finlandeses. Con pasividad asombrosa, permitimos que se propague a diestra y siniestra un modelo desorbitado y ridículo de falsificación racial, que ni siquiera corresponde a la realidad de las elites criollas a las que supuestamente representaría. Hemos renunciado a convertir nuestra imagen en identidad, contentos con seguir en el ensueño de nuestras fantasías hiperbóreas, como si confiáramos en la existencia de algún mecanismo providencial, vagamente evolutivo, para llegar a transformarnos en ellas. Frente a tal panorama, resulta cuando menos curioso que reservemos las cargas de nuestra indignación para cuando el imperio de junto se atreve a tocarnos con el pétalo de su susceptibilidad racial.
Está muy bien que pintemos nuestra raya frente a las groseras intromisiones del vecino afroyanqui; pero una vez cumplidas las gesticulaciones de la afirmación soberana, convendría que nos tomáramos un respiro para mirarnos con cuidado en el espejo. –
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