Manet y la policía científica

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El cuadro de Édouard Manet El suicida lleva fecha de 1877. Veinte años antes, un chaval llamado Alexander, modelo para El niño de las cerezas, se había ahorcado en el estudio del artista y no es descabellado que Manet arrastrara cierta fijación. He contemplado este cuadro más que ningún otro a lo largo de mi vida: era el frontispicio del blog sobre el suicidio que mi colega Braulio García Jaén y yo empezamos a armar en Factual, breve diario digital. Un día empecé a preguntarme por qué me llamaba la atención y escribí a algunos forenses. Entre lo más interesante que dijeron estuvo lo siguiente: “Las manchas de sangre sobre la camisa y en el suelo, a la derecha del cadáver, no responden a un patrón lógico. El fogonazo del revólver hubiera causado alguna mancha de negro sobre la camisa […] Una vez mirado el cuadro he de contestarte que no es un suicidio. Si consigues los apuntes de mi asignatura te darán todos los detalles. La forma de sostener la pistola, las ropas, el lugar del disparo. Hay demasiados detalles que confirman que es un asesinato […] Es un cuadro raro. El disparo está a la altura del hígado, lo cual, normalmente, no produce una muerte instantánea, porque la víctima se desangra. Podría ser un homicidio, si se hubieran esperado cuatro horas manteniendo la pistola en la mano de la víctima hasta que apareciera el rigor mortis, que aparece entre las tres y las veinticuatro horas.”

Las respuestas son una pequeña antología de las dificultades a las que se enfrentan los investigadores a la hora de diferenciar entre suicidio, homicidio o accidente. Pero la conclusión es de cristal: el cuadro resulta inverosímil. ¿Cómo es que tratándose probablemente de un disparo a quemarropa no había manchas de pólvora en la camisa? ¿Cómo encajaba el espasmo cadavérico de la mano, lo que le permitía sujetar todavía la pistola, con un disparo en el costado que no suele producir una muerte instantánea? Sin embargo, entiendo los problemas de Manet, que para pintarlo es probable, según la Fundación E. G. Bührle, que solo contase con la inspiración de una nota en el periódico. A la mayoría de suicidas no les gusta ser observados. De ahí, por ejemplo, que las estadísticas sobre intentos sean algo muy etéreo. Entre los motivos a los que alude la suicidología me gusta especialmente uno: no quieren que su muerte resulte más dolorosa para sus allegados de lo que ya es. Hay otros, como el que señala que la soledad de los escenarios es un mero reflejo de su desconexión con el mundo o el que incide en el deseo de no ser rescatados, aunque no siempre sea así.

Pero ¿cuál es el caso que nos ocupa? ¿Quién es ese hombre? Un examen detenido no permite avanzar demasiado. A riddle wrapped in a mystery inside an enigma. Basta con observar cómo representó el suicidio de Séneca su contemporáneo español, Manuel Domínguez Sánchez, para comprobar cómo Manet pulveriza la tradición. El suicida, hasta entonces un ser capaz de esquivar a Nerón metiéndose en una bañera con las venas abiertas y convocar los lamentos, se ha convertido en una figura anónima y solitaria, sin rastro de heroicidad. Un esmoquin, ciertamente. Antes de Manet estaban el suicidio y la libertad. Después de Manet, solo el suicidio. Aunque la libertad no sea la principal perjudicada por el óleo. El principal perjudicado es el cerebro del espectador, cableado por naturaleza para hallar causas sencillas como el desamor, las deudas de juego o el honor amenazado. Cuando lo más conveniente, y respetuoso, es dejar que entre en la habitación la policía científica. ~

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(Dénia, 1978) es periodista y colaborador en FronteraD.


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