En Notas sobre el nacionalismo, George Orwell escribió que el nacionalismo era “hambre de poder mitigada por el autoengaño”. Empleaba un concepto del nacionalismo que es más amplio que el que utilizamos habitualmente. Designa “la propensión a identificarse con una sola nación u otra unidad, colocándola por encima del bien y del mal y sin reconocer otro deber que promover sus intereses”. Ese nacionalismo, que el autor británico contraponía al patriotismo y que se caracteriza por la obsesión, la inestabilidad y la indiferencia a la realidad, estaba presente en los comunistas y en los trotskistas, en los católicos proselitistas como Chesterton y en los imperialistas británicos, en los sionistas y los antisemitas.
Orwell terminó de escribir su breve ensayo en mayo de 1945. Una fuerza poderosa en la construcción de la política europea en los últimos decenios ha sido la conciencia de la amenaza del nacionalismo: del nacionalismo en el sentido amplio que empleaba Orwell, pero también de las ambiciones y los peligros del Estado-nación, que destruyó Europa dos veces en treinta años.
Orwell explica que el nacionalista elige de qué lado está (de hecho, no le resulta difícil cambiar de lealtades) y luego busca los argumentos que apoyan la causa que ha elegido. En los años de crisis se ha empleado alguna vez una metáfora elocuente: son aquellos que utilizan los datos como los borrachos una farola: no para tener luz sino para apoyarse.
Daniel Kahneman ha mostrado que todos tendemos a sobrevalorar nuestra aportación en las empresas compartidas. Si trabajas en equipo, tienes hermanos o vives en pareja es posible que hayas observado esta tendencia (normalmente, en los demás).Exageramos nuestra aportación y nuestros sacrificios. También encontramos matices y justificaciones en nuestras acciones que no solemos encontrar en las acciones de los otros. El nacionalismo construye a partir de esa distorsión cognitiva una forma de ver el mundo.
Orwell escribía: “El nacionalista no solo no desaprueba atrocidades cometidas por su propio bando, sino que tiene una notable capacidad para ni siquiera enterarse de ello.” Hay un elemento de ese tribalismo en todos los movimientos políticos. Y las tendencias pueden combinarse. A veces se habla con cierta sorpresa de la asociación entre la izquierda y el nacionalismo territorial, supuestamente incompatibles. Lo que muestra el falso oxímoron es el éxito de la versión que la izquierda querría creer de sí misma. Cuando les ha venido bien, las fuerzas de izquierda del siglo XX, en regímenes y latitudes muy diferentes, no han tenido problemas en incorporar un discurso nacionalista.
Todo movimiento nacionalista parte de un soborno. Ofrece las virtudes, los valores eternos, heredados, que tienen los que pertenecen a una identidad frente a los otros.Los halagos hacen que la propaganda sea más efectiva: pocas cosas anulan con más eficacia el sentimiento crítico que la adulación. La afirmación más o menos explícita del nacionalismo no es “somos diferentes” sino “somos mejores”, como ilustró en un artículo inolvidable Jordi Cabré.
Como todo populismo, el nacionalismo dice lo que intuye que su público quiere oír. A menudo requiere un enemigo exterior, el opresor, y un agravio, que normalmente es una derrota heroica y antigua, desde Gettysburg y Trafalgar a Kosovo o Masada. La presencia de un enemigo exterior exige también la presencia de un enemigo interior, un quintacolumnista. (Los enemigos interiores de los enemigos exteriores se consideran héroes.) Los símbolos propios se tratan con una cursilería proporcional a la virulencia con que se tratan los símbolos de los otros. “Nada hay más insensible que el hombre sentimental”, escribió Kundera, y la realidad se encarga de darnos cada día nuevos ejemplos.
Introduce una visión en blanco y negro en una realidad compleja. Sus acciones suelen tener consecuencias negativas, en primer lugar para los supuestos beneficiados del nacionalismo. Sus condiciones perfectas no son la normalidad, sino el momento excepcional. En ocasiones, esa situación anómala (un estado de excepción) permite saltarse las leyes.
Sirve para crear y extender todo tipo de mentiras. Es, en el mejor de los casos, una maniobra de distracción: las promesas que ofrece son falsas, porque dice que hará cosas que no dependen de él, pero distrae de otros asuntos. En el caso de la candidatura independentista de Cataluña, Artur Mas ha conseguido reciclar a personas bajo sospecha por corrupción, soslayar la ruptura de su coalición anterior, ocultar sus fracasos sucesivos en gestión y en votos, y quizá logre debilitar también a Esquerra Republicana.
“No hay límite a las locuras que se pueden tragar cuando uno está bajo la influencia de sentimientos de esa clase. He oído a gente que decía con toda seguridad, por ejemplo, que las tropas estadounidenses no estaban en Europa para luchar contra los alemanes sino para aplastar una revolución inglesa”, decía Orwell, que pensaba que los intelectuales eran especialmente vulnerables: “Uno debe pertenecer a la intelligensia para creer cosas así: ningún hombre corriente las creería.”
Las tentaciones contrarias, escribía Orwell, eran caer en “una especie de conservadurismo” o “el quietismo político”, una suerte de relativismo. El autor de Homenaje a Cataluña rechazaba ambas opciones. “En cuanto a los amores y odios nacionalistas de los que he hablado, forman parte de la mayoría de nosotros, lo queramos o no. No sé si es posible librarnos de ellos, pero creo que es posible luchar contra ellos, y que eso es esencialmente un esfuerzo moral.”
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Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).