Estampa del toro de Osborne en una carretera andaluza.

Necesidades reales, necesidades imaginarias

La publicidad nos rodea, nos envuelve, nos determina. ¿Crea necesidades falsas o solo satisface necesidades reales preexistentes? ¿Qué pasaría si de pronto se extinguiera?
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La protagonista de Abundancia, de Mori Ponsowy (El Ateneo, Buenos Aires, 2010), es una redactora de una agencia de publicidad que sufre trastornos alimenticios y sueña con dejar su empleo para dedicarse a escribir literatura. En un momento de crisis existencial, se pregunta sobre el sentido de la tarea a la que se aboca día a día en su oficina: “¿Quién en su sano juicio puede de verdad creer en alguno de los eslóganes que ella ha escrito hasta ahora? ¿Quién puede creer en cualquier eslogan?”.

“¿Qué pasaría si de pronto la humanidad entera se diera cuenta del absurdo?”, se cuestiona después, si de pronto “se apagaran todos los televisores y las radios, si dejaran de salir los diarios y se derribaran todos los carteles”? La primera respuesta es que “en poquísimo tiempo las mujeres recuperarían su peso natural”. La segunda, que “la gente dejaría de desear cosas que no necesita: aparatos de TV, cosméticos, ketchup, dentífricos, cereales azucarados”.

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En una ocasión, hace tiempo, conversaba con una persona que ocupaba un puesto ejecutivo en una empresa de telefonía móvil. Surgió el tema de las necesidades. Yo me referí a cómo el sistema capitalista crea todo el tiempo necesidades nuevas —es decir, persuade a los consumidores de que necesitamos esto y aquello— para vender nuevos productos.

Esta persona me respondió que no era así: que lo que las empresas hacen es reconocer necesidades preexistentes y luego satisfacerlas. Como hablábamos de teléfonos, dije que la publicidad se propone hacernos creer que no podemos vivir sin la novedosa función incluida en el último modelo de Samsung o iPhone. Función sin la cual habíamos vivido de lo más tranquilos, hasta entonces, nosotros y todas las generaciones previas de la humanidad.

Pero para esta persona, las telefónicas simplemente reconocieron una necesidad real: la de la comunicación. Y todo lo que hacían era satisfacer de un modo cada vez más variado y preciso esa necesidad real. No había más que discutir.

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En otra ocasión, también hace tiempo, hablé con una persona que militaba en una organización de izquierda, feminista, en contra de la marginación de los inmigrantes, etc. Comentábamos una noticia de la época: una huelga de policías en Córdoba, la segunda ciudad más importante de la Argentina, había derivado en una ola de saqueos a supermercados y otros negocios.

Lo que muchos medios destacaban —y muchísima gente reproducía de manera acrítica, como suele pasar— era que los saqueadores no se llevaban alimentos ni otros productos de los llamados “de primera necesidad”, sino televisores de pantalla plana y equipos de aire acondicionado.

Entonces esta persona puso énfasis en un punto: ¿tendría que resultarnos tan extraño que los productos que se roben sean esos y no otros cuando vivimos bajo un bombardeo permanente de mensajes publicitarios que afirman que no hay nada más importante en este mundo que tener un televisor y un aire acondicionado de esos?

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En el libro Nunca más solo —que ya comenté por aquí en alguna oportunidad—, Miguel Benasayag y Angélique del Rey destacan cómo el automóvil, desarrollado en su origen solo como un medio de transporte, produjo cambios estructurales en nuestras formas de vida hasta conformar una verdadera sociedad del automóvil, “con una economía, un urbanismo, problemas de sanidad pública, que no tienen nada que ver con la movilidad como única explicación”. Los autores aseguran que también los celulares están configurando una sociedad del teléfono celular.

Se me ocurre que, por encima de las invenciones tecnológicas puntuales, vivimos, sobre todo, en la sociedad de la publicidad. Que ese es el rasgo que más diferencia nuestro modo de existencia del de todas las culturas ajenas y las anteriores a nosotros. El marketing que todo lo domina: los negocios, la política, la vida cotidiana.

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Además de que las mujeres recuperarían en poquísimo tiempo su peso natural y que la gente dejaría de desear cosas que no necesita, la narradora de Abundancia encuentra otras respuestas a la pregunta de qué pasaría si de pronto se extinguiera la publicidad:

“Cerrarían millones de fábricas y de industrias. Bajarían los salarios. Gigantescos ejércitos de desempleados reclamarían el retorno del orden anterior […] ¡Adiós, prosperidad! ¡Adiós, posibles curas para el cáncer! ¡Adiós, vacunas contra el sida! ¡Adiós, investigación científica, cohetes interplanetarios! Occidente entero tal como lo conocemos viajaría inodoro abajo, como un vómito cualquiera. Decirle adiós a la publicidad sería volver a la Edad Media”.

Una especie de fábula de ese fin del mundo tal como lo conocemos la constituye Logorama, un cortometraje francés compuesto casi exclusivamente de logotipos y mascotas de marcas comerciales. En sus 16 minutos de duración se pueden ver más de 2.500 íconos. La película ganó el Óscar al mejor corto de animación en 2010.

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La publicidad nos rodea, nos envuelve, nos determina. Acude a mi mente la imagen del toro de Osborne, el de la foto que ilustra este artículo. Antaño, estas vallas de chapa de 14 metros de altura, a la vera de decenas de carreteras españolas, promovían el consumo de un brandy de Jerez. En los años 80, cuando las normativas legales prohibieron toda publicidad visible desde los caminos de ese país, los textos fueron quitados. Pero el toro, convertido —según el Congreso de los Diputados— en “patrimonio cultural y artístico de los pueblos de España”, ha resistido. Sigue vigilando el paso de los coches y autobuses desde su magnífico y bravío porte.

Necesidades reales, necesidades imaginarias. Los humanos, como animales simbólicos que somos, necesitamos de imágenes que nos identifiquen. Los españoles se quedaron con el toro que el marketing les cedió. Me imagino a un don Quijote renacido en el siglo XXI que sale a desfacer entuertos por la manchega llanura y se encuentra con el toro de Osborne. Ya que adivinó gigantes donde había molinos, me pregunto qué macabros enemigos encontraría en esas tenaces siluetas publicitarias.

 

 

 

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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