Estábamos en una reunión internacional de escritores y, en el curso de una comida en torno a una mesa redonda, el que se encontraba a mi izquierda se libraba a uno de esos ejercicios de autobombo tan abundantes en el gremio, con independencia de los rasgos de identidad tribales o grupusculares (en esto todas las literaturas nacionales suelen producir especímenes idénticos), agravado en este caso por unos modales de patán, lo que de alguna forma misteriosa suele ir unido. Aparté la mirada un escape a medias, pues no podía dejar de oírle, y entonces sorprendí al otro lado de la mesa una mirada en la que apenas se podía ver el iris, la pupila o tan siquiera el ojo. Una mirada de una línea que sin embargo hacía comprender blanco sobre negro el refrán árabe según el cual “quien no entiende una mirada no entenderá un discurso”. Pero lo de verdad extraordinario no es que esa única línea interrumpida por la nariz reprobase al pedante ni se fijase en la zafiedad de su autobombo, algo por lo demás casi inherente a ese tipo de reuniones. Lo extraordinario es que de alguna manera la propietaria de esos ojos escondidos comprendía esa vanidad trivial del mismo modo que mi propia mirada, y no juzgaba, no necesitaba juzgarnos a ninguno de los dos.
No deja de ser paradójico que mi admiración por uno de mis amigos escritores haya comenzado, precisamente, por su capacidad para saltarse las palabras. Porque jamás intercambiamos ni una sobre ese incidente silencioso que nos había acercado. Terminada la comida nos buscamos y comenzamos a charlar como si fuésemos amigos de antiguo. Esa impresión no ha hecho más que aumentar con cada encuentro: Nélida es una de esas personas afortunadas que hacen que a su lado todo el mundo se sienta a gusto, y ello implica tanto a una presidenta de gobierno como a una cocinera inmigrante que salió a saludar a la escritora de su país desde las cocinas de un restaurante de Madrid. Junto a ella lo vi en dos distintas ocasiones, presidenta y cocinera se encontraban en particular cómodas ante quien las trataba con idéntica humanidad, y ese talento de tratar a todo el mundo por igual, y bien, aunque sin ningún tipo de servilismo ante el poder ni pagar peaje de buen rollito, es uno de los pocos rasgos que identifican el verdadero señorío.
Elegante, mucho más culta de lo que deja traslucir en sociedad conviene recordar que Nélida Piñón tiene también una carrera académica de méritos propios, ávida de todo como una especie de Susan Sontag tranquila y, sobre todo, de la humanidad que la rodea, Nélida es uno de esos latinoamericanos a cuyo lado uno puede comprender lo que fueron algunos salones de Europa en el XIX: Clarice Lispector (también propietaria del don de ver el otro lado de las cosas), Sergio Pitol, José Donoso, Mujica Láinez, Margo Glanz, Álvaro Mutis, las Ocampo y Bioy Casares, y es probable que Alfonso Reyes y quizá Elena Poniatowska si se le descuenta su espíritu de combate… No es casual que Nélida sea amiga de muchos de los escritores latinoamericanos que han contado en la segunda parte del siglo XX y tenga recuerdos con todos ellos aunque en sus relatos no aparezca el guiño de nombliguismo que los anglosajones llaman name dropping y que con tanta rapidez muchos escritores ponen sobre la mesa como los niños pijos ponen sobre la barra las llaves del 4 x 4. Tampoco es casual su talento para retirar sus ojos tras una sola línea (¿cuál es el color de sus ojos? Lo desconozco), línea de Buda bondadoso y de personaje de cuento que sabe más que el propio autor, ojos cuya naturaleza de observadora uno sólo termina de comprender cuando lee sus libros: ¡Ajá!, o sea que ahí era donde iba almacenando todo lo que recogía. Sus libros son más grandes que su número de páginas. Y suelen ser extensos, o sea que imagínense. –
Pedro Sorela es periodista.