No hay nada reprochable en que Game of Thrones sea una sucesión de puros posibles spoilers

Quizá la serie Game of Thrones esté más cerca de los best sellers que de la literatura. Pero lecturas como la de Fernández Mallo están atravesadas por cierta cuestión moralizante. 
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Hay una pregunta que todo escritor escucha con frecuencia: “¿De qué se trata tu novela?”, o: “¿De qué van tus cuentos?”, o cualquiera de sus otras encarnaciones. Al oírla, el buen escritor, pese a llevar (o a haber pasado) meses o años trabajando en esas páginas, no sabe qué decir, y balbucea cualquier respuesta para salir del paso. Salvo que la tenga ensayada de antemano, se quedará con la sensación de que ha contestado cualquier cosa, de que su novela o sus cuentos son cualquier cosa menos eso que acaba de decir.

Sucede que, en general, no es fácil explicar de qué se tratan los buenos cuentos o las buenas novelas. Porque tratan de muchas cosas, y porque lo que está en la superficie, la parte visible, a menudo no es la que en realidad importa. El escritor conoce la porción oculta del iceberg —para recurrir a la teoría de Hemingway—y ha trabajado duro para plasmarla en su obra. Pero en el momento en que le preguntan con inocencia “¿de qué se trata tu novela?”, no ve más opción que tratar de describir el pico visible del témpano, esa masa blanca y helada que parece flotar a la deriva sin llegar nunca a ninguna parte.

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Esto mismo, o algo muy parecido, escribió Agustín Fernández Mallo en un artículo en el que se propone explicar por qué cree que Game of Thrones es “un despropósito”. Para introducir su mayor crítica contra la serie, el escritor español afirma que, “en general, en cualquier narración filmada o escrita, la complejidad de la obra (y por lo tanto su calidad) acostumbra a ir en relación inversa a la cantidad de spoilers que puedan hacerse de ella”.

Fernández Mallo enumera después algunas obras de gran factura que —afirma—no pueden destriparse, desde Northern Exposure hasta Macbeth, pasando por La broma infinita y Breaking Bad. Dice que hay en ellos, además de sus peripecias, “un vuelo simbólico y metafórico, al mismo tiempo que muy cercano, de afección personal, que supera el detalle de un spoiler determinado”. Es entonces cuando dice:

“Nada resulta más estéril que esa recurrente pregunta que se hace a los escritores: ‘¿Y tu libro de qué va?’. Pues qué quieres que te diga, no va de nada y va de todo al mismo tiempo”.

Game of Thrones, en la visión de este escritor, es todo lo contrario a una obra de calidad: ve su trama como una sucesión de puros posibles spoilers. Es cierto, uno de los grandes atractivos de la serie radica en los giros argumentales, a menudo debido a las inesperadas muertes (e incluso resurrecciones) de personajes que, hasta ese momento, habían tenido gran protagonismo. En mi opinión, de todos modos, GoT no es solo eso. Me parece que es una muy buena serie, siempre y cuando no se le pida más de lo que ella pretende dar. Si se desean personajes más profundos o situaciones más complejas, pues ahí están Mad Men, The Wire, Better Call Saul y tantas otras.

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El hecho de que una narración sea una sucesión de puros posibles spoilers equivale a decir que su único valor está dado por la trama, por los avatares de la historia que cuenta, pero que la forma en que lo hace carece de importancia. Como si su estilo fuera la falta de estilo. De algún modo, esto es lo que ocurre con los best sellers.

En un interesantísimo artículo publicado en 2003, César Aira definía el best seller como “la idea de hacer un entretenimiento masivo que usara como ‘soporte’ la literatura […] Algo así como literatura destinada a gente que no lee, ni quiere leer, literatura”. Gente a la cual —afirma Aira—no hay ningún reproche que hacer:

“Sería como reprocharle su abstención a gente que no quiere practicar caza submarina; además, entre la gente que no se interesa en la literatura se encuentra el noventa y nueve por ciento de los grandes hombres de la humanidad: héroes, santos, descubridores, estadistas, científicos, artistas; la literatura es una actividad muy minoritaria, aunque no lo parezca”.

Aira señala las principales diferencias entre obras literarias y best sellers, y destaca entre ellas la sinceridad. El best seller es completamente sincero y veraz, ya que “dice lo que quiere decir y lo ofrece como lo que es”. El autor supone un libro titulado Rehenes en la catedral, la cual “no necesita nada más para atraer al lector, que de entrada puede imaginárselo todo: el grupo terrorista con su líder, su psicópata, su dubitativo y su chica, las beatas asustadas, el obispo mediador, la tropas rodeando el templo, el periodista audaz…” La obra literaria, en cambio —y Aira pone como ejemplo Las alas de la paloma, de Henry James—, “es una pura apuesta, un enigma de muy prolongada resolución”.

En suma, el best seller es “un producto símil literario químicamente limpio de literatura” y, por lo tanto, “un invalorable detector de lo literario”, pues permite “hacer visible eso tan misterioso que es la literatura propiamente dicha, lo literario de la literatura”.

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Quizá la serie Game of Thrones esté más cerca de los best sellers que de la literatura. Pero creo que lecturas como la de Fernández Mallo están atravesadas por cierta cuestión moralizante, sobre la cual también avisa Aira. ¿Por qué calificarla de despropósito? Pues porque en lugar de ver GoT su teleaudiencia podría ver una serie mejor o, más aún, ponerse a leer un libro. Cito a Aira una vez más:

“Creer que alguien pueda dejar de leer a Henry James para leer a Harold Robbins es una ingenuidad; si no existiera Harold Robbins, sus lectores vacantes no leerían a Henry James; no leerían nada, simplemente”.

La lógica de las series de TV no es la misma que la de la literatura, pero si Game of Thrones no existiera la mayoría de sus espectadores vacantes no irían directo a ver Mad Men. Ni mucho menos se pondrían a leer un libro. Y si se pusieran a leer un libro, sería antes uno de Harold Robbins (o, más probablemente, uno de George R. R. Martin) que uno de Henry James.

Lo que Aira llama “lo literario de la literatura” es, precisamente, lo que impide al buen escritor responder con claridad cuando le preguntan de qué se trata su novela. Es eso tan misterioso que le hace sentir que su obra va “de todo y nada al mismo tiempo”, como dice Fernández Mallo. Aunque, si se contesta eso en una conversación con un desconocido en una fiesta, se corre el riesgo de ser considerado el tipo más soberbio y arrogante del mundo (o de la fiesta, al menos). Y el buen escritor sabe que es preferible que lo crean no tan buen escritor antes que soberbio y arrogante, válganme los siete dioses.

 

 

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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