Noventaydós

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–¿Cómo te llamas?

–Gontzal.

–¿Cómo?

–Gontzal.

–¿Perdón?

–Gonzalo.

El nombre de Gontzal no es nada habitual. No hay muchos Gontzal. Creo que su madre le llamó así por un cantautor vasco, Gontzal Mendibil. Obviamente, es “Gonzalo” en euskera. Pero sí hay un nombre muy corriente entre los chavales nacidos a finales de los setenta en el País Vasco. Borja. ¿Sorprendente, no? Un nombre tan pijazo de moda en la Euskadi de la Transición. Las madres vascas no auguraban “Las Sevillanas Pijas” de Martes y Trece (“Pocholo y Borja Mari, fíjate, se fueron a esquiar”). De hecho, el hermano de Gontzal se llama Borja. Por eso, cuando nos conocimos, Gontzal se quedó con mi nombre rápidamente. Su hermano se llamaba igual que yo y también ayudaba que yo llevara un chándal con mi nombre escrito en la pechera. Era un regalo de Reyes de cuando tenía siete años. Un chándal gris con letras azules enormes. borja. Gontzal se había mudado desde Bilbao a San Sebastián (son apenas cien kilómetros de distancia pero mentalmente es mucho más) a mitad de curso y tras las vacaciones de Navidad se había incorporado a segundo de egb, clase b del colegio Jesuitas de Donosti.

Gontzal tiene una memoria prodigiosa, que registra hechos, caras, nombres, fechas. En muchas ocasiones tiro de su capacidad retentiva y me cuenta cosas que se han borrado de mi cabeza. De ahí que cuando me puse a pensar en este relato le escribí un correo. Gontzal vive en Madrid, como yo, pero apenas nos vemos. Es imposible cuadrar agendas. Y es cierto que, cuando finalmente quedamos, le pillamos gusto y encadenamos varios encuentros seguidos. El último ataque de “amistad nostálgica” fue hace meses y nos vimos tres veces en una semana. “Somos un desastre”, nos repetimos siempre.

Mandé este mail a Gontzal y a Diego, otro amigo del cole:

Queridos amiguitos:

Recordaréis que hace unos años escribí un relato bastante fantasioso de nuestro periplo inglés en el Pride of Bilbao. Me han pedido desde la misma revista un nuevo texto y estoy pensando en escribir sobre el viaje a la Expo de Sevilla. ¿Fuimos los tres, no?

Os agradecería cualquier detalle interesante que recordéis.

Si además tenéis alguna documentación gráfica para ilustrar el relato, estupendo.

Abrazos.

chingoto1

Gontzal me contestó rápidamente:

Hay mucho bacalao que cortar ahí y yo, con mi memoria fotográfica, te puedo pasar muchos datos. No me digas que no recuerdas….

 (Aquí Gontzal enumera una serie de acontecimientos que son narrados después)

 El finde voy a estar fuera […] pero la semana que viene quedamos (tiene delito lo nuestro), tomamos un algo y te cuento cosas. 

No hay fotos, sino algo mejor: hace unos meses digitalicé el vídeo (sesenta minutos, aburridísimos, inaguantables, rollo cine iraní) con lo que te puedo pasar capturas suculentas.

Abrazos!

Gontzal

Una serie de atropellados whatsapps (“¿Cuándo quedamos?”, “¿Hoy?”, “Mejor vamos viendo”) se concretan en una cita para rememorar el viaje. Llevo un cuaderno. Quiero exprimir los recuerdos de Gontzal. Así que tras ponernos al día (han pasado casi ocho meses desde la última vez que nos vimos) le pregunto a Gontzal por una de las cosas que más me llamó la atención de su mail-recuerdo:

…la auténtica revolución que supuso descubrir grupos de chicas que nos hablaban (¡que se dirigían a nosotros!)…

¿Cómo que las chicas nos hablaban? Es cierto. Veníamos de un contexto muy característico. La pubertad en el País Vasco. Teníamos quince años y ninguno de nosotros había salido con una chica. Las chavalas de nuestra clase eran como de otro mundo. Apenas nos hablaban, directamente ni nos miraban. Estábamos a medio paso de entrar plenamente en la adolescencia. Aún no habíamos empezado a beber alcohol, ni a fumar, ni a hacer esas cosas que hace cualquier chaval cuando el acné empieza a adquirir presencia en la cara. Los meses siguientes al viaje a la Expo serían cruciales: primeras fiestas, primeros “litros” (así llamábamos en mi tierra y en mis tiempos al botellón), primeras relaciones. Gontzal y yo nos sorprendemos con el cambio radical de nuestro ocio en escasos meses: pasamos de dar una vuelta en bici y comer una palmera de chocolate a consumir enormes cantidades de kalimotxo y volver a casa haciendo eses. Sentimos la tentación de calificar el viaje a la Expo de Sevilla como el final de nuestra edad de inocencia. Pero nada más lejos de la realidad.

Retomo. Hablábamos de la sorpresa cuando unas chicas pasaban a nuestro lado y nos saludaban. Unas chicas DESCONOCIDAS. No salíamos de nuestro asombro. ¿Eso pasa fuera de Euskadi? ¿Es normal? La explicación del Gontzal actual, el maduro, es de una lógica aplastante. Esa explicación se llama Iñaki. En nuestra cuadrilla de amigos había un chaval muy guapo llamado Iñaki, que años más tarde se convirtió en modelo. Para nosotros era uno más del grupo, pero para las adolescentes que visitaban la Expo era el capitán del equipo de fútbol, el chico popular del instituto, el guaperas, vamos.

Es obvio que estas sorpresas estaban motivadas por nuestro escaso contacto con el mundo exterior. Nuestro colegio no fue especialmente prolífico a la hora de organizar excursiones, viajes culturales… Una visita al Museo Bellas Artes en Bilbao y este viaje a la Expo fueron los únicos destinos en trece años de escolaridad. El viaje de fin de estudios de tres años más tarde no cuenta. Ese era cosa nuestra.2 De ahí que, cuando llegó la posibilidad de recorrer la respetable distancia que separa San Sebastián de Sevilla, ni lo pensamos. Allá que íbamos en ese autocar potroso. Y eso, que como recuerda Gontzal, algún tramo del trayecto País Vasco-Andalucía del año 92 poco tenía que ver con el actual. Un extracto de un correo electrónico escrito por Gontzal:

Etxegarate, el puerto (de montaña) que separa el País Vasco del resto del mundo, la frontera natural donde comienza el montañismo y acaba el maquetismo al que se refería Sabino Arana, la línea divisoria entre el asesino campo castellano y el noble paraje vasco, no estaba desdoblado. Por ahí corría una leyenda urbana que decía que ese tramo de la n1 con un carril en cada sentido era el único tramo de una carretera nacional intereuropea en el que ocurría ese disparate. Es decir, era el gran manchón en el historial de infraestructuras del adelantadísimo País Vasco que había conseguido domar el paisaje para poner en el mapa mundial a sus fábricas de bisagras y máquina herramienta.

Es decir, que en 1992 pasar el puerto de Etxegarate (Gontzal me asegura que una vez oyó a unos andaluces referirse a él como “Etxekárate”) tenía lo suyo. Y que sortearlo era solo el principio de un largo viaje de más de diez horas. Sobre el aburrimiento durante el viaje, Gontzal me mandó este whatsapp:

La Gameboy era el wifi, el smartphone, el facebook de los primeros noventa y pieza fundamental del ocio en el viaje a la Expo. En el bus no leyó un libro ni cristo.

Gontzal llevaba una Gameboy con el Tetris, el Supermario y un juego de lucha libre en cuya portada salía El Último Guerrero. Del viaje solo recuerdo que era imposible acomodarse en el asiento para dormir y que había un par de compañeros de clase que se mareaban todo el rato. Es decir, que vomitaban sin parar. También recuerdo la expectativa de que visitaríamos el centro de Sevilla, que quizás podríamos ver la Giralda, que nuestro hotel podría estar ahí en todo el meollo.

Pero eso no fue así. Habíamos salido de San Sebastián el jueves por la tarde. Llegamos a Sevilla el viernes por la mañana. Bueno, a Sevilla. Afueras de Sevilla. Cerca del estadio Benito Villamarín se habían instalado unas casetas similares a las de obra donde íbamos a alojarnos. Barracones. Cajas de metal con tres camas en el interior. Para dar una medida de nuestra reacción al ver nuestro establecimiento hotelero, Gontzal hace una reflexión: “Si aquello nos pareció cutre y no habíamos ido a hoteles en nuestra vida, es que era muy muy cutre.” En un viaje a Sevilla en 2006, Gontzal regresó a aquella explanada donde habían instalado un hotel provisional. Las cosas seguían más o menos igual. Y, si en 1992 el escenario le pareció desolador, en 2006 la imagen iba más allá del campo de refugiados. Le digo que recuerdo el suelo de los barracones lleno de arena. “Era albero”, me dice.

ALBERO (según la Wikipedia)

El albero es una roca sedimentaria de origen orgánico y tono amarillento usada en los ruedos de las plazas de toros y en los jardines. […] Posee una elevada permeabilidad.

Pero ese Guantánamo 92 nos daba igual. A pesar de nuestras esperanzas de visitar Triana o ver el Guadalquivir, lo importante del viaje era otra cosa. Su sentido estaba en un invento reciente que se podía comprar en tiendas de electrónica llamadas “Bazar Canarias” o similar. Un televisor portátil, una especie de transistor con pantalla de cinco pulgadas. Los canales de televisión se ajustaban como una radio, con una rueda. Y la imagen era en blanco y negro. Dos amigos de clase llevaron sus radiotelevisores con un objetivo claro: ver el programa de cine erótico que Telecinco emitía en aquella época la madrugada de los viernes. Bajo el título de Erotissimo programaban cine algo picante, pero que en aquel momento (aquella fecha, aquella edad) nos parecía el máximo exponente de “lo prohibido”. Me dice Gontzal: “Por supuesto que yo lo veía en mi casa, pero siempre a escondidas de mis padres. Con el volumen bajado y alerta para que no me pillaran.” Sería la primera vez en nuestra vida que podríamos ver Erotissimo a todo volumen, sin el temor de una puerta que se abre y nos pilla haciendo algo reprobable.3

Reitero que es cierto que el nivel de erotismo de esas películas italianas que emitía la “cadena amiga” era bajo. Pero teníamos quince años. Con quince años incluso un trozo de queso de Burgos podría resultar erotizante. Y sobre todo estaba esa posibilidad de verla sin padres. No es que quisiéramos organizar una sesión masturbación colectiva. Eso quiero dejarlo claro. Solo el más burro de todos nosotros, J. M., un compañero de clase que coleccionaba las revistas porno más salvajes y que soñaba con ser algún día camionero, se bajó los pantalones en cuanto sintonizó, no la peli softcore de Telecinco, sino la peli porno codificada del Plus. En una pantalla de cinco pulgadas, contemplar la imagen llena de rayas de un coito requiere mucha imaginación. J. M. la tenía.

Cualquier viaje escolar, al parecer, ha de tener una coartada cultural. Y desde luego no habíamos ido a Sevilla a simular cómo vive un refugiado político o a descubrir lejos de la mirada de nuestros padres las bondades de la televisión privada. La coartada cultural de cualquier exposición universal es la de mostrar los logros de la humanidad, presentar sus avances (sobre todo científicos) ante el mundo. Por eso estábamos allí y no en un parque de atracciones. Habíamos ido a la Expo de Sevilla porque se podía “aprender”, aunque sin duda lo que más nos atrapaba tenía que ver con el lado “parque de atracciones” de la exposición.

Las películas en 3d o los pabellones dotados de pantallas y proyectores imax eran los espectáculos con mayores colas. Cuando nos daba pereza esperar una fila interminable, nos metíamos en un pabellón cualquiera. No estuvimos en el de Euskadi, que según recuerda Gontzal, llevaba el sobrenombre de “el puticlub”. La razón de este particular mote estaba en su iluminación nocturna: la fachada hacía una interpretación arquitectónica de la ikurriña, la bandera de Euskadi, y la ikurriña es blanca, verde y, sobre todo, roja. En la noche de la isla de la Cartuja, ese edificio rojo fluorescente parecía un prostíbulo de carretera de dimensiones gigantescas.

Otro pabellón casi sin colas era el de Japón. Habíamos leído en algún folleto que la construcción en madera del edificio se había llevado a cabo sin usar un solo clavo. Lo primero que vimos nada más entrar fue un clavo uniendo dos trozos de madera en la pared. Nos sentimos estafados pero seguimos caminando por el interior. Fuera hacía mucho calor. Y en mis pantalones, con los muslos de niño gordo irritados, todavía era más caluroso ese infierno.

Durante los años siguientes, yo veía en los telediarios cómo hablaban de las altas temperaturas en Sevilla. Y me acordaba: “Yo estuve allí y sí que hace mucho calor.” Pero, realmente, ¿estuve en Sevilla? Me sentía como quien hace escala en una ciudad, sin salir del aeropuerto y ya dice que ha estado en esa capital. He hecho escalas en Bruselas o Atlanta pero no puedo decir que estuviera allí. De la misma manera asistí a la Expo de Sevilla, pero no estuve en Sevilla. No comí pescaíto, ni bebí fino (cosa que sí hice cuando realmente visité Sevilla). Me tomé la hamburguesa más rica que había comido hasta entonces (en el pabellón de usa, claro) y probé el Kentucky Fried Chicken por primera vez. Te daban unos guantes de plástico para comer el “pollo” con las manos e hicimos infinitos chistes sobre su parecido con los condones. Pero eso no era lo más cafre. Porque cada vez que veíamos a Curro, la mascota de la exposición, recordábamos lo fálica que su nariz multicolor y puntiaguada nos parecía. Y juro que veo a Curro ahora y en lo último en lo que pienso es que su nariz parece un pito. Pero recordad, quince años.

Quedo con Gontzal en enviarle un borrador del texto. Lo menciono y lo cito tanto que quiero su aprobación. En su mail de respuesta aprovecha para contarme lo de “Etxekárate” y la leyenda de ser la peor carretera de Europa. Quedamos para ver el vhs de la Expo. Gontzal sacará fotos a la pantalla.

Días más tarde compruebo que tenía razón. El vídeo es un peñazo insufrible. Hora cuarenta de planos de fachadas de pabellones, pasillos, fragmentos de vídeos explicativos… Apenas salimos nosotros en imagen. Comentamos el vídeo con un entusiasmo que sube y baja:

“El puente de Calatrava. Seguramente ese fue nuestro primer contacto con Calatrava…”

“Vamos todos en chándal. Incluso alguno con chándal y camisa.”

“Creo que no hay ninguna imagen comprometida porque esto luego lo iban a ver nuestros padres. De hecho pusimos el vídeo en clase.”

“Siempre estaba esperando que alguien se cayera. En esa época Vídeos de Primera hacía furor.”

Tras presenciar hora y pico de recorrido por la Exposición Universal, Gontzal y yo comentamos que la Expo 92 era supuestamente un acontecimiento que miraba hacia el futuro, que anticipaba la tecnología y la cultura de los años venideros. Y la realidad nos ha corregido. Lo que ha venido no tenía nada que ver con los pabellones de Australia, Reino Unido o Francia. Apenas había referencias a internet o teléfonos móviles. “Entonces, el futuro era un coche volando”, apostilla Gontzal. En la pantalla, la imagen de nosotros en chándal, avanzando hacia cámara, nos saca de nuestra reflexión: “Míranos, hay gente en Malasaña que va así vestida ahora. Parecemos hipsters.” ~

 

 

1 Cuando escribo Gontzal y Diego firmo como Chingoto porque es un mote que tuve en el cole durante muchos años. Precisamente en segundo de egb hice una obra de teatro para clase que contaba la historia de la familia Chingoto. Toda mi clase se rio. Pero de mí, no con la obra. Eso enterró mis aspiraciones literarias durante muchos años, hasta que a los catorce empecé a llevar gabardina oscura y a leer a Kafka. Pasé de freak reprimido a pedante en la edad del pavo.

2 La mera mención de este viaje al Arenal de Mallorca tras acabar la selectividad hace que Gontzal y yo nos despistemos bastante del tema central Expo y rememoremos grandes hitos de la estancia mallorquina. Durante unos instantes me planteo cambiar el tema del relato, pero la sordidez de algunos detalles del viaje de fin de estudios me echa para atrás. Repito: Arenal de Mallorca. Quien lo conozca entenderá lo que digo.

3 Mi familia también tenía una tele portátil como la de mis amigos. La llevamos en un viaje veraniego a La Manga del Mar Menor. Mi madre, a la altura de Teruel, encendió el radiotelevisor en la parte trasera del coche, para ver con mi hermana el culebrón Santa Bárbara, que seguían cada mañana. Cuando el coche daba curvas hacia la derecha, la serie se veía, pero cuando torcíamos a la izquierda, se perdía la señal.

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