¿Qué debe entrar en unas obras completas? ¿En qué orden? ¿Crudo o cocinado hasta qué punto? ¿Qué tanto debe intervenir el editor? ¿Qué es y qué no es obra del autor?
La incuria (de los autores, sus familias, la posteridad), los incendios, las guerras, los saqueos, el polvo, las humedades, los bichos, acabaron con obras que ni sabemos que existieron. Cuánto daríamos hoy por cualquier brizna recuperable de un autor antiguo: textos, fragmentos, manuscritos, documentos, testimonios, retratos, pertenencias.
Pero la nueva forma de la incuria es conservarlo todo. Se imprimen obras monumentales que no están hechas para leerse, y ni siquiera para consultarse. Son sepulturas faraónicas: grandes pirámides levantadas para ser vistas desde afuera, impedir el acceso a sus tesoros y maldecir al temerario que profane su contenido. Desgraciadamente, es más fácil impresionar por el exterior y la cantidad de páginas acumuladas, que por la calidad de una edición que facilita la lectura. No hace falta mucho criterio para amontonar todo lo que se encuentre vagamente relacionado con el autor, hasta sepultar su obra en un bloque aplastante.
La acumulación puede ser inofensiva para los autores antiguos, porque de pocos se conservan más de mil páginas, todo incluido. Pero hoy abundan los autores que, antes de cumplir cuarenta años, ya han escrito más que Platón, Cervantes o Shakespeare, y mantienen amplísimos archivos, que permitirán publicar hasta sus notas de lavandería. Lo exhaustivo se ha vuelto inabarcable.
En primer lugar, porque la admiración de los lectores se contaminó con el culto a las estrellas del cine, la canción, los deportes, el Estado y otros espectáculos, con todos sus fetiches: la pluma con que se firmó una ley, la pelota de un partido memorable, el vestido usado en tal película, los autógrafos. Esto cargó de significación muchas cosas insignificantes. Platón seguramente sabía lo que desayunaba Sócrates, pero no lo consideró digno de mención, frente a su magisterio intelectual. Juan no le dio importancia a consignar aquellas palabras que Jesús escribió en la tierra, con tal eficacia que los acusadores de la mujer adúltera se fueron retirando, en vez de apedrearla. En cambio, Boswell publicó mil quinientas páginas de anécdotas, cartas, documentos y minucias de la vida de Johnson, con todo lo que escuchó y observó, acompañándolo con las cartas y documentos que recibió de él o de otros, con lo que le contaron. Su culto a la personalidad anticipó lo que hoy abunda: el lector más interesado en la vida y chismes de los escritores que en leerlos.
En segundo lugar, porque los autores mismos, desde el siglo xviii (Rousseau, Johnson, Goethe) promueven los testimonios sobre su vida, la conservación de retratos, objetos, documentos. Algunos hasta producen “originales” de textos ya publicados, para regalarlos o venderlos. Bernard Shaw firmaba cheques por cantidades suficientemente pequeñas para que no fueran cobrados (porque el autógrafo valía más). Y ahora es común que el personal de las celebridades firme contratos que prohíben aprovechar la cercanía para guardar objetos, tomar notas, dar entrevistas o escribir memorias de su experiencia. El control de la imagen se ha vuelto como el control de una marca registrada: es creación, propiedad y negocio de la celebridad, no de sus ayudantes. Paralelamente, el amarillismo, los paparazzi y todos los vampiros que viven de las vidas ajenas tratan de ensuciar y aprovechar la imagen establecida, como hazaña parásita que genera su propia celebridad y su propio negocio.
En tercer lugar, porque el relativismo le da el mismo valor (o sea ninguno) a todo. Si Platón no menciona lo que desayunaba Sócrates, es por elitismo. Peor aún: porque, en vez de ser imparcial, distorsionó la realidad socrática en beneficio de los ideales platónicos. ¿Con qué derecho incluye unas cosas sí y otras no? Hay que incluirlo todo, sin hacer juicios de valor. Cuando Sócrates, en plena mayéutica, dialoga con un esclavo para ayudarle a dar a luz lo que sabe de geometría (sin haber estudiado), no está haciendo algo más importante que cuando le ordena el desayuno.
En cuarto lugar, porque la simple acumulación parece buena. La cantidad impresiona, y cualquiera la puede apreciar a simple vista. La calidad no es tan obvia, ni fácil de apreciar. Como si fuera poco, la cantidad es más fácil de producir, menos trabajosa, más barata, menos arriesgada que decir: Esto no.
En quinto lugar, porque la tecnología ofrece cada vez más recursos de conservación y reproducción. Si bien es cierto que algunas novedades pueden ser contraproducentes (papeles ácidos que duran menos que el papiro, grabaciones ópticas y magnéticas que, veinte años después, son menos legibles que una tableta sumeria), no hay duda de que el potencial de archivo se ha multiplicado prodigiosamente gracias a la imprenta, la fotografía, la fonografía, el cine y la grabación digital de textos, imágenes y sonidos. También se ha desarrollado la preservación física y química de muchos materiales.
Sería fantástico que esta tecnología hubiese estado disponible para conservar toda la cultura desde sus orígenes prehistóricos. En las obras completas de la humanidad, no faltaría ninguna de las maravillas hoy perdidas. Pero más fantástico sería localizarlas, entre millones de toneladas de basura. No hay máquinas capaces de apreciar, distinguir, destacar, lo significativo, como saben los reporteros que graban muchas horas de un entrevistado, y luego tienen que dedicar otras tantas (y más) para escuchar todo de nuevo y escoger lo que vale la pena. En el Archivo de Babel, las obras valiosas estarían conservadas, pero tan perdidas como si no existieran. Haría falta una eternidad para ponerse a ver todo y descartar, una por una, las infinitas obras que merecen el eterno descanso de seguir perdidas.
Conservar todo es una incuria que causa un nuevo tipo de estrago: perder lo significativo en la masa de lo insignificante. Conservar todo es perder todo. Un documento mal clasificado en un archivo pequeño puede recuperarse; pero, traspapelado entre millones de expedientes, sin pista alguna para buscarlo, está en el mismo caso que un documento destruido en un incendio: para todos los efectos prácticos, ya no existe, aunque físicamente siga ahí.
Ahora hay miles de cámaras de televisión en circuito cerrado que graban a todas horas lo que sucede en las cajas de los bancos, en las joyerías, en las cárceles. Pero es tan aburrido que los vigilantes se distraen. Y lo mismo sucede con las infinitas grabaciones de todo eso, una vez que se archivan. Si no se tiene alguna pista de que, en cierto lugar, a cierta hora, va a pasar (o pasó) algo significativo, es muy difícil verlo entre lo insignificante.
La desbocada producción y conservación de obras, archivos, objetos, grabaciones, está pidiendo un malthusianismo cultural. Se comprende el deseo de conservar las cartas de Mallarmé, y hasta los sobres que rotuló con poemas de circunstancias (más fácilmente imitables que traducibles):
Va-t’en, messager, il n’importe
Par le tram, le coche ou le bac
Rue, et 2, Gounod à la porte
De notre Georges Rodenbach
(José de la Colinac,
Avenida Río Mixcoac
Tres dos cinco B, fast track
Vaya el cartero de frac)
Pero estos rasgos de humor y creatividad, ¿apoyan como regla general publicar todos los sobres, de todas las cartas, de todos los poetas? Y, ¿por qué limitarse a la rotulación de los sobres? Toda la vida cotidiana puede ser creadora. Si Mallarmé viviera, ¿no sería mejor acompañarlo a todas horas, a todas partes, con grabadoras, reporteros y cámaras para filmar y conservar todos los actos de su vida?
Un relativismo disfrazado de respeto, imparcialidad, asepsia, no quiere intervenir. Lo cual, de hecho, es una intervención radical y negadora del autor y su obra. Si toda palabra escrita por Mallarmé, en cualquier lado y con cualquier propósito, debe considerarse obra suya; si todo borrador, texto incompleto, variante rechazada, párrafo, capítulo o libro suprimidos; si toda palabra que haya salido de su boca o pasado por su cabeza; si todo gesto, ademán o expresión directa o indirecta de cualquier tipo; si todo retrato, filmación o grabación, si todo testimonio, reseña o poema sobre él, deben incluirse, el juicio del compilador se impone al juicio del poeta y destruye su obra.
En manos del creador, la obra emerge como algo significativo entre una multitud de posibilidades, palabras, elementos, proyectos, materiales, circunstancias. Se desprende de todo lo que no es. Miguel Ángel decía, con razón, que sus esculturas estaban en los bloques de mármol, y su trabajo consistía en eliminar lo que sobraba. Pero llega el compilador exhaustivo y recoge todo el material sobrante en el taller, prosigue en los basureros, restituye cada lasca a su lugar (después de minuciosos trabajos de verificación), reconstruye los bloques originales y disuelve la obra: la sepulta en lo insignificante de su origen.
Es como reducir Autre éventail (el poema inspirado por su hija abanicándose) a las circunstancias biográficas o el listado de las palabras; como restituir un poema al diccionario. Finalmente, ¿qué hizo Mallarmé? Tomar del repertorio de la lengua francesa ciento dieciséis palabras, ponerlas una después de la otra y eliminar todo lo demás. Se dirá, con razón, que las palabras sueltas no dicen lo mismo que escogidas y ordenadas en una secuencia magistral. Pero ahí está la cuestión. ¿Qué es una obra, y de quién es? ~
(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.