La sociedad mexicana se ha vuelto más moderna que su clase política, y eso ha creado problemas inéditos. Tradicionalmente, la modernización era un problema de autoridades preocupadas por el atraso de un pueblo irredento, al que había que llevar a rastras al progreso. En el México actual, hay que llevar a rastras a los políticos.
¿Cómo se puede lograr que los servidores públicos sirvan? Pocos dependen del voto, y no basta con votar. Aunque resulten elegidos los mejores, nada garantiza que cumplan lo que prometieron, o que puedan o quieran deshacerse de los incompetentes, irresponsables o corruptos. Tampoco es fácil. Sustituir depende de circunstancias de poder, de política, de normatividad, de presupuesto, y de que esté disponible un reemplazo mejor. Otra dificultad es que toda sustitución parece una maniobra política, y lo es.
En el mejor de los casos, las depuraciones internas son insuficientes. En el peor, sirven para consolidar a los peores en el poder. Por eso, es indispensable intervenir desde afuera. No hay manera de ahorrarse la presión ciudadana, aunque sea costosa en tiempo y disgustos. La intervención no puede limitarse a votar cada tres años. Debe ser permanente.
También debe ser eficaz. Los activismos que no conducen a nada (o, peor aún, resultan contraproducentes) exasperan y desaniman. La frustración puede volverse apatía resentida: el sentimiento tradicional de que no se puede. Sentimiento apoyado por la burocracia para que nadie se meta.
Los funcionarios siempre tienen cosas más importantes que atender: su propia carrera. Y, como no están dispuestos a ignorarla, son un peligro para los ciudadanos que tienen el valor civil de denunciar. La denuncia puede tener efectos tan graves en ellos que prefieren sabotearla. Por eso, a los ciudadanos poco conocedores que en sus ratos libres se enfrentan a pillos de tiempo completo se les ofrecen buzones oficiales que canalizan las denuncias hacia la nada, o peor aún: la represalia.
La forma en que se reciben las denuncias, los datos que se piden de los hechos denunciados y del denunciante inspiran desconfianza. La noticia sobre "incongruencias en la forma de vida de operadores y supervisores que reciben" las denuncias: un nivel de vida que no corresponde a sus salarios, por lo cual "se teme que detrás de esas diferencias entre ingresos y egresos estén los cárteles de las drogas" (El Universal, 27 de noviembre 2011), confirma las sospechas.
La denuncia tiene en contra esa realidad aplastante: o no pasa nada o te pasa a ti, para que aprendas. Ejemplos terribles en menos de un año: Marisela Escobedo Ortiz, plantada ante el palacio de gobierno de Chihuahua para exigir justicia por el asesinato de su hija, fue asesinada. Leopoldo Valenzuela Escobar localizó dónde tenían secuestrado a su hijo, pidió ayuda inútilmente a las autoridades de Durango, las acusó de negligencia en un manifiesto y fue asesinado. Nepomuceno Moreno Muñoz acusó a las autoridades de Sonora por el secuestro de su hijo, recibió amenazas de muerte, las desafió sumándose a la Marcha por la Paz, logró ser escuchado personalmente por el Presidente, recibió protección y murió asesinado. Como si fuera poco, el procurador declaró que investiga sus antecedentes (Reforma, 29 de noviembre 2011). No vaya a ser que resulte el responsable de su propia muerte.
Otro sería el país si, una y otra vez, miles de veces, fuera público y notorio que denunciar tiene consecuencias en el servidor omiso o delincuente, sin represalias para el denunciante. El día en que los ciudadanos tengan bases para creerlo (confirmadas por la experiencia de amigos y conocidos), habrá cien veces más denuncias. Pero tal avalancha es, precisamente, lo que cuatro millones de burócratas quieren evitar.
¿Qué se puede hacer desde afuera? Organizarse para la denuncia. Pero ¿cómo encauzar la presión ciudadana sin desviaciones partidistas, sin demagogia, sin perder absurdamente el tiempo ni provocar represalias peligrosas? No hay una solución, sino muchas, según las circunstancias y creatividad de cada quien. Pero conviene tomar en cuenta criterios prácticos.
Hay que evitar las metas indefinidas, excesivas o imposibles. Hay que segmentar el problema, actuar separadamente en muchos frentes especializados y escoger el más apropiado para uno (por su experiencia, por sus relaciones, por sus recursos). Cualquiera que pretenda acabar con toda la incompetencia, irresponsabilidad y corrupción fracasará. Puede tener éxito, sin embargo, en acabar con eso en una ventanilla.
Hay que tener cuidado con los políticos supuestamente interesados en apoyar, cuando lo que quieren realmente es reclutar aliados legitimadores.
Hay que medir los propios recursos y la capacidad de sostener una acción terca mucho tiempo. Varios casos de éxito impresionante (pese a la negligencia o complicidad de las autoridades) han demostrado que sí se puede localizar y castigar a los asesinos de un hijo, sin acabar asesinado. Pero no se debe alentar a nadie para que lo intente sin recursos suficientes y arriesgando su propia vida y la de su familia.
Hay que distinguir las acciones directas (denunciar) de las indirectas (apoyar a los que denuncian), y distintos niveles de gravedad, costo y riesgo. Crear un centro externo para canalizar denuncias anónimas graves y proteger a los denunciantes sería una operación mayúscula. Habría que construir un búnker a prueba de sabotaje. En cambio, crear un centro externo para exigir información sobre los resultados de cada denuncia presentada tiene menores costos y peligros. También un centro de shoppers de servicios públicos: ciudadanos encubiertos que vayan a pedir servicio (o lo pidan por teléfono) y documenten cómo los atienden.
Es práctico empezar con denuncias que no asusten demasiado y donde los perdedores sean funcionarios de nivel inferior: falta de señales y rótulos en las calles, cobros excesivos de luz, guarderías inseguras, gasolineras que roban, permisos de construcción indebidos, desabasto de medicinas en el IMSS (o en el ISSSTE, pero no en ambos: es mejor que actúen grupos separados), avisos abusivos de Hacienda que asustan y ponen a trabajar innecesariamente a los que están al corriente, alumbrado público desatendido, colas excesivas en tal ventanilla, oficinas que no atienden por teléfono, seguridad en los taxis, mordidas de tránsito, baches peligrosos, tiraderos de sobrantes (después de hacer obras en la calle) y mil cosas más.
Ahora hay más ciudadanos exigentes que nunca, y eso es un signo de que el país mejora, aunque parezca lo contrario. Pero hay mucho que aprender. Empezar desde abajo, por problemas muy visibles y de fácil solución, facilita que los funcionarios se adornen y los ciudadanos queden satisfechos. No es poca cosa. Vivir la experiencia de que el gobierno puede mejorar exigiéndole es educativo para ambas partes y tiene efectos multiplicadores.
(Reforma, 29 de enero 2011)
(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.