Padre buhonero, portero chavista

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No se qué tipo de tratamiento habría diagnosticado el doctor Alois Alzheimer si hubiera conocido el estado mental de mi madre, pero mi padre un buen día se cansó de que Ethel lo despertara a las tres de la mañana para que le sirviera el desayuno o le repitiera por enésima vez una frase incomprensible sobre unos familiares de la provincia argentina que supuestamente habían regresado de la muerte para visitarla en Caracas, y decidió que tenía que buscar una ocupación que le permitiera distraerse.
     Dejó de trabajar, porque su cuerpo había soportado los embates sistemáticos de dos angioplastias estilo Terminator, tres by pass, una lesión en la columna vertebral y un cáncer de próstata que llegó a afectarle el estado de los huesos, hasta que un día optó por la tranquilidad del hogar y la felicidad de los nietos. Pero lo cierto era que su casa también había dejado de ser un territorio apacible y necesitaba aire fresco.
     Como ya había descartado su profesión de industrial que reciclaba chatarra para conseguir láminas de cobre a través de un sistema electrolítico milagroso y complicado, Julio César tuvo que comenzar de nuevo su vida laboral. Y no encontró mayor empacho en imaginarse otra existencia como buhonero. En verdad, su propia historia se hallaba sembrada para incorporar esa experiencia: había sido copropietario de una discoteca en su juventud, coleccionista de antigüedades, carpintero, y más tarde adquirió en una comuna hippie destrezas inimaginables para confeccionar chaquetas de cuerpo, cosidas a mano.
     Una de las más bellas que llegó a fabricar, con trozos de cueros de diferente color, como las que usaban las actrices de Hollywood cuando actuaban en las reservas indias del lejano Oeste, tuvo una utilidad legendaria para la familia: se la regaló a un funcionario de la Diex, frente a la plaza Miranda, para que le agilizaran el trámite de la cédula de identidad y lo exiliara del infierno de los indocumentados. Y lo consiguió. Yo nunca llegué a imaginarme al burócrata aquel, vestido como un comanche, en un día de fiesta en los alrededores de Guarenas.
     Cabe destacar a estas alturas de la nota que el padre del editor adjunto de un periódico nacional no pudo imaginar mejor gracia para convertirse en buhonero que alquilar un kiosco de periódicos. Era una forma soterrada de entrar en el negocio callejero, con la anuencia intelectual de la lectura de matutinos y semanarios prestigiosos, revistas para adolescentes y tarjetas de teléfonos prepago. La trampa había sido concebida como un crimen perfecto.
     Mi padre, desocupado y sin oficio, había conseguido un puesto de periódicos, que además agregaba un valor fundamental a su calidad de vida: la conversación con la comunidad que lo rodeaba y que atravesaba la grata avenida Los Jabillos de Las Delicias de Sábana Grande, en dirección norte sur, exactamente en el cruce con la calle Las Flores. Todo a escasos pasos de las oficinas del Instituto Nacional de Geriatría. Su habilidad con las manos y con los metales le permitió pintarlo y renovarlo como pocos en la zona, hacerlo más amplio y cómodo, y sobre todo más seguro. No lo sabíamos, pero estaba fundando una ilusión.
     Detrás de la fachada impecable que casi dejaba traslucir la idea de que mi padre había logrado montar una librería, se escondían sus más secretas apetencias buhoneriles. Comenzó a vender empanadas caseras (con crema de jojoto, con pollo picante, con carne, con espinaca y queso) que mi padre comenzó a cocinar en las madrugadas. Jugo de naranja que había sido exprimido unas horas antes, y un guayoyo caliente que alegraba la mañana.
     Como me explicaría más tarde, arañando una justificación, todo este desarrollo lateral del negocio había que entenderlo como una oportunidad frente a la desgracia de levantarse tan temprano todos los días, después de que mi madre lo persiguiera por la casa con sus historias de antepasados. Una oportunidad que él había decidido aprovechar, como si se tratara de un emprendedor de veinte años que quisiera comerse el mundo.
     Parecerá mentira, pero la enorme inquietud y cierta desesperación que causaba en el ámbito familiar el estado de la memoria de Ethel, comenzaron a desplazarse a la periferia por momentos, gracias a las noticias que provenían del puesto de venta de periódicos de mi padre. Un puesto con enormes ventajas para movilizar empanadas, jugos y cafecitos mañaneros.
     Tanta atracción despertó este incipiente negocio de la tercera edad, que los nietos comenzaron a solicitar que después de clase fueran trasladados al puesto de venta de periódicos del abuelo para compartir con él sus hazañas cotidianas y colaborar con su gesta personal. Les fascinaba además advertir una y otra vez esa naturalidad que mostraba mi padre para conversar con desconocidos como si los conociera de toda la vida. Si uno se detenía un segundo, advertía la magia de una comunidad en acción, atada apenas con las ocurrencias verbales de prestidigitador de Julio César.
     No era ésta la única ocupación casera que distraía mis labores como director de contenidos de un medio de comunicación que se encontraba en la picota de todas las suspicacias inimaginables. Otro terremoto había comenzado a conmover los cimientos de mi propia casa: el portero del edificio, un tipo que se había vuelto incontrolable por los continuos abusos, al que todos los vecinos (siete familias apenas) le temían porque era chavista y no lo ocultaba, era el principal sospechoso de haberse robado el gimnasio que se encontraba en la planta baja: cinco equipos multifunción que sólo era posible transportarlos con un camión pesado.
     En un país carcomido por los resentimientos y los miedos, todas las paranoias se dispararon entre los vecinos. Mi mujer me dio la noticia del robo de los equipos del gimnasio y aprovechó para recordarme otros defectos del sujeto: alquilaba los puestos del frente del edificio a terceros, metía carros de noche en el sótano sin permiso de los propietarios, y hasta le falsificó la firma a un ex presidente del condominio para sacarle dinero a la administradora del edificio. Otro colega (que cubría los turnos de los fines de semana) lo acusó de meter mujeres en la caseta de vigilancia en las noches y ofreció pistas que lo incriminaban en la desaparición del gimnasio.
     Lo curioso es que nadie quería poner una denuncia en la policía contra un chavista, menos aún presentar un expediente en el Ministerio de Trabajo, con suficientes causales de despido, porque la inamovilidad laboral lo protegía. Era un obrero y sus derechos estaban resguardados. Nadie podía imaginarse las desgracias que lloverían sobre el edificio si se intentaba una acción contra semejante delincuente.
     Mientras en mi domicilio particular se revelaba la presencia de un psicópata que aterrorizaba a los vecinos, en la casa de mis padres todo comenzó a transformarse del día a la noche. No sólo porque se aceleró el movimiento interno con ocupaciones nuevas, que se agregaban a las que ya había impuesto Hilda, la enfermera de mi madre. La cocina por ejemplo dejó de ser aquella que yo había disfrutado en mi época de estudiante. Cambiaron el horno, porque las empanadas exigían fuego seguro, y la cocina se nubló con cacerolas, ollas y sartenes que no existían en el pasado.
     La industria alimenticia iba en ascenso y nadie quería detener ese empuje. El sismo era grande, y se gestaba en el piso doce de un edificio de La Florida, muy cerca de tres sitios emblemáticos de la capital que estaban a punto de dejar de ser lo que habían sido: la casa nacional del partido Acción Democrática, la funeraria Vallés y la agencia de festejos Mar, donde la política, la muerte y la celebración concluían bajo unos jabillos espectaculares.
     Un buen día mi padre dio un paso al frente y agregó al rubro de los alimentos de paso otra de sus pasiones más antiguas: los objetos usados que coleccionaba en los depósitos de chatarra de unos italianos mafiosos (que conocía de su época de industrial metalúrgico) y que luego de una limpieza severa y de pulirlos con antojo de anticuario, renacían como si fueran piezas de coleccionista.
     Cierto día advertí que los periódicos, los semanarios y las revistas habían pasado al territorio de la nostalgia. Exigían tiempo, orden, administración pulcra, y dejaban escaso rendimiento. Sirvieron para el arranque inicial, pero se volvieron rápido un estorbo sobre la espalda de un hombre mayor que gozaba alimentando, contando historias de objetos extraviados, y oyendo los cuentos de la gente que se detenía a tomar un café. Nada mal si se entiende que mi padre buscaba distraerse de todas las adversidades que lo acosaban.
     Nunca entendí si la gente se acercaba al kiosco por la necesidad (tomar un café, comer una empanada y empujarla con un jugo), o por la fascinación que solía despertar mi padre a la hora de contar una historia divertida que tenía infinitas ramificaciones, mucho sentido del humor, y una capacidad envidiable para comprender la naturaleza de los sentimientos de los héroes que las protagonizaban.
     Ese don le permitió por ejemplo recuperar a un paisano de Argentina, abogado de guerrilleros en los años setenta, que había sido amigo de un sobrino peronista que llegó a convertirse en diputado en la provincia de Catamarca.

El abogado encontró fortuna en Venezuela y de vez en cuando lo visitaba. También le permitió conocer a una dama colombiana muyamable, que le propuso comprarle una propiedad que mi padre no había podido vender en los Valles del Tuy con trescientos mil dólares en efectivo, porque a ella le gustaban los tratos directos, sinceros y sin intermediarios.
     Si acaso hubiera imaginado que todas las cosas extrañas que le pueden ocurrir a una persona me iban a pasar a mí, juntas, al mismo tiempo, me habría equivocado. Faltaban hechos y circunstancias. Así lo supe cuando mi mujer me llamó, aterrada. Una joven de la empresa que realiza el mantenimiento de los ascensores del edificio llamó porque no habían recibido el pago de los últimos tres meses. Sospechaban tanto del cobrador como de algún cómplice en el edificio. Ingenuamente, pregunté que quién le pagaba al cobrador. El portero, fue la respuesta más obvia.
     La presidenta del condominio puso la denuncia en el banco, para localizar los cheques y tener finalmente una prueba contundente contra nuestro Némesis. La gente de Atención al Cliente le advirtió que la investigación podía demorarse. Con lo cual no se podía tomar tampoco ninguna medida contra quien utilizaba el edificio como centro de estafas y de suministros. Sólo cabía la distancia estoica de quien espera mejores tiempos para actuar contra el agresor.
     Así transcurrían mis jornadas, con innumerables episodios que perfectamente hubieran podido enhebrarse uno tras otro en una comedia negra de equivocaciones. A veces me preguntaba en silencio si la existencia en Australia o en Brasil sería similar a la que yo me encontraba encadenado, como Prometeo. Nunca obtenía respuesta.
     Lo que sí sabía era que mi padre había resuelto su problema más inmediato con la construcción de su Shangri La personal, suerte de plaza medieval con locos y avispados, y donde siempre podían aparecer saltimbanquis, maromeros y escupidores de fuego. Pero entendía también que ese oasis en su vida tenía los días contados. La amenaza de las invasiones de edificios desocupados, como tantos otros fantasmas nacionales, había pasado de la fabulación y la histeria escuálida a las más ingrata y peligrosa de las realidades.
     El 6 de diciembre del año 2003 sonó mi celular, que se había acostumbrado a las noticias desagradables y a las tormentas de la realidad, y supuse que se trataba de otra noticia a punto de estallar en nuestras manos, cuando descubrí su voz al otro lado del aparato. Yo estaba en la reunión de pauta, en el vientre del periódico, con cincuenta noticias en la mano, a punto de decidir con qué jerarquizar el diario del día siguiente, cuando de repente Julio César me puso al tanto de un hecho que desconocíamos. Habían invadido el edificio que se encontraba enfrente del kiosco de mi padre: él presenció todos los acontecimientos como un camarógrafo en la línea de fuego. Aseguró que esa noche me tendría más noticias, porque —me aclaró con una certeza de metal— “tengo un infiltrado adentro”.
     “Cómo así”, indagué yo, sin entender de qué me estaba hablando. “No se puede hablar por teléfono. Esta noche te cuento”, me respondió y se borró de la conversación. Y esa noche me relató una historia que tenía el sello singular de su kiosco y mi edificio, como si ambas realidades se hubieran solapado. La invasión había sido largamente postergada, porque los propietarios, en un intento vano por defenderse, construyeron un muro interno en el edificio, suerte de muralla de contención para frenar a los desadaptados que intentaban meterse a la fuerza en todos los inmuebles desocupados de Caracas.
     La construcción del muro duró tiempo, o bien porque no se conseguían los materiales, o bien porque los obreros bebían demasiada caña y se perdían días enteros. Y consumió la paciencia del puertorriqueño que supervisaba la obra. Cuando estuvo lista aquella pared, hasta los vecinos de otros edificios cercanos le confesaron a mi padre que se sentían más seguros y protegidos. Abrieron una botella e incluso brindaron, porque creían que habían exorcizado el peligro mayor. El propietario fue más allá: quiso asegurarse de que no habría problemas y contrató un guachimán de una empresa de seguridad cercana a su familia, propiedad de un compañero de bachillerato. Más no se podía pedir.
     “Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones”, escribió Borges. Los invasores no tuvieron que derribar un ladrillo, porque el guachimán en un segundo, sin mayor esfuerzo, les abrió las puertas. Había sido seducido por una muchacha que lo invitó a pasar una noche en uno de los apartamentos solitarios del edificio. No pudo negarse a semejante banquete, que no llegó a consumarse, porque una vez que abrió la cerradura aparecieron tres sujetos con armas en la cintura y radios portátiles en las manos, que dejaron entrar a mujeres embarazadas y niños.
     Los hombres armados subieron a la terraza, donde se ubicaron para repeler cualquier intento de desalojo. Algo curioso ocurrió en el interior del edificio. Casi ninguno de los nuevos inquilinos sabía lo que era un ascensor. Por eso empezaron a formar una fila india, esperando turno para subir y bajar, como si estuvieran montándose en una nave espacial a punto de despegar para la luna. Así estuvieron el resto del día, hasta que el agotamiento los empujó hacia los apartamentos.
     Como en el relato “Casa tomada”, de Julio Cortázar, la familia propietaria había resguardado los muebles de sus antepasados en diferentes departamentos vacíos. La cama de una abuela fue a parar al séptimo B, junto a otras reliquias personales de la anciana. Ni un solo objeto logró sobrevivir demasiado tiempo en pie. Salvo un árbol de Navidad, que una hermana del propietario guardaba el resto del año en uno de los departamentos del piso diez. Lo desempolvaron, lo abrieron y lo montaron en la planta baja, para que la entrada no luciera triste en diciembre.
     Le pregunté a mi padre que cómo conocía semejantes detalles, si en los edificios invadidos casi nadie que sea ajeno a la toma puede ingresar. Me aclaró que los propietarios habían habilitado tres apartamentos para mejorarle la calidad de vida a unos empleados de la familia que no tenían donde vivir. Entre ellos se encontraba el puertorriqueño que había supervisado la construcción del Muro de Berlín en la planta baja. Los invasores no los agredieron al principio, los dejaron sobrevivir dentro de sus espacios, pero luego la convivencia se volvió insostenible y abandonaron el edificio, junto con la conserje, que no pensaba trabajar para vagos y maleantes. Así se enteraron los vecinos de lo que ocurría en el cuerpo de esa propiedad.
     Así se supo que todas las cañerías habían sido clausuradas con piedras y escombros, que hicieron fogatas con puertas y estanterías y closets, y que cada inquilino debía pagar alquiler por vivir en los departamentos, como una contribución a la causa de la invasión de inmuebles de la capital, actividad rentable como pocas en los años de la revolución. De esa manera también los propietarios tuvieron noticia de una expedición de invasores que había descendido al sótano con los planos originales del edificio, para sellar los accesos y evitar que algún arriesgado equipo de desalojo intentara retomar la plaza perdida.
     La calle perdió el encanto que tenía. Los peatones que pasaban con regularidad fueron abandonando la zona. Y el tráfico descendió, como si una suerte de maldición hubiera caído sobre esa esquina de la ciudad. Mi padre dio por concluida su temporada en la vida callejera, cerró el kiosco con candados enormes, y rápidamente puso en venta lo que más valor tenía, la ubicación de un negocio que había comenzado como una fachada intelectual y que derivó en la cueva de unos zagaletones que se hacían pasar por románticos que querían cambiar el mundo. –

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