“Aunque admitiéramos que es un autor importante, ¿qué será lo siguiente? ¿Invitar a un elefante para que dé clase de zoología?”, dijo Roman Jakobson, cuando la facultad de lenguas eslavas de Harvard debatía ofrecerle un puesto de trabajo a Vladimir Nabokov.
Había otros factores, pero se puede considerar una muestra de rivalidad entre profesiones, uno de cuyos ejemplos más antiguos se remonta al Génesis y a Caín y Abel. Un amigo del sector editorial me contó que el diseñador le decía: “Es que aquí veo mucha mancha”. Mancha quería decir texto, que para mi amigo era el contenido principal de la publicación. En el cine, son célebres las peleas entre el productor y el director (a veces también entre el director y el guionista, pero es una batalla que termina pronto, porque el guionista tiene poco poder, como ejemplifica el chiste hollywoodiense sobre esa actriz que era tan tonta que se acostó con un guionista para conseguir un papel).
En 1984, Saul Bellow escribió una carta a Philip Roth, a propósito de unas declaraciones publicadas en People donde manifestaba alguna discrepancia con él. Bellow lamentaba que “la joven entrevistadora puso mis opiniones patas arriba, cortó los elogios e hizo que todo pareciera desautorización, denuncia y excomunión”. Tras pedir disculpas, decía: “Me temo que no podemos hacer nada con los periodistas; solo podemos esperar que se extingan, como los tábanos a finales de otoño”.
Uno de los casos más evidentes en los últimos años ha sido la guerra entre intelectuales y politólogos, agitada de nuevo por La desfachatez intelectual (Los Libros de la Catarata) de Ignacio Sánchez-Cuenca. La pelea no es por el favor de Dios sino por el espacio en los medios y por el estatus asociado.
Cuando estalló la crisis, todos queríamos saber la opinión de los economistas. Después, cuando se hizo evidente que los problemas económicos estaban relacionados con disfuncionalidades del sistema político, se produjo un auge de los politólogos. Su aparición ha sido tremendamente positiva y muchas veces pedagógica. Han contribuido a que la discusión sea más técnica y matizada. Pero, si no se anda uno con cuidado, la lógica de los medios -y también las costumbres comunicativas actuales- hace que al final el novelista y el politólogo sean figuras relativamente parecidas: alguien a quien admiramos por su competencia profesional que opina en los medios sobre algo que no es su especialidad.
Antes del alba (Buridán), de Nicholas Wade, es una historia apasionante de la evolución humana, pero también se puede leer como una serie de polémicas entre distintas disciplinas científicas: básicamente, los genetistas contra todos los demás: con los arqueólogos y paleontólogos por la datación, y contra la mayoría de los lingüistas por la evolución de las lenguas.
Wade habla de polémicas dentro de un campo. Hablando de las investigaciones sobre la guerra entre los yanomamo que realizó Napoleon Chagnon, apunta que un yanomami que ha matado a un enemigo alcanza el estatus de unokai, y los unokai tienen 2,5 más esposas que los hombres que no han matado a nadie, y 3 veces más hijos. El antropólogo marxista Marvin Harris sugirió que la razón de la guerra entre los yanomami era la escasez de proteínas. En un momento Nabokov/Jakobson que me habría gustado filmar, Chagnon explicó la teoría de Harris a los yanomamo, que se echaron a reír antes de decir: Es verdad que nos gusta la carne, pero nos gustan mucho más las mujeres.
Hace unas semanas, The New York Review of Books publicaba un artículo severo de Tamsin Shaw titulado “The Psychologists Take Power”. En él, Shaw lamentaba la popularidad de la psicología evolutiva en el campo de la moralidad. Como con muchas modas, una cierta cautela es aconsejable, y una mirada únicamente centrada en la evolución presenta trampas evidentes, que quienes dedican a esa disciplina conocen perfectamente. Una sería darle una explicación evolutiva a cosas que no lo son; otra, la falacia naturalista.
El artículo que señalaba la insuficiencia de la psicología y la necesidad de una mirada ética estaba escrito por alguien cuya especialidad es la filosofía. Que incluyera una acusación ad hominem destinada a descalificar toda la disciplina provocaba el desconcierto divertido que causan los atribulados profesores de ética de las películas de Woody Allen, o los médicos que fuman. Se puede leer una respuesta de Jonathan Haidt y Steven Pinker aquí.
Cuando entrevisté a Paul Preston hace unos meses le pregunté por George Orwell. Me sorprendió la visión tan negativa que el historiador británico tenía de uno de mis héroes. Se lo comenté al editor Miguel Aguilar, que me dijo: “Los historiadores suelen hablar mal de Orwell. Creen que lo suyo era intrusismo profesional”.
Los cursos de literatura de Vladimir Nabokov han influido a escritores y lectores. Los medios y sus seguidores pueden beneficiarse del diálogo entre intelectuales y politólogos. La interacción de diversas disciplinas ha impulsado descubrimientos en la historia del ser humano. Y la psicología evolutiva no excluye la reflexión ética: ambas áreas pueden ayudarse mutuamente. Los más lúcidos de quienes practican esas disciplinas lo saben, y es posible que a más de uno le moleste que lo usen como arma en una refriega, o que se emplee toda la autoridad de una profesión o un método, y la adhesión casi forzada de tus colegas, para argumentar en un debate a menudo personal. La rivalidad entre disciplinas es inevitable, y posiblemente sea menos cruenta que la rivalidad dentro de una misma disciplina. Pero más de una vez, cuando se dibujan las líneas de estos frentes, mi primer impulso es pasarme al enemigo.
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Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).