Pere Calders en paños menores

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Poco, y generalmente mal, se conoce más allá de sus ámbitos respectivos la obra de los escritores peninsulares exiliados en América que siguieron creando en su propio idioma —y no en el español de sus vecinos—, no por cerrazón a cuanto no fuese lo propio, sino por fidelidad a su lengua y su tradición literaria. Las razones de este desconocimiento son diversas, y no es la menor la ausencia o la mala circulación de traducciones. A ello se debe, en parte, que la obra de temática mexicana que dejaron no haya entrado en los recuentos críticos sobre la literatura inspirada por este país y en donde, al lado de escritores menores, aparecen siempre nombres fundamentales como los de Traven, Lawrence, Lowry o Greene. Y a ello podría deberse también el que, en el caso de llegar a ser traducidos, resultasen poco menos que ilegibles o injustamente valorados al no tomarse en cuenta el suelo del que nacen sus obras.
     Algo semejante podría ocurrir con la “obra mexicana” de uno de los narradores catalanes más brillantes del siglo XX: Pere Calders (Barcelona, 1912-1994). Fotógrafo, impresor, dibujante y caricaturista excepcional, Calders había publicado un libro de cuentos, una novela y un testimonio sobre la guerra, así como numerosas colaboraciones periodísticas, antes de salir al destierro; sin embargo, fue durante su exilio de más de veinte años —vivió en México de 1939 a 1962— cuando escribió algunos de sus textos fundamentales. En este país escribió algunos de sus relatos más célebres —Cròniques de la veritat oculta, de 1955, recoge una muestra abundante de ellos— y, sobre todo, una novela que prefigura con veinte años de anticipación muchos de los planteamientos metaficcionales de la narrativa latino-americana o europea posterior: Ronda naval sota la boira (“Ronda naval bajo la niebla”, escrita en esos años pero no publicada hasta 1966, y traducida al español y publicada por primera y única vez ¡en 1985!). Condicionada por la censura franquista, por las limitaciones para editar y difundir la literatura catalana en el interior, y por el gusto dominante en la época, la obra de Calders se mantuvo en un distinguido segundo plano durante casi dos décadas: su aparente irrealismo, su reescritura paródica de muchas convenciones literarias y su permanente y más bien pesimista visión irónica de las “verdades ocultas” de lo humano no se avenían con la versión imperante de un realismo socialista desmañado y practicado a deshoras en la Península, y por ello no fue plenamente reconocida hasta principios de los años ochenta.
     De uno de los periodos creativos más intensos de su vida —las décadas de los cincuenta y los sesenta— proceden casi todos sus relatos de “tema mexicano”, así como la novela que ahora el tesón editorial de Martí Soler, al frente de Libros del Umbral, da a conocer en el ámbito de lengua española: La sombra del maguey, en traducción de Gerta Pallàs. En atención a cuanto pueda esperar el lector de esta novela, hay que decir que no se trata del título más recomendable para entrar en el mundo literario de Calders. Como lector suyo, agradezco el esfuerzo de la traductora y del editor, pero lamento a la vez que hayan decidido comenzar por aquí, y más aún que hayan reducido la presentación de un autor tan complejo e importante como Calders a los paños menores de la contraportada. Porque lo cierto es que La sombra del maguey no es un libro sencillo ni complaciente para nadie. Tanto es así que, en la segunda edición (de paso, hay que corregir el dato de la página legal: la primera apareció publicada por Selecta en 1964), el autor introdujo la nota exculpatoria que acompaña las ediciones subsiguientes y en donde reitera su defensa en contra de quienes, en privado, lo acusaron de racista, de desagradecido y prejuicioso hacia el país que lo acogió en su exilio.
     Para entender hasta qué punto Calders es fiel a su mirada en esta novela —y no hace ninguna concesión al “realismo histórico” al que tantas veces se ha adscrito su “obra mexicana”, leyéndola con una miopía deplorable—, hay que observar de cerca cómo recoge en ella muchos de los tópicos y estereotipos tejidos alrededor de lo que supone “ser de aquí” o “de allá”, y con qué minuciosidad quirúrgica los deja tan tristemente al descubierto. En esta operación de desmontaje de las “ficciones sobre la identidad” tiene un papel central la neutralidad aparente del narrador y, en consecuencia, los registros que emplea al describir personajes, espacios y situaciones. Por ello, el “oído” del traductor debe ser particularmente sensible para no dejarse engañar por la aparente llaneza y grisura del idioma en la novela. ¿Ocurre así en la traducción que nos ocupa? Hay que decir que sólo parcialmente. Al lado de soluciones bastante satisfactorias para ilustrar el “desarraigo lingüístico” que sufren los personajes después de tantos años de exilio, hay otras que resultan irregulares —en particular la traducción de algunos nombres propios— o que, al lado de la “mexicanización” de muchas expresiones, suenan no a un dejo de español peninsular, sino a simple “catalanada” (fer-se càrrec de les coses por “hacerse cargo de las cosas”, em sap greu por “me sabe mal”, treia a fora por “sacaba afuera”, el pis por “el piso”, etcétera). Con todo, la traducción sale más que decorosamente a flote de los discretos escollos que plantea el original, aunque hay que decir que en parte también ha sido gracias a la experimentada mano del editor.
     Con la publicación de La sombra del maguey vuelve a abrirse, pues, la posibilidad de acceder a una porción imprescindible de esos otros exilios y de introducirnos, a la vez, en la obra de uno de los narradores peninsulares más destacados. Ojalá que algún día una edición completa de su obra en castellano nos permita, por fin, entrar por la puerta del frente y no tan sólo por un acceso lateral. –

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