A Peter Gabriel no le han faltado nunca las ideas. En una de sus penúltimas giras con Genesis, allá por 1974, la interminable letra de "The Battle of Epping Forest", cruzada de un humor rabelesiano y saltimbanqui, le dejaba literalmente sin aliento hasta el punto en que debía dejar el escenario y aplicarse una mascarilla de oxígeno. El último de los discos que grabó con la banda, el doble conceptual The Lamb Lies Down on Broadway, iba en principio para disco sencillo, pero Gabriel le sacó tal rentabilidad narrativa que sus compañeros hubieron de trabajar a marchas forzadas (en ocasiones reciclando las mismas melodías, de ahí también lo de conceptual) a fin de musicar el torbellino de imágenes y palabras del cantante. Desde la publicación de su primer disco, hace ya un cuarto de siglo, Gabriel ha simultaneado su carrera como intérprete y compositor con la de productor, animador cultural, activista político en horas libres, artista conceptual y empresario obsesionado por dar a conocer las músicas tradicionales del mundo, eso que los ochenta bautizaron como world music y que desde entonces ha protagonizado un lento eclipse en el calendario de la moda. Lo de Gabriel, más que una tormenta de ideas, es un genuino huracán, con el mérito adicional de que ha sabido convertir esas ideas en negocios más o menos rentables: Real World, la compañía discográfica que fundó a finales de los ochenta, exhibe una envidiable independencia, y los festivales Womad se desplazan por las ciudades europeas con la puntual alegría de una vieja troupe de cómicos. A Gabriel le sobran las ideas pero, tal vez para nuestro desespero de fan, no todas tienen que ver con la composición musical sino que aventuran sus mil tentáculos por la extraña orografía de su curiosidad. La música no es la única de sus pasiones ni el único de sus oficios. ¿Por qué, pues, la propaganda de la mercadotecnia ha hecho tanto hincapié en los diez años transcurridos entre la publicación de su último disco como intérprete, Us, y este casi homónimo Up?
La respuesta es inmediata: porque es propaganda. Diez años en el mundo del pop son una eternidad pero también una rareza, y la mercadotecnia conoce a la perfección las virtudes de adelantarse a los acontecimientos, convirtiendo el presunto reproche en bandera de una singularidad. John Entwistle, el fallecido bajista de The Who, justificaba su legendario quietismo en el escenario con una media sonrisa: "Mis compañeros se dedican a romper guitarras y destrozar baterías como locos. Yo destaco porque no hago nada especial. No me muevo y la gente se fija en mí". Algo semejante han debido pensar los publicistas: convirtamos los diez años de silencio en un signo de distinción, hagamos de Gabriel "el recluso" o "el monje" del pop, cosa por lo demás no muy difícil cuando uno mira alguna foto reciente del artista, rapado al cero y ostentado una perilla canosa a medio camino entre aprendiz de buda y personaje de Star Trek. Tan bien han hecho su trabajo los publicistas que se ha extendido un curioso silencio sobre OVO, el disco que Gabriel publicó hace dos años y que no admite la calificación de banda sonora con que ha ingresado en su discografía. Cierto, OVO incluye la música que Gabriel compuso para un espectáculo multimedia celebrado en el Millenium Dome londinense, y los cortes del disco combinan su voz característica (a medio camino entre el canto y el recitado, el susurro y el grito) con la de algunos invitados estelares como Paul Buchanan, ex Blue Nile, y el gran Richie Havens. El disco, ni mucho menos desdeñable, fue un regreso a la espontaneidad y la frescura que desertaron en parte la elaboración de Us, en el que Gabriel se mostró vulnerable a uno de los virus más activos de la industria musical: la repetición de fórmulas de éxito. El hombre de la perpetua huida hacia delante, el mismo que dejó Genesis en el arranque de su fama mundial y retó a sus oyentes con cada disco, inyectando el áspero aliento del punk a su mezcla de ritmos étnicos y sonoridad electrónica, se había detenido sobre sus pasos con gesto confuso. Us no era un mal disco, pero podía ser algo peor: un disco por momentos previsible, con melodías que coqueteaban con la melaza y que uno veía venir a la legua con el oído tranquilo y la conciencia intranquila. Tal vez este silencio de apenas diez años haya tenido que ver con la relativa insatisfacción que provocó Us. El "nosotros" del título no era irónico pero vino en un momento en que la parroquia tradicional de Gabriel lo sintió lejano, domesticado: se añoraba la intensidad de "I Don't Remember" y "San Jacinto", el desgarro delicado de "Red Rain" y "That Voice Again". El propio Gabriel parece corroborar esta hipótesis del cansancio en la entrevista que concedió hace algunas semanas a Juan Villoro: "Estaba harto del sistema disco-gira-disco; necesitaba ideas frescas, apartarme de las presiones de ser un artista de moda, romper rutinas". Por una vez, el cliché del famoso-que-reniega-de-su-fama suena verosímil.
Aunque los orígenes de Gabriel están en uno de los géneros más denostados de la música popular, el (mal) llamado rock sinfónico, ya no hay crítico capaz de reprochárselo. Su trayectoria, desde aquel lejano "Solsbury Hill", tiene más que ver con la vertiente arty del pop británico, la misma en que se inscriben Eno, Roxy Music o Robert Fripp, por mencionar artistas que han colaborado con frecuencia entre sí. Como Eno y Brian Ferry, Peter Gabriel no es un músico al uso. Los años le han dado cierta solvencia en el manejo del piano y los teclados, pero dudo que hasta el fan más recalcitrante lo tenga por un virtuoso. Lo suyo son las ideas, las ocurrencias y manipulaciones sonoras, la creación de atmósferas y enigmas conceptuales. Desde su primer disco ha tenido la inteligencia necesaria para rodearse del productor que más convenía a sus proyectos y de los músicos que mejor podían plasmarlos, virtuosos que redimen su condición mercenaria haciendo posible una aventura sonora que todo su virtuosismo es incapaz de urdir. Up nos devuelve al Gabriel de los primeros ochenta, el que obligó a Phil Collins a modificar su batería para despertar el seco redoble de "Intruder", el mismo que hizo sonar una gaita escocesa sobre un fondo de tam-tam en "Biko". Qué importan diez años si al cabo de la espera nos sorprenden la violencia ominosa de "Darkness", con Gabriel mascullando sobre un piano distorsionado, o la tensa delicadeza de "Sky Blue", donde los aires de gospel envuelven una melodía hipnótica. El disco ahuyenta el fantasma de la facilidad y nos entrega diez cortes densos, torturados, que sólo empiezan a rendirnos su secreto a la quinta o sexta escucha. Acompañado de los sospechosos habituales (Tony Levin, Manu Katché, David Rodhes), Gabriel desgrana un puñado de visiones vueltas sonido, el itinerario de un viaje mental que ahora, al escucharlo mientras escribo estas líneas, aguija sutilmente al cuerpo. El título de uno de los temas lo dice todo: "My Head Sounds Like That". Mi cabeza suena así.
La portada de Up nos acerca un reguero de gotas magnificadas tras el que asoman, muy vagamente, las facciones de un rostro fantasmal. La omnipresencia del agua en el diseño del disco es un reflejo de la importancia que tiene en la configuración del hogar y los estudios del propio artista: el río transcurre literalmente bajo sus pies. Casi podría decirse que este reposo ha permitido a Gabriel sedimentarse, caer hasta el lecho de sí mismo y tomar la forma del vaso en que se encuentra, que es su cuerpo y el agua de su cuerpo. Up nos propone un viaje a lo líquido y lo difuso, a lo que fluye sin otro límite que lo exterior. Eso exterior somos nosotros, y estas canciones sólo esperan que las escuchemos para saber, en cada caso, hasta dónde pueden llegar. ~
(Gijón, 1967) es poeta, crítico y traductor. Ha publicado recientemente 'Perros en la playa' (La Oficina, 2011).