Borges dijo alguna vez que "México vive obsesionado por la contemplación de la discordia de su pasado". Ahora podría agregar "y de su presente". Siempre hubo algo falso y simplificador en reducir la historia nacional a la querella entre indígenas y españoles, realistas e insurgentes, conservadores y liberales, reaccionarios y revolucionarios. Hoy parecemos estar detenidos en dos versiones encontradas sobre el destino de México: la que comulga, y la que no comulga, con López Obrador.
Por casi seis años la dicotomía ha sido paralizante y opresiva. También omnipresente. Nos desayunamos, comemos, cenamos y hasta soñamos con ella. Debemos superarla. El mexicano común, el que no vive obsesionado en la contemplación del pasado sino en las urgencias del presente y las angustias del futuro, tiene otras prioridades, que son las verdaderas.
Ante todo, espera que vuelva la paz interna y con ella la posibilidad de recorrer los caminos, las calles y las plazas del país sin temer un asalto; de atender un pequeño negocio sin sufrir una extorsión; de dormir sin zozobra por la seguridad física de los hijos. Acotar la violencia criminal llevará años, quizá generaciones, y requerirá la convergencia eficaz de muchas medidas públicas. Pero requerirá también de un imprescindible consenso nacional contra el crimen que hasta ahora, increíblemente, no existe, porque la interminable discordia política distorsiona su sentido y aplaza su realización.
Otra prioridad nacional es el crecimiento. Aunque el país crece más que las maltrechas economías europeas y aun que Estados Unidos, la pobreza de decenas de millones de compatriotas es nuestra lacra histórica. Si logramos crecer dos dígitos más, la pobreza podría paliarse, habrá empleo y decaerá la delincuencia. Por añadidura, según diversos órganos especializados, el contexto internacional es inusualmente propicio. Hay que actuar con resolución, como China o India actuaron en su momento, pero el obstáculo no está en los fines sino en los medios. Y allí topamos, una vez más, con la discordia presente.
Un sector amplio de la sociedad reclama la aprobación de reformas estructurales en diversos ámbitos como el laboral y el energético. La izquierda, en términos generales, se opone a ellas. Su postura no es homogénea. Hay voces que declaran su admiración por el modelo venezolano (y aún por el… ¡norcoreano!) mientras que otros voltean con interés hacia el brasileño, donde tres presidencias venidas de la izquierda más pura y dura -la de un ex teórico marxista, un aguerrido líder sindical y una ex guerrillera- han instrumentado exitosos programas de modernización. ¿Por qué no tomó esas banderas nuestra izquierda? Por el apego a un nacionalismo estatista y doctrinario. ¿Por qué no avanzaron las reformas en tiempos de Calderón? Primero, por el veto de López Obrador; más tarde por el frío cálculo del PRI. Ahora que el PRI -según se ha dicho- buscará impulsarlas, habrá que ver si las querellas políticas lo permiten. Si en el PAN prevalece un deseo de revancha, si prende aún más la protesta social de AMLO y si la izquierda parlamentaria cierra filas con él, las reformas, sencillamente, no pasarán. Y una vez más, la discordia política habrá cerrado la oportunidad de crecimiento.
¿Cómo abrir el candado? El pasado autoritario no ofrece ya fórmulas aplicables. Con la pluralidad del Congreso, la autonomía de la Suprema Corte y la libertad de prensa, no hay lugar para "Quinazos" o para la imposición automática y vertical de ninguna reforma. Tampoco cabe esperar un puente de diálogo con la corriente que representa López Obrador. Su divisa no es la violencia física sino la descalificación ideológica basada en una superioridad moral que, a pesar de ser autoproclamada, cuenta con la fe de sectores muy amplios de opinión. Esa corriente no se avendrá jamás a trabajar dentro del presente marco institucional: para ella, la presidencia es ilegítima, el Congreso -nacido de la misma elección- es parcialmente espurio, los jueces son corruptos. En cuanto a las voces disidentes, quienes no están con AMLO están contra él, están contra "el Pueblo" encarnado en él.
El próximo gobierno puede atenuar la discordia si acredita en los hechos la transición democrática interna en el PRI. Será difícil, dada la persistencia de sus dinosaurios sindicales y caciquiles. La misma elección que dio el triunfo a Peña desembocó, paradójicamente, en un referéndum reprobatorio del PRI. Aquí, por buenas razones, la historia remota y reciente pesa mucho. Las tres iniciativas propuestas (dar un rango nacional al IFAI, crear una comisión ciudadana contra la corrupción y establecer un órgano regulador de la publicidad oficial) parecen razonables pero sólo como inicio de un proceso que, de llevarse a cabo, tomará el sexenio entero. Un buen gobierno es la mejor refutación a una oposición cerrada e irreductible.
Otro factor crucial será la relación entre el Ejecutivo y el Legislativo. Si miramos nuestra historia, nunca ha sido buena. En largos trechos ha predominado el Ejecutivo, en períodos más breves el Legislativo, pero no han sabido trabajar juntos. Deben hacerlo para encarar los problemas que nos abruman. El Congreso necesita legitimar su función. El ciudadano repudia los circos parlamentarios.
Pero superar el pasmo es tarea de todos. Debemos dejar de vernos en el espejo discordante (y narcisista) de nuestro pasado remoto y reciente. Hay que abrirnos a la visión madura de las cosas, que es siempre plural y compleja. No conozco mejor camino que debatir públicamente sobre las prioridades nacionales. Hacer que pesen más las razones que el encono.
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.