–¿Saben quรฉ, Cabrones? ¡Este vato es quinto! –gritรณ el Crudo Guajardo, seรฑalรกndome judicialmente con su taco de billar.
Muchas gracias, pinche Crudo. Muchas gracias, ingenua camaraderรญa que esa maรฑana me habรญa llevado a reconocer mi castidad, mientras nos congelรกbamos esperando que se asomara entre los huizaches una codorniz para matarla a escopetazos.
El Crudo, feliz, me seรฑalaba como a un apestado, la boca carcajeante, los ojos diminutos y crueles, alcaparras en su cara de carne tรกrtara. Y felices los Cabrones que entre rugidos, muecas y contoneos se pronunciaron a coro sobre mi virilidad, a la que juzgaron comprometida si no es que nula, quod erat demonstrandum, para dictar despuรฉs sentencia inapelable ya de declararme puto, ya de probar lo contrario desquintรกndome de inmediato con alguna profesional del ramo.
Esto lo facilitaba el hecho de encontrarnos en “La ciudad de los niรฑos”, que es como los jรณvenes de Nuevo Laredo se referรญan afectuosamente a la zona de tolerancia: un pueblo de seis calles retacadas de burdeles, de los postineros a los zarrapastrosos, rodeados por una muralla inexpugnable salvo por el portรณn donde unos gendarmes, previo estรญmulo en efectivo, eran a tal grado tolerantes que veรญan documentos de identidad en cualquier billete de diez pesos.
Habรญa ido a pasar vacaciones con el Crudo Guajardo, cuya familia poseรญa un rancho en el que se me iba a educar en el arte de masacrar fauna local. Las dos veces que lo intentamos fueron un desastre: el desierto estaba tapado de niebla y hacรญa tanto frรญo que las codornices se morรญan solas, sin intervenciรณn de perdigรณn alguno. Y ahora estaba en ese bar pringoso, aromado de meados y petrรณleo, soportando las burlas del jurado por no consumir alcohol y con mi hombrรญa en tela de juicio.
Y claro que estaba en tela de juicio, por una razรณn sencilla: asรญ era entonces. Era 1965, y progenitores y curas y maestros trataban de sucinta cochinada todo lo que estuviera al sur de la media cancha. Y claro que practiquรฉ todas las fantasรญas del manual Freud: me desconcertรณ que las niรฑas no tuvieran pene y temรญ que me quitaran el mรญo; pensaba que los niรฑos se salรญan de la mamรก por el ombligo, como si se volteara un calcetรญn; participรฉ en competencias de ver quiรฉn hacรญa pipรญ mรกs lejos (a veces hasta contra otros niรฑos). En suma: cualquier niรฑo o niรฑa de siete aรฑos sabe mรกs de sexo hoy que yo y todo mi grupo de boy scouts entonces, incluyendo a los guรญas. Vamos, era una รฉpoca en la que hasta segรบn la mรกxima autoridad en la materia (que era la clandestina revista Playboy) ni siquiera se habรญa inventado el vello pรบbico.
El Crudo Guajardo y los Cabrones me arrastraron ruidosamente hacia lo que llamaron mi “primera comuniรณn”. Hacรญa un frรญo estupendo. Las fachadas de los burdeles electrizaban la niebla con zigzags de neรณn prismacolor. รbamos oscuros bajo la noche aterida, rumbo a la callejuela mรกs remota y oscura, pues lo que habรญan juntado entre todos los Cabrones apenas alcanzaba, como dijeron, para una “de las ancianas”.
Ante la silueta tras una ventana, el Crudo y los Cabrones decidieron que estรกbamos ante la sinodal perfecta. La mujer abriรณ la puerta y negociรณ con el Crudo, que me seรฑalaba con gesto desdeรฑoso. La mujer asentรญa y contaba los billetes. Los Cabrones me metieron al cuartucho a empujones, ululando, eructando y exigiรฉndome que pusiera muy en alto el honor de los Cabrones.
Mรกs un cadalso que un cuarto, el sitio era lo mรกs opuesto a la gran ceremonia que habรญa fantaseado. Sobre la cabecera desvencijada de latรณn, rodeada de veladoras, habรญa una imagen enorme de la Virgen Marรญa con su hijito en brazos. El mismo hijito, ya mรกs grande, mostraba su corazรณn con un catรฉter de espinas. Habรญa santitos en todos lados, entre flores de plรกstico y tiras de luces. Un brasero quemaba carbรณn grasoso. Olรญa a tizne y a perfume barato. En una mesa junto a la cama habรญa rollos de papel de baรฑo y muchas fotos de muchos parientes (de ella).
Envuelta en un cobertor a cuadros, la mujer se derramรณ en la cama, cimbrรกndola. A la luz de las veladoras vi su rostro ajado y triste bajo un maquillaje de รณpera bufa. Lanzรณ un suspiro de resignaciรณn, se persignรณ con los billetes, abriรณ la colcha para mostrar su cuerpo realista-socialista, refundido en un corpiรฑo carcelario del que sucesivas lonjas procuraban fugarse, demostrรณ por quรฉ Lรณpez Velarde llamรณ a las vulvas “saรฑudos escorpiones”, y dijo “รณrale, mijito”.
Pero Mijito ni รณrale, ni nada. Mijito, entre curioso y aterrado, ni siquiera decidiรณ: su cuerpo dijo que no y ya. La seรฑora –experta no solo en el arte de fingir cariรฑo, sino en el mรกs difรญcil de la compasiรณn– dijo “no te apures, mijito”, se cubriรณ con su cobija y prendiรณ un cigarrillo. Me ordenรณ que me sentara en la cama y que saltara un poco. La cama chillaba como una carabela naufragando. La mujer tambiรฉn se mecรญa, echรกndole humo a la Virgen Marรญa. Cuando apagรณ el cigarrillo me desarreglรณ la ropa, me despeinรณ y me puso con el dedo una mancha de carmรญn bajo la oreja. “Diles que estuvo muy rico, mijito. Dios que te bendiga y ciรฉrrame bien la puerta.”
El Crudo y los Cabrones me miraban expectantes. Yo me fajรฉ la camisa, me acomodรฉ el pelo y levantรฉ los brazos en seรฑal de triunfo. Los Cabrones soltaron un alarido tribal y me llevaron casi en andas de regreso al billar.
En la noche, ya en el rancho, el Crudo Guajardo me preguntรณ si de veras me habรญa cogido “a esa pinche vieja”. Contestรฉ que sรญ y que tuviera mรกs respeto pues esa seรฑora no era una pinche vieja. El Crudo bostezรณ enfรกticamente y dijo: puto. …
Es un escritor, editorialista y acadรฉmico, especialista en poesรญa mexicana moderna.