Resumen: se sugiere que una red social es un servicio similar a la sanidad o la educación.
El corralito es una tendencia mundial. Argentina, Chipre, Grecia. Ampliando el concepto acuñado por el periodista Antonio Laje se pueden incluir las maniobras del poder para que no bajen las bolsas en China. Rusia tiene corralito por Ucrania y cesan los corralitos de Cuba e Irán. Se habla de corralito en Venezuela. El corralito es un marco mental de hoy: las barreras a los desesperados que emigran porque los matan a tiros o los mata el hambre son corralitos humanos. Hay corralitos para sujetar dinero y corrales para humanos. El corralito estricto afecta a los bancos, enseña a prescindir de ellos, a buscar alternativas: por ejemplo, las criptomonedas.
El mismo internet es un corralito; si te sales de las redes cautivas, incluyendo Whatsapp, que es de Facebook, te quedas aislado. China ha construido un corralito virtual y cada país aspira a controlar la red.
La era de las apps. Una app es un programa que hace algo en dispositivos móviles: tabletas, teléfonos. Hace una sola cosa, soluciona un problema. Ejemplos vivos: Airbnb es una empresa (una app) que permite alquilar viviendas o habitaciones sin intermediarios; revoluciona el turismo. Uber (app) hace lo mismo con los taxis. La app es social: puedes ver las opiniones de otros clientes, sobre el coche y el chófer que contratas pulsando un botón, sobre la habitación de Montmartre que quieres alquilar a un particular. Social app. La vocación de las apps es convertirse en bancos.
Conjetura: todo lo que existe tiende a ser un banco.
Identidades variables. Se puede ser de un país, pueblo, comarca, continente, federación, club, marca, iglesia, partido… No hay límites ni contradicciones. Las identidades se comparten, se solapan y cambian cada día. La identidad se volatiliza igual que las bolsas chinas. No hay adhesión inmutable. La próxima app te puede hacer olvidar tu preferida. Los logos han de ser vagamente iguales, intercambiables. La historia es de plastilina. Podría haber apps con la historia “adaptada” a la carta.
La identidad más fuerte es tu red de contactos, red social. Facebook cada día ensaya algo, un retoque en el algoritmo, un criterio diferente para mostrar tus fuentes, amigos, fans. Cada día cambia. La persona expandida, en permanente contacto con su red de afectos, dentro de un esquema centralizado, de una compañía que cotiza en bolsa. Gratis en dinero, a cambio de tus datos, del rastro de lo que haces y buscas y compartes: tu vida.
Las redes son formas de salirse del corralito (mental, a veces real) de nuestras vidas. Pero también son corralitos ellas mismas: quizá el más férreo paradigma de corralito sea la red centralizada, que te chupa tu vida para venderte cosas. Que no controlas. Que mañana, o ahora mismo, te cambia el criterio de tus amigos. Corralito app. Más pernicioso cuanto más invisible. Mezclado con el afecto. Corral de almas.
Las redes sociales permiten evadir los corralitos obvios, pero nos meten en otro corralito más sutil. Tras Wikileaks, Snowden, incluso los hackeadores hackeados de Hackers Team, damos por hecho que nos espían, que no hay intimidad. La regalamos, nos da igual. A cambio de este flujo inédito de info, emociones, intensidad, likes. Que nos hagan lo que quieran… a mis amigos y a mí.
Ese sacrificio de la intimidad ayuda a que la identidad sea tan efímera, moldeable, fingible. Todo es público. La intimidad global y la identidad como sopa de apps. Las personas físicas, los cuerpos, tenemos que hacer un esfuerzo triple para existir ante los demás: competimos con miles de contactos que se esfuerzan lo indecible, suben fotos irresistibles, vídeos, textos… Cada cual compite con su vida entera.
La red social trafica con nuestras almas y números. Quiere ser nuestro próximo banco. Amazon ya ofrece conceder créditos a ciertos clientes que cumplen con el algoritmo. Nunca sabemos qué nos reserva el algoritmo, qué somos o seremos mañana para él. Esta identidad recién estrenada es precaria por todos lados. La fórmula de la Coca-Cola era secreta. Los algoritmos, igual.
Pregunta: ¿Puede existir una red en la que se pueda confiar?
Siendo que los Estados no consiguen el cariño (adhesión, patriotismo, confianza) de sus ciudadanos, y siendo que la red social es un servicio esencial, podrían ofrecer este servicio: como medio para recuperar algo de la confianza de sus ciudadanos, como fórmula para reiniciar una cierta identidad constitucional ya muy debilitada. Una red social estatal debería ser abierta (software libre, que cualquiera puede ver y modificar el código hasta la última línea), encriptada (imposible o difícil de espiar) y transparente en su gestión. Podría estar basada en la cadena de bloques, la tecnología que fascina a los bancos y bolsas, el invento que propició las criptomonedas, la más notoria, el Bitcoin. Estos requisitos favorecen ya la gestión fácil e inmediata, en tiempo real, definitiva. Esa red pública tendría que ofrecer un botón para importar todo lo que tenemos en nuestra red social actual, incluyendo los contactos. Imaginemos Hispanoamérica entera conectada en su red social, Europa, etc. Es ridículo, claro. Esta red utópica debería ser mundial.
Si se hiciera mal, como se haría, es decir, para vigilar y monitorizar a la población, siempre quedaría el consuelo de que es tu propio Estado, continente, mundo el que te espía directamente, sin necesidad de pasar por terceros… y además el Estado, etc. se ahorraría contratar, como hace ahora, a empresas de hackers. Podría vigilarnos, desde dentro. ~
(Barbastro, 1958) es escritor y columnista. Lleva la página gistain.net. En 2024 ha publicado 'Familias raras' (Instituto de Estudios Altoaragoneses).