Richard Dadd, artista y asesino

Richard Dadd creía poder reconocer a los agentes de Satán y se dedicaba a asesinarlos; encerrado en el manicomio, pintó unos cuadros impresionantes. 
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Richard Dadd (1817-1886) vivió más de cuarenta años y hasta su muerte en un hospital psiquiátrico de Londres donde hizo hizo una serie de detalladísimos cuadros habitados por hadas, duendes, elfos, gnomos y dioses celtas como Oberón y Titania, ahijados por Shakespeare en el Sueño de una noche de verano; cuadros de refinada si bien no genial técnica pictórica que hoy se hallan en pinacotecas privadas y públicas, y en álbumes de arte fantástico (por ejemplo, The Book of Fairies, de Beatrice Phillpotts, ed. Ballantine, Nueva York, 1979).

Dadd no fue retenido en el asilo por practicar su pintura fantástica de maniático detallismo “realista”, sino por tener además otra vocación: la de corregir, matándolos, a los seres sospechosos de ser agentes de Satán. En 1843, a sus 26 años y después de un par de fallidos atentados contra amigos y desconocidos, había asesinado a su padre, en quien creía percibir una “mirada satánica” hasta durante el tranquilo five o’clock tea.

La obra maestra de Dadd quizá sea The Fairy-teller’s Master Stroke (digamos, “El golpe magistral del cuentista de hadas”), en la cual cada figura sería un huésped habitual de un ámbito alucinado. El menor detalle de esa composición, habitada por esa muchedumbre de personajes y animales diminutos escondidos en la feraz y feroz vegetación, fue pintado con la minucia de un mero ilustrador que registrase solamente “lo visible”.

En el cuadro entero, la profusa vegetación, vista desde el nivel del suelo, según la mirada de un escarabajo o una hormiga, dificulta el recuento de las figurillas presentes, pero cuando creemos haber visto todas surge una más como burlándose de nosotros. Acaso Dadd creía reales a esos personajes que habrían pasado de lo maravilloso a lo siniestro mediante una ¿benigna o maligna? presencia, y los pintaba tal como “los veía” con ojos aleccionados por las obras de Dante, de Shakespeare y de un pintor amateur y también desquiciado: el poeta William Blake.

El cuadro quizá aporte al psicoanalista una profusión de observaciones clínicas del mayor interés, pero es también interpretable desde la simbología y no solo desde el inevitable psicoanálisis. Tiene tensión dramática: ese sobrenatural gentío parece esperar, con acaso cómplice serenidad, un suceso atroz, y esa espera confiere al conjunto la tensión trágica, tanto más acentuada por cuanto Dadd es solo un hábil ilustrador, y el poder poético del cuadro se deba a que lo inquietante surge como de una inocente “lámina” de libro para niños.

La fría objetividad de la visión y la tensión de la espera hacen que allí, tras la aparente calma, se enlacen y confundan lo visible y lo invisible. Es la obra poética de un pintor muy mediano que se volvió visionario por haber vivido en posible estado alucinatorio. El asunto del cuadro insinúa la inminencia de un crimen, y uno de las más bárbaros: el asesinato a hachazos. Miremos bien: en un claro central de ese abigarrado y casi idílico pero inquietante territorio pululante de vidas minúsculas, el hombre visto de espaldas alza el hacha para descargarlo hacia una gran castaña… o tal vez lo alza amenazando al viejo gnomo barbado y temeroso que se halla enfrente, en el lugar más visible del cuadro. ¿El hombre del hacha quiere solo partir la castaña, o intenta partir la cabeza al barbado anciano de mirada colérica? No sería mero delirio de interpretación la sospecha de que Dadd ofrecía un testimonio tan directo como metafórico de su parricidio, y que acaso sabía lo que habría dicho un maestro en retratar flores, demonios y fantasmas: el japonés Hokusai, quien pintaba el sereno monte Fuji y también un mar de olas alzadas como garras de inmensa bestia:

“No es difícil trazar formas imaginarias, figuras monstruosas, apariciones alucinantes; lo difícil es lograr entrever en la mera naturaleza algo invisible aunque muy fuerte que anima a los seres y las cosas del mundo visible”.

 

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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