ACADEMIA
1. Espacio del mal
2. Como sustantivo, su uso implica desprecio, como en: “mira, allí va un académico”
3. Como adjetivo, su uso implica juicio despectivo, como en: “trabajo académico”, “lenguaje académico”, y “carrera académica”
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Nada ilustra mejor las frustraciones y los vicios del mundo literario como la sátira académica. Ya sea en columnas semanales, en charlas de café o en ocurrencias frente al micrófono del festival literario en turno, hablar mal de la academia es una marca de comunidad entre la gente que se dedica a escribir y a leer –como los académicos.
La diferencia radica en la oposición de dos tipos de escritura supuestamente antagónicos: la escritura creativa y la escritura académica; sin embargo, lo tajante de tal distinción y la dificultad de justificarla provocan que la sátira se convierta rápidamente en discurso anti-intelectual que basa sus argumentos en la multiplicación de lugares comunes, porque para eso existen los tópicos: para usarlos cuando uno no tiene ganas de pensar.
Pero si nos detenemos a pensarlo un poco, la mayoría de los señalamientos en contra del trabajo académico podrían perfectamente aplicarse al oficio de escribir literatura, en particular en lugares como México, donde el antiguo orden de castas coloniales se mantiene vivo en forma de aristocracias culturales y artísticas que ya no heredan tierras, cargos públicos ni títulos nobiliarios, sino útiles contactos e incluso talento. Criticar el mundo académico por gregario, hiperespecializado e inútil mantiene la ilusión de que la vida del escritor se rige por reglas distintas, ajenas a estos vicios.
A finales del año pasado, por ejemplo, Sergio González Rodríguez calificó el libro El capital en el siglo XXI de Thomas Piketty como “el libro inútil de 2014”. Su explicación: “664 páginas de lugares comunes que cabrían en una sola”. No hay modo de analizar sus razones: si fuera cierto lo que dice, ¿realmente caben tantos lugares comunes en una sola página?; si fuera exagerado, ¿no se puede decir lo mismo de cualquier libro, simplemente ajustando el número de páginas? Lo curioso es que el libro elegido para representar “lo inútil” sea un libro académico, y que además venga en una lista de los mejores libros del año, quizá el sub-género inútil por excelencia del periodismo cultural contemporáneo.
La idea de que la academia está poblada por farsantes que publican un libro de 664 páginas llenas de lugares comunes no es nueva. Un cómic de Randall Munroe titulado “Impostor” ilustra bien este vicio. Se trata de averiguar cuánto tiempo tardan una serie de estudiantes de posgrado en darse cuenta de que el personaje no es especialista en su campo de estudio: una estudiante de ingeniería tarda cuarenta y ocho segundos; a los lingüistas les toma sesenta y tres segundos; a un par de sociólogos, cuatro minutos; y finalmente, a un estudiante de literatura se le ha podido engañar durante el tiempo suficiente para publicar ocho artículos y dos libros:
Y sí, es gracioso. Y muchas veces es también cierto, pero el cómic carece de algo que por desgracia sí hay en el juicio del libro inútil: cierto tono de superioridad característico del discurso literario contra la academia. ¿Si nadie calificaría seriamente una novela o un poema como artefactos inútiles, por qué sí decirlo de lo que escribe un profesor universitario? ¿Cuánto tardaría un grupo de escritores en averiguar que hay un infiltrado entre ellos? ¿Importa?
De entre las muchas cosas que se dicen sobre y en contra del trabajo académico, hay tres que me gustaría comentar brevemente.
1) El mito de la academia como práctica uniforme
La representación del académico como una persona ajena al mundo es una mezcla del arquetipo de escribano medieval y el ratón de biblioteca en el que pensaban nuestros abuelos, pero aún así se habla de “los académicos” siempre en general –igual que se habla de “los críticos”– como si el trabajo de enseñar e investigar en la universidad fuera uno solo, independientemente del campo, disciplina o país en el que se trabaje. Esto es tan ingenuo como hablar genéricamente “la literatura” o “los escritores”:
–Oye, ¿y a ti te gusta leer?
–Sí, claro, mucho.
–¿Y qué lees?
–Libros
–¿Pero qué libros?
–De literatura
–¿Pero de qué tipo?
–Pues literarios
–¿Y tienes escritor favorito?
–No, me gustan todos los escritores que escriben literatura
Escritores y académicos comparten actividades profesionales: ferias del libro y congresos; artículos en revistas especializadas, de divulgación y en periódicos. Comparten, también, una práctica que va en contra de la tendencia de pensar que las únicas actividades legítimas son las que ayudan a acumular riqueza y poder y que, por tanto, pueden justificarse como útiles. Comparten, también, una idea más compleja del mundo que va más allá de dos reacciones viscerales entre lo que amamos y lo que odiamos. Y sin embargo, al parecer “escribir” y “escribir”, “pensar” y “pensar”, no son lo mismo, lo que me lleva al siguiente punto.
2) El mito de la jerga académica
–Ayer leí la última novela de fulanito
–Y ¿qué te pareció?
–Es malísima: no se entiende, está mal escrita y es completamente inútil
–Pues qué esperabas, si así escriben los escritores.
–Sí, ya no vuelvo a leer escritores.
La queja constante indica que la prosa académica y/teórica no se entiende o que no tiene sentido. Aunque muchas veces el argumento se usa para atacar veladamente lo que se dice y no cómo se dice, este prejuicio resulta un tanto anacrónico para hablar de las muchas maneras en que los académicos escriben actualmente. Sí, aún hay muchos profesores que trabajan como se trabajaba en los inicios de la época estructuralista, o que se dedican a “analizar” y a encontrar sentidos ocultos en textos, o que no saben más de lo que su escritor favorito escribió. Pero también hay muchos más que han encontrado nuevos modos de pensar y escribir gracias a teorías recientes y al trabajo interdisciplinario. Ejemplos al final de esta entrada.
3) El mito del impacto limitado del trabajo académico
Si un académico publica artículos en revistas especializadas o libros en editoriales universitarias, su trabajo, según el lugar común, pasa inadvertido aunque presente su investigación en congresos y ejemplares de su trabajo se encuentren disponibles en las bibliotecas de cada universidad del país y en bases de datos en internet. En cambio, si una persona publica su primera novela en una editorial independiente, con un tiraje de 300 ejemplares, que además se consigue sólo una vez al año en la feria de editoriales independientes y en algunas otras ferias del libro: ¡qué gran debut literario!, el acontecimiento merece que saturemos nuestras redes sociales con tan relevante y pública noticia.
Hay, evidentemente, un doble estándar para juzgar la escritura del académico y del escritor en relación con lo público, y una confusión entre el concepto del público y de lo público, un conflicto que apenas he delineado aquí, pero que merece mucha más atención.
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Hace algún tiempo, un buen amigo propuso que pensáramos en tres libros que pudieran interesarle a un lector no acostumbrado a textos académicos (de humanidades). Aquí propongo tres libros –uno sobre literatura, otro sobre lengua y filosofía, otro sobre arte– que por su relevancia y su claridad desbaratan cada uno de los tres mitos que he comentado:
1. Sobre el libro Pequeña ecología de los estudios literarios. ¿Por qué y cómo estudiar la literatura? de Jean-Marie Schaeffer (trad. Laura Fólica, FCE, 2013), más o menos lo que tenía que decir lo dije aquí.
2. Daniel Heller-Roazen, Ecolalias (trad. Julia Benseñor, Katz Ediciones, Argentina, 2009).
Publicado originalmente en inglés en 2005 por la editorial Zone Books, este libro es una historia de la lengua que analiza las maneras en las que aprendemos a hablar desde el punto de vista del olvido. La premisa es que para hablar una lengua es necesario olvidar nuestra capacidad de hablarlas todas. El autor da clases en Princeton, es un genio y es un gran escritor. Aquí hay un pequeño adelanto, suficiente para enganchar a quien se deje .
3. No es un secreto que mucha de nuestra experiencia con el mundo parte de criterios afectivos y, muchas veces, dicotómicos –lo que me gusta o no me gusta, lo que amo y lo que odio–, y la experiencia artística no está exenta de esto. Es una pena que no se haya traducido aún, pero el libro Our Aesthetic Categories: Zany, Cute, Interesting (Harvard University Press, 2012), de la profesora de Standford Sianne Ngai, es un estudio sobre las maneras en que nos relacionamos con el arte en esta época normada por el consumo capitalista.
Es profesor de literatura en la Universidad de Pennsylvania, en Filadelfia.