Sobre el origen del Frente Nacional de Francia

Los resultados de las últimas elecciones regionales francesas obligan a preguntarse por la importancia del Frente Nacional y sus ideologías en el panorama político. 
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Ya se asentó el polvo de la derrota del Frente Nacional (FN) en las últimas elecciones regionales de Francia, el partido considerado de ultraderecha. Recapitulemos: su líder Marine Le Pen, que consolidó más del 40 por ciento del voto en su región, perdió la contienda de diciembre por Nord-Pas-de-Calais-Picardie pero solo tras enfrentarse a una desesperada coalición ad hoc de sus dos mayores oponentes. Ni siquiera la repartición más o menos ecuánime de las trece regiones de Francia por los dos partidos tradicionales pudo ofuscar el éxito estratégico que sigue teniendo el FN en el terreno ideológico de Francia.

El sistema de dos rondas electorales previno la obtención de una sola región por el Frente pero aun así quedó en evidencia que la ecuación política del país había cambiado. En las urnas los partidarios de los Socialistas (partido de centro-izquierda) tuvieron que vestirse de Republicanos (de centro-derecha), quienes a su vez buscaron maquillarse con los colores del FN para no perder ni un punto porcentual de apoyo electoral. En esta elección quedó claro que el centro gravitacional político de la República francesa se movió de manera decisiva hacia el terreno ideológico del Frente Nacional.

A pesar de la línea directa trazada entre los atentados terroristas del 13 noviembre pasado y el aumento de apoyo al partido de Le Pen, el fenómeno parece haberse establecido más allá del ciclo electoral. Tras los ataques el Presidente Socialista François Hollande le declaró la guerra al terrorismo y cerró fronteras. El líder de la oposición Republicana Nicholas Sarkozy propuso monitorear electrónicamente a la población musulmana del país. Pero la evidencia más amplia apunta a que éste fue solo un factor contribuyente más. La política tradicional de Francia, asechada por la creciente sombra del FN, se ha ido deslizando hacía el lepenismo desde hace años; todo sin cosechar mejores resultados electorales.

Aunque no lo quieran aceptar, a la larga, los partidos tradicionales (en Francia y en el mundo) se enfrentan a una lucha cuesta arriba. Por lo tanto el 2016, ya con los discursos de campaña atrás, deberá servir como un año de seria introspección. Deberá ser el año en cambie el enfoque: de preguntarse por la ascendencia del Frente Nacional a cuestionar la falta de resonancia de los partidos tradicionales; la pregunta deja de ser ‘¿cómo es que Le Pen ha conquistado tanto terreno electoral?’ para dar paso a una pregunta más autocrítica y generalizada: ‘¿Por qué los partidos tradicionales han cedido tanto terreno a la ideología de los extremos?’

Quizás el ‘pecado original’ epistemológico que mejor ilustra cómo las democracias liberales fueron vulneradas por políticos como Le Pen ocurrió en 1989. Fue el año cuando, entusiasmado por la caída del Muro de Berlín, el malaventurado politólogo Francis Fukuyama escribió El fin de la historia. Criticado hasta el límite de la burla, sus detractores lo convirtieron en sinónimo de la ingenuidad liberal. Fukuyama argumentaba que tras la caída de la última gran metanarrativa histórica –el Comunismo–, la democracia, el libre comercio y los valores liberales en general se volverían normas globales hasta hacerse imperceptibles por su supremacía, una segunda naturaleza. Sería una era de inercia ideológica. Contemporáneos y colegas del politólogo, intelectuales y políticos de todas estirpes, junto con todo estudiante de política de las décadas posteriores, abusaron de este ‘hombre de paja’ intelectual, pero al asentarse el polvo del siglo XXI surgió un mundo que parecía ser gobernado por Fukuyamas en todo menos en nombre.

En Europa el desuso de grandes narrativas en la política tradicional solía ser un aspecto benéfico dentro del contexto de la región. Históricamente el trauma de una Guerra Fría y dos guerras mundiales hicieron que el continente le diera la espalda a cualquier alternativa considerada demasiado extrema. Por consecuencia se volvió políticamente necesario tender hacia el centro; de ahí surge el partido atrapa-todo. Su deseo fundamental ha sido el de evitar el uso de políticas o hasta de lenguaje (la corrección política tan criticada por Le Pen) que resulte ofensivo a oídos de ciertos grupos de electores. El resultado ha sido el surgimiento del lenguaje tecnocrático en el gobierno, así como la evasión de postulaciones ideológicas en la implementación de políticas públicas. La política dejó de ser política y se volvió plenamente administrativa.

Cuando todo va bien y la economía crece y hay empleo y las calles amanecen limpias, la gente consiente que el tecnócrata continúe su tarea ininterrumpidamente. Pero el mundo del 2016 no vive esa realidad. La economía global sufre un estancamiento generalizado desde la Gran Recesión de la década pasada del cual ahora ya ni el crecimiento económico chino nos puede salvar. Frente a esta situación, primero el gobierno del conservador Sarkozy y luego el del socialista Hollande han pedido a sus compatriotas aceptar a éste como el nuevo estatus quo para seguir administrando el Estado en más o menos la misma manera en la que lo gobernaban antes de la crisis. Frente a los 6,000 refugiados en el puerto de Calais, la ya crónica tasa de desempleo en cifras de dobles dígitos, y las crisis fiscales y políticas a nivel nacional y europeo, esta decisión es tomada al parecer más con resignación que por convicción. Lo peor es que las políticas económicas, de seguridad e inmigración que aplica el Gobierno francés podrían ser las indicadas a largo o mediano plazo, pero ya nadie parece creer en sus proyectos de Estado. El fin de la metanarrativa histórica deja a los políticos tradicionales sin discursos alternos frente a una Europa que enfrenta una encrucijada existencial. Es en este contexto que entra en escena la figura de Le Pen y su poderosa voz alternativa.

De los profundos problemas que enfrenta Francia, Marine Le Pen y el Frente Nacional son meramente sintomáticos, síntomas de la vaciedad ideológica y discursiva del establecimiento francés. La solución no está en moverse bruscamente hacia un extremo u otro sino en redescubrir porque los partidos tradicionales valoraban sus propios valores fundacionales desde un principio. Aunque parezca un oxímoron, se puede ser de voz radical sin ser de ideología extrema. Descubrir esa voz consiste en encontrar un discurso que convenza al pueblo francés que confíe en ellos no por ser los menos peores –como lo hicieron en estas elecciones regionales–, pero porque su visión del futuro de Francia se basa en principios sólidos que ven más allá de las oscilaciones de las encuestas mensuales o de los caprichos trimestrales del mercado.  

Expresiones esperanzadoras de esta tendencia están empezando a surgir a nivel global. Las vemos en las recientes elecciones de España. Está en la reacción del pueblo latinoamericano que ha tomado las riendas del radicalismo centrista –clamando por el fin de la corrupción y un mejor gobierno. Está en el gobierno Liberal de Justin Trudeau, quien en contracorriente de la histeria antinmigrante islamofóbica, recibió personalmente los primeros refugiados sirios en llegar a su nuevo hogar. Entre los franceses hay muchos y mejores ejemplos que Marine Le Pen para ilustrar el poder de una buena cosmovisión movilizadora. Francia fue el país que nos dio la frase liberté, égalité, fraternité; la expresión fundacional de toda democracia moderna, acuñada como un concepto fundamentalmente radical.

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(ciudad de México, 1991) es escritor e historiador.


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