Temporada de caza

Poseídas por un espíritu rebelde, Nadia, Masha y Katya, integrantes de Pussy Riot, entraron a la catedral rusa ortodoxa del Cristo Salvador en Moscú. Ahora esperan sentencia por “hooliganismo”, “gamberrismo” o “vandalismo”.
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Nadezhda Tolokonnikova, Maria Alekhina y Ekaterina Samutsevich –Nadia, Masha y Katya– son tres de las integrantes de Pussy Riot, un colectivo que se formó, según sus integrantes, en septiembre de 2011, “luego de que Putin anunciara que pretendía volver a ser presidente y tiranizar Rusia durante al menos doce años más”. Estas mujeres, y otras, formaron este grupo “militante, punk y feminista” buscando movilizar “toda la energía pública acumulada contra los corruptos malvados de Putin”.

En inglés, la palabra “Pussy” designa tanto a un gato como al órgano sexual femenino. “Riot” significa “motín”. El nombre del colectivo tiene un sentido abiertamente transgresor: “El órgano sexual femenino –sigue diciendo una integrante del grupo–, que se supone que debe ser algo meramente receptor, de repente empieza una rebelión radical contra el orden cultural. Los sexistas tienen determinadas ideas de cómo debería comportarse la mujer, y Putin, por supuesto, también tiene un par de ideas de cómo deberían vivir los rusos. Luchar contra todo eso. Eso es Pussy Riot”. Aun así, una traducción más amable, “Gatitas Rebeldes”, les había servido para ahorrarse problemas con la policía secreta.

Poseídas por este espíritu rebelde, el 21 de febrero de este año Nadia, Masha y Katya, junto con otras integrantes de Pussy Riot y algunos camarógrafos y fotógrafos, entraron a la catedral rusa ortodoxa del Cristo Salvador en Moscú. Cubiertas con pasamontañas de colores, ejecutaron un “salvaje baile” en el altar –área rigurosamente reservada para los sacerdotes–, levantando las piernas y brincando al tiempo que entonaban un cántico que decía “Madre de Dios, echa a Putin”. Nadia y Masha fueron arrestadas el 3 de marzo, y Katya días después, bajo un cargo que los medios han traducido como “hooliganismo”, “gamberrismo” o “vandalismo”. El 4 de marzo, Putin fue elegido presidente otra vez.

Las tres jóvenes han permanecido encarceladas desde entonces, en espera de un juicio que comenzó el pasado 30 de julio. A mediados de ese mes, la juez que lleva el caso autorizó que esta detención preventiva se prolongara seis meses más. Masha y Katya son madres de niños pequeños a los que no han podido ver desde su arresto. A sus abogados defensores se les ha impedido analizar con detenimiento el expediente judicial, de más de 2,800 páginas. Apenas el 1 de agosto, las tres denunciaron las condiciones de su detención: se les impide dormir lo suficiente, se les alimenta mal y se les somete a larguísimas audiencias. “Apenas estamos conscientes”, aseguró Nadia. De ser encontradas culpables, podrían pasar hasta siete años en prisión.

Todos los elementos anteriores hacen pensar en una cacería de brujas, pero el asunto no para ahí. El manejo del caso hace pensar que se busca un castigo que sirva como ejemplo a otros grupos opositores a Putin, especialmente si se trata de grupos feministas y femeninos. El fuerte componente religioso le imprime otro cariz.  La decisión de escenificar la protesta se tomó luego de que el patriarca Cirilo de la Iglesia Rusa Ortodoxa llamara a votar por Putin. Fue una protesta contra la intromisión de la Iglesia en la política. “"Nuestros motivos fueron exclusivamente políticos. No somos enemigos de la cristiandad. Queremos que los creyentes ortodoxos estén de nuestro lado, del lado de los activistas que se oponen al autoritarismo", dijo Nadia en los primeros días del juicio. La fiscalía parece empeñada en demostrar lo contrario. La acusación del gobierno dice que las tres mujeres habrían llevado a cabo “una humillación sacrílega de principios milenarios dirigida a infringir heridas más hondas a los cristianos ortodoxos”, “una profunda ofensa y humillación de los guías religiosos de los creyentes”; que habrían “agitado caóticamente los brazos y las piernas, bailando y saltando… todo con la meta de causar una resonancia negativa, aun más insultante, en los sentimientos y las almas de los creyentes”.

Según la fiscalía, hay personas afectadas por los hechos de la catedral, que habrían sufrido daños emocionales a consecuencia de lo ocurrido. Los abogados de una de estas personas declararon, en entrevista retomada por The New Yorker, que detrás de Pussy Riot “se esconden los verdaderos enemigos de nuestro Estado y de la cristiandad ortodoxa”. Compararon el caso de Pussy Riot con el ataque a las Torres Gemelas, concluyendo que ambos tienen al mismo responsable: “En el primer caso fue un grupo satánico, y en el segundo fue el gobierno global. Pero en su nivel más alto ambos están conectados: por Satanás”. Más recientemente, Oleg Ugrik, un testigo de la parte acusadora dijo, en declaracionesdifundidas por las agencias rusas, “Ellas vinieron al templo para declarar la guerra a Dios y a la Iglesia Ortodoxa Rusa […] Son lobos con piel de cordero. Ellas mismas se han abierto las puertas del infierno”.

En las primeras páginas de Las brujas de Salem, el recuento teatral de Arthur Miller sobre los juicios por brujería que se llevaron a cabo en el poblado de Massachusetts, Putnam, terrateniente y padre de una joven víctima de brujería, le dice al ministro Parris, cuya hija sufre de la misma aflicción: “Ahora mire, señor. ¡Láncese contra el Diablo, y el pueblo lo bendecirá! Baje, hable con ellos, rece con ellos. ¡Están sedientos de su palabra, señor! Seguro que rezará con ellos”.

Parris era el nuevo párroco de la villa de Salem cuando aquellos eventos ocurrieron. En la obra, sus reparos para dirigirse a su parroquia tienen que ver con el hecho de que su sobrina Abigail es una de las poseídas, y teme que, al admitir que el Diablo ha estado en su propia casa, el pueblo se lance contra él.

Las primeras víctimas de “brujería” en la villa de Salem aparecieron en el invierno de 1692: Betty Parris, Abigail Williams, Ann Putnam y Elizabeth Hubbard. Pronto se arrestó a tres sospechosas: una esclava de origen africano, una pordiosera y una mujer que no solía acudir a la iglesia y que se había casado por segunda ocasión. Como reguero de pólvora, surgieron nuevos casos de brujería, que trajeron nuevas acusaciones. Para cuando el asunto terminó, en mayo de 1693, habían sido colgadas 19 personas, y otras 8 condenadas a muerte. 50 habían confesado ser brujas, 150 estaban en prisión, y 200 más habían sido acusadas, todo esto por órdenes de una Corte Especial encabezada por el gobernador de Massachusetts.

No fue la primera cacería de brujas de la historia, pero sí una de las más famosas. Todos los elementos clásicos de este género de impartición de justicia estaban presentes: las acusaciones basadas en testimonios inciertos, en estereotipos sociales, en pruebas obtenidas de manera dudosa; la intolerancia religiosa y el temor al castigo divino como telón de fondo; la existencia de pleitos terrenales (los historiadores han apuntado coincidencias entre las pugnas por los derechos de propiedad de las tierras con la geografía de las acusaciones) que, de alguna forma, encuentran reparación (y representación) en la lucha contra el Mal. Lanzarse contra el Diablo, como insinúa Putnam, suele ser un expediente eficaz para unir a poblaciones temerosas.

La prensa internacional ha hablado extensamente del caso Pussy Riot. El embajador de Estados Unidos en Rusia expresó su preocupación ante el trato que se les ha dado. Músicos como Peter Gabriel y los Red Hot Chili Pepperes han pedido su liberación, y Amnistía Internacional las considera presas de conciencia. La respuesta del gobierno ruso ha sido silenciosa pero transparente: ninguna de las protestas ha sido atendida, y con cada día que pasa el juicio se confirma como una farsa destinada a granjearle a Putin el apoyo de los sectores más conservadores de la sociedad rusa. Las brujas no serán colgadas, los tiempos han cambiado. Pero seguirán siendo brujas.

 

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es editor digital de Letras Libres.


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