Tú no eres como los otros españoles

La identidad es más azarosa, ambigua y personal de lo que solemos pensar, y de lo que les gustaría a quienes viven de promover una versión simplificada.
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Hace unos años, uno de mis primos, que se había ido a Japón para rodar un documental sobre el contraste entre la visión que teníamos de ese país en Occidente y cómo era ese país en realidad, se encontró con otro de mis primos, que estaba en Japón de viaje de novios. Fue un encuentro casual. Ninguno de los dos sabía que el otro estaba también ahí. Unas semanas antes, se habían tomado unas cervezas juntos en las fiestas del pueblo turolense del que ambos son originarios. Entre las casas de las dos familias hay unos doscientos metros de distancia. Los abuelos de uno de mis primos emigraron a Zaragoza, la ciudad más importante de Aragón. Los antepasados del otro emigraron a Barcelona, como muchas otras personas del pueblo, que luego se casaron allí con catalanes, extremeños, andaluces o aragoneses. A veces la decisión sobre el destino elegido era arbitraria. En muchos casos, cuando los abuelos se hacían mayores, pasaban temporadas en Zaragoza, en Barcelona y en el pueblo, según donde hubieran emigrado los hijos.

Recuerdo ese encuentro a menudo cuando pienso en el movimiento independentista catalán. Hace unos días pregunté a mis dos primos. Uno, el zaragozano, que trabaja para una empresa catalana, mostraba una sensación de perplejidad. El otro me expresó por escrito su indignación con el gobierno español. Mi primo y yo nos llevamos bien y coincidimos en muchas aficiones. Su tono era cariñoso. Exponía sus razones con pasión pero también con afecto. Explicaba: “Pero cuando unos energúmenos al poder se dedican a despreciar tu cultura, historia y a maltratar las decisiones políticas para con tu territorio de forma sistemática; adiós muy buenas”. Mi primo nació en los años ochenta, en un país democrático europeo. Cuando hablaba de su historia y de su cultura, empleaba una noción bastante reducida. Y, aun así y a pesar de ejemplos lamentables, ese “desprecio” no es algo que pueda defenderse fácilmente con datos. También es más sencillo aceptar la premisa del “maltrato de las decisiones políticas” si no tenemos en cuenta que estas fueran o no legales.

Pero lo que más me llamó la atención fue el tono. Era dialogante y casi cómplice. Yo percibía: “Tú no eres como los otros españoles”. No se trataba de separarse de mí o de los que eran como yo, sino de los otros españoles que no tenían arreglo: no debía tomármelo como algo personal. Al principio, me pareció halagador. Pero luego empecé a sentirme incómodo. No sabía quiénes eran esos otros españoles, ni por qué debería distinguirme de o identificarme con ellos. ¿Quiénes eran, exactamente? ¿En qué momento podía yo cometer un desliz y convertirme en un español como los demás? Pensé que quizá fuera simétrico; a lo mejor yo hacía lo mismo con él. Eso me incomodó todavía más.

Todos tenemos de vez en cuando la tentación de juzgar a los demás de acuerdo a una sola característica. La historia, que según leí el otro día nos enseña los viejos errores para que podamos cometer nuevos, ha dado ejemplos que alertan contra esa actitud que también se encuentra en el racismo o del nacionalismo. Philip Pullman ha escrito:

Creo, con bastante apasionamiento, que lo que somos en verdad es cuestión privada, algo casi infinitamente complejo y ambiguo, interno y externo al mismo tiempo, y de naturaleza doble, o triple, o múltiple, y en gran parte misterioso, incluso para nosotros mismos; y, además, que lo que somos es solo una parte de nosotros, porque la identidad, a diferencia de la ‘identidad’, debe incluir lo que hacemos. Y me parece que encontrarse, en todos los aspectos de esta complejidad, reducido a ojos del público a una propiedad que aparentemente incluye todas las demás (‘gay’, ‘negro’, ‘musulmán’, lo que sea) equivale a ser víctima de una extraordinaria vulgaridad intelectual. Literalmente vulgar, de ‘vulgus’. Pensamiento de muchedumbre.

Esa misma tentación puede llevar a la exclusión de aquellos de tu grupo que no cumplen las condiciones necesarias. Aunque todos conocemos instancias terribles de esa tendencia siniestra, prefiero elegir una ridícula y aparentemente inofensiva: el otro día leí en un periódico de mi ciudad que “la jota somos nosotros, los aragoneses” y pensé consternado que a lo mejor tampoco yo era como los otros aragoneses. Pero, como recuerda Sebreli en El asedio a la modernidad, nadie lo es: los ingleses revolucionarios del siglo XVII se convirtieron en el paradigma de la estabilidad más tarde; la Francia que era el ejemplo de la monarquía absoluta y la hija mayor de la iglesia se convirtió en el referente de la revolución y el laicismo; los belicosos escandinavos construyeron Estados pacíficos y solidarios. La identidad es más compleja, azarosa, ambigua y personal de lo que solemos pensar, y de lo que quieren hacernos creer quienes se dedican a promover una versión simplificada.

Uno de los personajes de El mundo libre de David Bezmozgis dice, tras vivir en la Unión Soviética y en Israel: “He sido ciudadano bajo dos utopías. Ahora tengo expectativas modestas. Básicamente, quiero el país que tenga menos desfiles”.

[Imagen: Víctor Lax.]

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Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).


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