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Un recio tropel de piedras que se quiebran, parcas, sordas, desde la oscura profundidad del suelo. Parcas sordas. Una invasión de termitas invisibles y voraces que en estampida todo minan. En vano intento describir un sonido que en esencia es amenaza.
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El sueño protege al sueño. Cuando se lleva tres noches casi en vela es natural que uno intente incorporar al sueño cualquier ruido que ponga en riesgo el descanso. Pero el escándalo de un terremoto no se puede asimilar.
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El subsuelo, los edificios, las paredes y los techos, los muebles y las lámparas que penden, los objetos que caen y se revientan. Todo suena. Y el tiempo se dilata. ¿Estoy despertando de mi sueño o también de otro sueño más atávico, el de los afanes de verticalidad y solidez?
En el impasse se extiende una inconmensurable sensación de horror y extrañeza.
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El terror descarga adrenalina. Pienso, recuerdo, hago cálculos a una velocidad desorbitada. Está temblando, me digo. Y eso me tranquiliza.
Los mexicanos estamos habituados a los sismos. Nos los colgamos como medallitas. Pero Karen es belga y ella se ha quedado en casa con nuestro hijo de tres meses.
Estiro la mano para llamar y decirle que estoy bien. Pero la línea está cortada. O no acierto a discar correctamente (¿era primero el 9 o el 0?). Tal vez debido al bamboleo disco erróneamente. Enciendo la luz. La lámpara titubea. Antes de que se apague veo que la pared se agrieta. Una nube de yeso flota en la habitación.
Esto no es un temblor más.
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Los mexicanos estamos acostumbrados a los temblores. Pero no se puede estar habituado a un terremoto. Y es aterrador el momento en que descubres la diferencia.
Seguramente los especialistas tienen formas precisas para describirla. Para mí es la dilación que me permite presentir mi muerte. Ser uno de esos números impersonales que fagocitan los noticieros. Tan tan aquí se acabó mi historia. En cama ajena. Lejos de los míos. Ya no seré en palabras sino en cifras.
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Sobrevivir a un sismo tiene mucho de azar. Lo aprendí en septiembre de 1985, durante el terremoto de la ciudad de México. Algunos que huyen despavoridos acaban prensados en la escalera. Otros perecen paralizados por el pánico.
Si todo es riesgoso, es mejor elegir lo propio. Hacer lo que uno sienta. O pueda. Estoy en un quinto piso, tengo un esguince, no puedo correr ni sabría hacia dónde.
Hago cálculos. El terremoto ya pasó pero la pesadilla apenas comienza. Vislumbro los días subsecuentes. Salgo de la habitación con el pasaporte, la cartera y las muletas que la tarde anterior había conseguido. Lo primero es lo imprescindible para volver. Lo segundo escaseará en pocas horas. Antes de cerrar la puerta regreso por los zapatos. Imagino el piso lleno de escombros y cristales. Conviene evitar otra herida.
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Si la civilización es aquello que construimos para reducir la incertidumbre, vivir un sismo en un hotel es confrontar de manera extrema las culturas. En el pasillo me encuentro con una pareja de suecos desquiciados. Sus caras no revelan sólo susto, están enojados contra estas tierras indómitas e imprevisibles. Un encono que aflora de súbito pero viene de antiguo.
Si estuvieran viendo las noticias en el plácido sillón de su hogar, tal vez incluso se habrían compadecido de los pobres chilenos, pero ahora son una víctima más. Y eso les resulta imposible de aceptar.
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¿Es esto un terremoto?, pregunta Teresa Colomer; parece ingenuo pero no lo es. En su natal Barcelona sólo se conoce de los sismos a través de las noticias. Por propia experiencia sólo muy pocos podríamos contestar. ¿Cuántas personas hemos vivido dos o más terremotos? Como tantas otras cosas, los movimientos telúricos están desigualmente distribuidos. Y son las vivencias previas las que determinan nuestras reacciones.
Los mexicanos nos consideramos expertos. Pero ¿para qué me ha servido la experiencia? En 1985 estar habituado a los sismos me impidió imaginar la magnitud del desastre en la ciudad de México. En 2010 la experiencia del 85 me hace suponer una ciudad devastada y cientos de miles de muertos. Sé que el hecho de sobrevivir no es garantía de que la ciudad esté en pie.
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–Ha pasado algo terrible. Un terremoto destruyó Santiago, debe haber cientos de miles de muertos, pero estoy bien. También Pancho, Juan, Yolanda y Elisa. Llámale a mis hijos y a los amigos. No sé cuándo podremos hablar de nuevo, le digo a Karen a través del Blackberry de Patsy, una amiga canadiense. Es mejor perturbar su sueño ahora a que despierte en unas horas con una noticia y ya estemos incomunicados.
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Hace unas horas éramos tan diversos que a nadie se le habría ocurrido hablar de un conjunto. Ahora todos compartimos una misma condición: somos sobrevivientes: los huéspedes de las más diversas nacionalidades, los novios que festejaban en el hotel su matrimonio con decenas de amigos y familiares, el personal del hotel que nos atiende. En este improvisado carnaval las pijamas y camisones resultan vestimentas menos estrafalarias que los brillantes vestidos de noche de las damitas de honor.
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No ha terminado de temblar y, pepenando aquí y allá anécdotas y emociones, ya estamos construyendo una morada tan precaria como un relato. En esos albergues nos guarecemos del espanto.
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Dicen que los perros perciben los sismos antes que los hombres. No lo sé. En la acera del hotel donde me reúno con otros compañeros del Congreso Iberoamericano de Lengua y Literatura Infantil y Juvenil tres perros callejeros buscan resguardo entre nosotros. No quieren comida. Sólo compañía.
Al día siguiente alguien me cuenta que un pariente suyo vivió el sismo en un piso 15 con dos perros que se cagaron del miedo. ¿Es este el valor de la cultura: buscar un refugio en las experiencias vicarias o vividas, para no cagarse de miedo?
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Comprender, adecuarse, actuar para regresar a la normalidad. Cada uno tiene su manera, pero las operaciones son las mismas. Después de la sacudida es preciso encarrilar el transcurrir del tiempo que yace fracturado. Hay que eliminar la incertidumbre que asoma por las grietas. Zurcirlas, primero con palabras.
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El matrimonio de suecos desquiciados huye de nuestra algarabía extrañamente festiva. Los miro alejarse en la penumbra pues media ciudad ha quedado a oscuras, desoyendo al personal del hotel que nos pide que no nos alejemos, pues en la otra acera andan asaltando.
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Como en cualquier desgracia el terremoto despierta a las aves de rapiña.
Hay muchas formas alimentarse del desamparo de los otros. Unos se lanzan a la calle a romper vidrieras o a robar al peatón apanicado. Quiebran las vitrinas para acceder a lo que cotidianamente se les muestra y sin embargo no está a su alcance. Si se ha cimbrado todo, por qué contenerse.
Otros alimentan su santidad mostrando su rostro compungido. A lo largo de los días veremos cómo crecen ambos bandos.
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La luz de la mañana nos muestra algo muy distinto del desastre conjeturado. Santiago está de pie. Sus anchas avenidas desoladas. No circulan bomberos ni ambulancias, prácticamente tampoco autos.
El edificio más dañado ha sido justamente el Museo de Arte, sede de nuestro congreso. Veremos las fotos una y otra vez. En la tele. En los diarios nacionales. En las ediciones electrónicas de los diarios internacionales. También aquí hay un golpe (de efecto) y sus réplicas. Réplicas de réplicas para construir verosimilitud (o para alimentar a los cernícalos).
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Curiosamente en ninguna foto de la fachada derruida aparece la manta que anuncia que es la sede del Congreso. Todos los participantes sabemos que si hubiera temblado seis o siete horas más tarde seríamos un capítulo negro de la historia de la literatura para niños y jóvenes en Iberoamérica. Esa misma historia que habíamos estado descubriendo, fundando e inventando durante las dos primeras jornadas del congreso. Por una vez nos alegramos de ser nadie, una vez más.
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La planta baja del hotel Plaza San Francisco se ha convertido en un campamento de refugiados. Deambulamos por el lobby, el bar, la sala de TV. Vivimos un tiempo imbécil en el que no hay cabeza para nada.
Para saber dónde estamos, qué ha pasado y en último caso qué nos pasará, debemos recurrir a los otros que sin embargo nos llaman para saber de nosotros, cómo estamos, qué nos pasa, qué estamos viviendo. Miramos la tele para enterarnos de nosotros. Tratamos de casar lo que escuchamos y vemos en las pantallas con lo que vemos. Lo que vivimos con lo que se supone que deberíamos estar viviendo.
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Desde que comenzó el temblor nos deslizamos de ser uno a ser otro. Ser con los otros. Ser nosotros. Cada desliz recuerda lo realmente importante. Haber estado cerca, haber podido estar en el otro lado.
La diferencia entre estar en uno u otro lado tiene que ver con decisiones instantáneas. Pero esos segundos se prolongan toda una vida.
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Con Teresa Colomer y Daniel Cassany damos vueltas por la ciudad en el auto con Constanza de Mekis y su hija fotógrafa. Cruzamos el río Maipo un par de veces. La quietud recuerda un día de asueto. Museos, comercios y parques están cerrados. Pero nadie cierra un cementerio después de una catástrofe. Y sólo a tres turistas nostálgicos y dos chilenas locas y adorables se les ocurre visitar el panteón donde reposan los restos de Allende.
“Mucho más temprano que tarde se abrirán las anchas alamedas”, releo en la lápida aquellas frases que supe de memoria. Estamos a escasos días de que concluya el regreso de los socialistas al poder. Otro septiembre que rebota en mi memoria en este extraño día.
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Es imposible no pensar en 1973. Es inevitable interrogarnos por las formas en que se construyen y destruyen nuestros países.
¿A qué imputarle la destrucción de la ciudad de México y su contraste con el incólume Santiago? ¿Sólo al subsuelo de nuestra ciudad?
Tal vez, más que en el limo, la respuesta se encuentre en la cultura cívica y política de los chilenos, tan alejada de la picardía y de la corrupción latinoamericanas.
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Resulta extraño ver a la presidenta Bachelet retratada cuando todavía no hay un reporte de lo sucedido: sin disimulo alguno, la muestran desconcertada, pero ocupándose. ¡Qué distinto al recatado silencio oficial de nuestro 19 de septiembre!
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Muchas cosas se han derrumbado en estas décadas, además de democracias y dictaduras. Estoy en Santiago con más de cuatrocientos autores, ilustradores, editores, promotores de lectura y funcionarios de más de diez países de Iberoamérica. No nos convocó ningún gobierno o entidad estatal, tampoco un organismo internacional, sino la Fundación sm, con sede en España. Toda la retórica latinoamericana no habría logrado reunir a los brasileños con los guatemaltecos, ecuatorianos o argentinos. ¿Tenemos un pasado, presente o futuro común los colombianos y mexicanos, con los boricuas y brasileños?
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¿Somos representantes de nuestros países aunque no hayamos sido designados por ningún funcionario del estado? ¿Podemos pedir ayuda a nuestros gobiernos? ¿Es el trabajo del agregado cultural asistir a sus connacionales que participan en un congreso en el que se discuten entre muchos otros temas políticas públicas de lectura? ¿Cuál es la responsabilidad de los diplomáticos que representan a nuestros países?
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La delegación española arregla con eficacia y prontitud su regreso y literalmente a codazos trepan a un avión con la ayuda de su embajador. Los de este lado de Iberoamérica mostramos la precariedad de nuestros estados. A ningún argentino se le ocurre pedirle ayuda a su gobierno. Están habituados al desamparo. En la embajada de Venezuela el portero tiene órdenes de responder que la señora embajadora está muy ocupada. Resulta claro que ahí no hay ciudadanos sino un patrón, sus lacayos y clientes.
En la delegación mexicana casi todos conocemos a Alguien que podría ayudarnos. Cada quien por su lado hace lo suyo. Pero como grupo firmamos una carta a la prensa. A la mañana siguiente se presenta el embajador. Expresa preocupación y disposición, pero revela molestia.
Nunca sabremos si habríamos sido atendidos con la misma presteza si no hubiéramos publicado la carta. Tal vez las respuestas recibidas habrían sido “hay que tener paciencia”, como le dijeron a una paisana que llamó pidiendo ayuda.
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Somos la última delegación en salir. Los compañeros de Colombia, Perú y Brasil retornaron en aviones oficiales. El de México prometió uno cuando el aeropuerto estaba cerrado a vuelos comerciales. Los periódicos y los familiares nos dicen que ya ha salido. En realidad regresamos en un vuelo comercial de Aeroméxico con boletos comprados por SM o endosados por Lan Chile.
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Una multitud de periodistas nos recibe como si fuéramos estrellas o deportistas, no simples ciudadanos contentos de regresar a casa. Luego nos enteraremos del enojo de algunos periodistas ante los “intelectuales” que querían un avión para regresar. Parece una exquisitez pedir algo que es obligación de todo gobierno, protección, información o ayuda. Pero eso ya lo sabíamos antes de partir.
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No termino de llegar, ni de estar aquí. Me persiguen los ecos. Cualquier sonido dispara alarmas. Cuando entro a un recinto busco la ruta de evacuación. Uno no termina de comprender la precariedad. Ni se resigna a aceptarla.
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Sismos. Temblores. Terremotos. Réplicas. Todo es cuestión de escalas. Al igual que cuando contrastamos la fragilidad insular a la firmeza de los continentes que no son sino inmensas islas rodeadas de mar. ¿Cómo olvidarlo al tratar de construir una morada? ~