La marcha Radnóti

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En más de una ocasión, Miklós Radnóti auguró su propia muerte. De hecho, el tema le obsesionaba. En docenas de líneas el poeta ve su próximo fin con claridad. Y dedicó todo un libro, Járkálj csa, halálraítélt! (¡Proseguid, condenados!) al tema de la muerte violenta. Cierto: si eres un joven judío en la Hungría nazi de los años treinta, no es necesaria una bola de cristal para sentirte seriamente amenazado. Pero además el tema le rondó desde siempre: su madre y un hermano gemelo murieron durante el parto, y su padre les siguió unos años después. No obstante, la poesía de Radnóti no es oscura ni fatalista: trata el tema de la muerte con gélida naturalidad, o mejor dicho: con desenvoltura. Y la realidad se encargó, más temprano que tarde, de darle la razón.

Reclutado para combatir al enemigo ruso, a Radnóti, por su condición de judío, le impidieron cargar un arma y lo obligaron a desactivar artefactos explosivos. Escribía todo el tiempo, sobre todo cartas y poemas de amor a Fanni (Fifi) Gyarmati, su idolatrada esposa. En 1944, el poeta fue enviado a un campo de trabajos forzados en Bor, Serbia. Algunos testigos afirmaron que un militar borracho le propinó una paliza terrible por “estar escribiendo”. Ante la triple amenaza del avance del Ejército rojo, la guerrilla comunista de Tito y la presencia de las fuerzas aliadas, los jefes nazis decidieron evacuar a los presos y enviarlos de vuelta a Hungría –rumbo a Alemania– en una brutal marcha forzada. Muy pocos judíos húngaros, de los 3,200 que emprendieron ese desplazamiento, llegaron con vida. Los enfermos, entre los que se encontraba nuestro poeta, terminaron viajando en un carro tirado por caballos. Dueño de un lápiz inverosímil, Radnóti se aferró día tras día a la escritura. El 9 de noviembre llegaron a Abda, ya en Hungría. Pero el carro retrasaba la marcha y a los caballos se les podía dar un mejor uso. ¿Qué hacer? A los guardas húngaros, después de deliberarlo, no se les ocurrió nada mejor que fusilar ahí mismo, junto a la carretera, a los veintiún enfermos. También ahí mismo los enterraron y se fueron. Radnóti tenía 35 años.

Un año y medio después, tras una búsqueda encabezada por Fanni, descubrieron la fosa común. Como a Shelley, a Radnóti lo identificaron por unos poemas que llevaba en el bolsillo. Según Imre Kertész, ese fajo de poemas basta para asegurarle un lugar en la historia de la literatura universal.

Destaca, de una serie de “Postales” (Razglednicák), la cuarta estrofa:

Caí junto al cadáver, que giró

y se rompió como un resorte.

Tenía el tiro de gracia. “Así terminarás

–me dije en voz muy baja–. Quédate quieto,

que la paciencia nace con la muerte”.

Pude escuchar “Der springt noch auf”

junto a mi oído

en donde sangre y lodo se secaban.

– Julio Trujillo

Miklós Radnóti, Budapest, 1909-Abda, 1944

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