El muy espectacular y algo delirante Bram Stoker’s Dracula, de Francis Ford Coppola, acaso es el filme draculesco culminante, el que dio un transgresor giro de 180° en el tratamiento del mito vampiriano, pues trasladó el asunto de horror a un relato de loco amor, con momentos de poética lujuria como aquel en que Drácula, vuelto literalmente una bestia heteróclita, copula ferozmente con la complaciente Lucy, y, advirtiendo que los contempla Mina asustada y fascinada, se vuelve a mirarla (a ella, a su amada a través de los siglos) y le ruge con intempestivo pudor: “¡TÚ, DEJA DE MIRARME!”
Pero la gran ópera visual coppoliana, rica en citas visuales del anterior cine fantástico —como el top shot en que Mina, al modo del mago Conrad Veidt en El ladrón de Bagdad, invoca a los vientos tormentosos para que protejan a su amado y amante Drácula— no fue el primer filme revolucionador del mito vampírico en el cine. Ya en 1983 un cineasta de segunda categoría, Tony Scott, amparado en un trío de actores estelares y hasta entonces ajenos al género: Susan Sarandon, Catherine Deneuve ¡y el rockero David Bowie! (quien, por cierto, ya antes había demostrado ser un capaz e intenso actor) había puesto en el siglo XX a un matrimonio de vampiro y vampira en un sombrío drama, The hunger (El ansia), que es, más que un drama vampiriano en ambiente del siglo vigésimo, una triple metáfora o alegoría de la vejez (Bowie, falto de sangre fresca, se seca, arruga y encanece a gran velocidad), del safismo (Deneuve seduce a Sarandon, quien queda vampirizada) y del sida (hay el leit-motif visual y premonitorio de vistas macroscópicas de la corriente de hemoglobina supuestamente infectada).
The Hungeres un film camp, melancólico y algo fatigón, pero interesante y valiente sobre todo por la franqueza con la que aborda la homosexualidad femenina, presentada sin reticencias en un erótico banquete visual a cargo de las dos atractivas actrices.
Los años noventa del siglo pasado dieron tres versiones agradeciblemente recicladoras del mito del vampiro humano (¿demasiado humano?), y cada una lo trata a su propia manera. Son tres películas que acabarán de reenviar al ataúd de su retiro (¿definitivo?) al vampiro en traje de etiqueta y con capa y hábitos de murciélago (pero no al vampiro lineal y anguloso, el Nosferatu de 1922, el del irrepetible actor Max Reck y el irrepetible cineasta Frederick Murnau).
Esas películas son, en orden cronológico: Cronos, de 1993, Entrevista con el vampiro, de 1994, y La sombra del vampiro, del 2000.
El mexicano Guillermo del Toro, nacido en Jalisco en 1964 y conjuntamente productor, escritor, guionista, diseñador artístico, técnico en efectos especiales y, en fin, director, dio en 1993, a sus 29 años, otro benéfico vuelco al mito vampírico con una astuta y bella película, asombrosamente su primera de largometraje y hecha dentro del mediocre aparato industrial del cine mexicano, pero con un muy logrado look técnico que le abriría al joven realizador las puertas de Hollywood. Prescindiendo, como The hunger, del ambiente decimonónico y del murciélago trasmutable en hombre y viceversa, logró en Cronos una obra originalísima en la cual un hombre ordinario, un otoñal padre de familia (inmejorablemente actuado en “tono bajo” por Federico Luppi) es avasallado por una barroca alhaja de acción mecánica y de lentas y fatídicas pinzas como las de un metálico cangrejo, que resulta ser el verdadero y fundamental vampiro del drama: ¡un objeto vampiro!
Otra de las muy apreciables aportaciones de Cronos es la inscripción del tema vampiriano en una cotidianidad hogareña, en la vida “común y corriente” del humilde anticuario Juan Gris, quien trágicamente se ve destinado a morir en el corto plazo si sigue carente de glóbulos rojos. Lo fantástico asumido por el muy talentoso Del Toro no depende de imágenes fantásticas, sino de un tratamiento realista y minucioso de la obsesión humana de durar más allá del tiempo biológico mediante la sangre ajena. Si la condesa húngara Erze Bathory y Gilles de Rais, el señor feudal que fue lugarteniente de Juana de Arco y que derivó como aquélla hacia las artes demoníacas, fueron dos depredadores de probada existencia en la Historia europea, dos asesinos en gran escala, dotados de fortuna y medios para robar la sangre robada in vivo a otros seres humanos y beberla o bañarse en ella para asegurarse la vida eterna, el gris Juan Gris de Cronos, para prolongar unos años su humilde existencia, se ve reducido (por ejemplo en una escena admirable) a lamer las gotas de sangre derramadas en el suelo de un baño público por un hombre que se rasuraba y accidentalmente se cortó con una simple hoja Gillette.
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.