Vindicación de Eddie Murphy

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Ayer, en los Óscares, el mundo fue testigo de una injusticia.

No, no me refiero al triunfo (merecido) de Las vidas de otros sobre El laberinto del fauno. Hablo, naturalmente, de Eddie Murphy.

No faltará quien diga que Eddie Murphy se ha dedicado, durante años, a hacer películas extraordinariamente malas. Desde Pluto Nash hasta el Profesor chiflado, dirían los necios, las películas de Murphy dan pena. No hay arte, argumentarían, en personificar a una abuela felatriz, un inmenso gordo o una familia entera de flatulentos. Mi respuesta ante semejante pedantería es la siguiente: He’s Gumby, damnit!

Eddie Murphy es el heredero más aventajado de Richard Pryor. Cualquiera que haya visto a Murphy a principios de los ochenta en Saturday Night Live deberá reconocer su genio. Y ni hablar de Delirious, el concierto de comedia que dio Murphy, a los 22 años, en Washington: una hora y media de ingenio vertiginoso. A lo largo de su carrera, Murphy ha demostrado tener un rango histriónico que haría palidecer a De Niro. Norbit, su cinta más reciente, es el ejemplo perfecto. ¿Podría, digamos, Pacino, representar – atención: en la misma película – a una mujer iracunda de 300 kilos, un chino racista y un tímido despistado? Lo dudo.

Por eso, la única explicación para el triunfo de Alan Arkin en los Óscares es la envidia. En el fondo, todos los actores de Hollywood quisieran tener los pantalones – o las pantaletas – de Eddie Murphy.

Y al diablo con los puristas.

– León Krauze

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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