Voy a comenzar por el más blando de los tópicos, con una frase que de tan manida casi ha llegado a ser cierta. La literatura gringa es la literatura del siglo XX, y desde entonces la literatura no ha vuelto a ser la misma. La reciente aparición y rescate de un libro fundamental, Winesburg, Ohio, publicado por Acantilado en Barcelona, es una ocasión más que propicia para volver a esta vieja historia, esa misma y prodigiosa canción que sigue sonando hoy en la cabeza de cualquier lector, terca, insistente, pero siempre distinta. Otro asunto archi-conocido: Sherwood Anderson, o el escritor de leyenda que lleva su nombre, fue quizás la figura más influyente en el surgimiento de la nueva literatura que empezaba a escribirse en Estados Unidos antes de 1920, antes de Hemingway, antes de Fitzgerald, de Faulkner, de Steinbeck; es decir, casi antes o simultáneamente al surgimiento de una nueva civilización literaria cuyos efectos se desbordarían arrasando en otras latitudes y otras literaturas de manera ininterrumpida trascendiendo incluso al propio siglo en que vio la luz. De ello se deriva otra verdad de Perogrullo: nadie puede leer a William Saroyan, a John Cheever, a Raymond Carver, a Joyce Carol Oates, a Denis Johnson, a David Foster Wallace o al fenómeno más reciente en el género del cuento en Estados Unidos, Wells Towers, sin pensar en Sherwood Anderson. Por su parte, ninguno de ellos pudo haber escrito gran cosa sin rendir antes una visita a esa pequeña ciudad que es al mismo tiempo un lugar imaginario y una manera de narrar, de contar cosas, una forma de escritura: Winesburg, Ohio.
Aventuro aquí una propuesta distinta cuyo propósito es seguir hablando de la misma e inagotable vieja historia: el escritor Sherwood Anderson, y todo lo que vino detrás de él, transformó de manera radical no sólo a la literatura, gringa o de cualquier otra procedencia.
Sherwood Anderson
Aquello fue algo más, su efecto alcanzó de hecho otras fronteras y otros ámbitos. Los monstruos de la talla de Sherwood Anderson alteraron la forma misma en que se cuenta, se filma y se canta una historia. Piénsenlo bien: hoy, en este mundo, casi no seríamos nada sin esa maldita literatura.
Piénsenlo otra vez: sin la literatura gringa de los primeros treinta o cuarenta años del siglo XX no entenderíamos, pues, a Earl Robinson, a Pete Seeger, a Johnny Cash, al dios Bob Dylan y al Jefe Bruce, a Mark Lanegan y a una pléyade de músicos que la otra noche, mientras surfeaba entre los polvos cósmicos de la radio por Internet, se expandió una vez más para revelarme a un personaje hasta entonces estúpidamente desconocido cuya historia inicia en el norte de Texas, se interrumpe casi fatalmente en el año 1986, en algún punto de las montañas de Cusco, como resultado de una bomba que estalla arriba de un tren en marcha, cortesía de Sendero Luminoso, y vuelve a resurgir con fuerza tras la aparición de un primer álbum, Mercy, en 2006. Me refiero a Sam Baker,[1] músico y cantante de voz pedregosa ubicable en un género que, sin mayores pretensiones, yo llamaría “post-Folk&Country”.
Estamos ante un intérprete, compositor y guitarrista de primera línea, pero sobre todo, como suele suceder entre los mejores de la estirpe musical a la que pertenece Sam Baker, ante un excepcional y dotado narrador de historias. No hay canción de él que no sea un breve y deslumbrante relato, y al mismo tiempo una profunda reflexión sobre aquello que en otro tiempo a nadie le apenaba llamar “la condición humana”. En su “Tesis sobre el cuento”, Ricardo Piglia se ha ocupado de la forma moderna de narrar identificable entre algunos cuentistas gringos, entre los cuales se hallan el propio Sherwood Anderson y naturalmente Hemingway, autor de la teoría del iceberg aplicada a la composición de un relato: aquello que nunca se cuenta o que se cuenta mediante el sobreentendido y la alusión. Así también con las canciones de Sam Baker. Para perfilar el carácter exacto de sus personajes, su música describe la lluvia que cae, las nubes que descienden sobre la ciudad; sus canciones recrean el estruendo del silencio al interior de un cuartucho de hotel, el murmullo en el corazón de alguien que está parado en medio de un estacionamiento, de alguien cuyos yerros y desventuras no encuentran eco en la más silenciosa de las noches, en la parte de la historia que no se cuenta. No por nada Baker arriesgó en una entrevista con la BBC su propia tesis sobre la letra de una canción: “Escribe menos, siempre”.
En particular, yo me enganché con Pretty World —el segundo álbum de la trilogía que quedará concluida este otoño con el lanzamiento de Cotton. A la manera de la Trilogía de la frontera de Cormac McCarthy, Sam Baker ha ido construyendo un compacto y sólido edificio de historias entrañables que se desbordan hasta cubrir esas extensiones abiertas y cielos sin horizonte que su natal estado de Texas ofrece siempre al ojo escrutador. Sus canciones están pobladas de personajes meditabundos, en ocasiones taciturnos y a la deriva. Y sin embargo, antes que insistir en el fracaso o la decepción, canciones como Broken Fingers, Days, Pretty World o Sweetly Undone siempre cuentan algo más que la historia de una desventura, de un fracaso o una decepción. Se trata en todo caso de canciones y de historias que invariablemente se resuelven en el asombro y estupor provocados por un solo e incontrovertible hecho: el transcurrir de la vida. Son canciones a las que les son aplicables la idea con que Sherwood Anderson buscaba restaurar la dignidad de sus personajes, los estrafalarios, tenebrosos, en ocasiones enervados casi hasta el borde de la locura, habitantes de Winesburg, Ohio. Al ser escritas, decía Anderson, sus historias, podían despertar extrañas y hermosas cualidades incluso en los hombres más sombríos. Pienso en la forma en que Sam Baker relata la historia de un pobre diablo heredero de una fortuna petrolera, la gratuidad con que el personaje del tema Odessa dilapida su vida, el patetismo con que su vida se apaga de la misma manera en que gastó sus días, “sin dejar rastro ni huella”, y no encuentro en mi corazón sino la compasión con la que Sherwood Anderson también trataba a sus personajes; al solitario pensador Seth Richmond; al orgulloso y joven periodista George Willard; a la desdichada señorita Louise Bentley, condenada a buscar el amor por encima de todas las cosas y a jamás obtenerlo; al fuereño proveniente de Cleveland que se describía a sí mismo como un bebedor y un amante, cualidades que hacían de él un adicto cuya destrucción se anunciaba inevitable; a Tom Foster, el otro borracho del pueblo que, “de una extraña manera, se mantenía bajo la sombra del muro de la vida”.
Escuchar las historias y canciones del vaquero Sam Baker es, precisamente, otra forma de volver más acogedora y habitable esa zona de sombra.
– Bruno H. Piché
____________________
[1]http://www.myspace.com/sambakermusic
(Montreal, 1970) es escritor y periodista. En 2010 publicó 'Robinson ante el abismo: recuento de islas' (DGE Equilibrista/UNAM). 'Noviembre' (Ditoria, 2011) es su libro más reciente.