Vida nocturna: homenaje y profanación

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Hace unos días visité la ciudad (o algo así) de Cancún, Quintana Roo, y tuve un momentáneo ataque de simpatía por el antiguo gobernador de dicho estado y por su socio cubano: francamente, alguien más tendría que hacer algo pronto para acabar con la buena reputación de este destino turístico. Durante el día, la arena y el cielo y los bikinis hacen pasadera la existencia, pero al caer la noche Cancún se revela con toda su fastuosa miseria. Ninguna imitación (de Miami, FL) ha superado tanto al original (Houston, TX). Ciertamente contribuyen a la perfección de ese horror las hordas de turistas en pantalones cortos o calzoncillos largos, apenas superiores en número a las de vendedores de tiempos compartidos que, por algo que suponen que es respeto, le hablan a uno primero en inglés, después en español (o en algo que suponen que es español), después en francés, con la camaradería propia de quienes estudiaron la carrera juntos y terminaron emparentando políticamente gracias a algún matrimonio de conveniencia.
     Volví a la Ciudad de México, pues, lleno de quemaduras solares de tercer grado e ideas positivas acerca de mi lugar de residencia (se dice así aunque para visitar alguna de éstas haya que contratarse como chofer en Tecamachalco). Puedo querer realmente a esta ciudad, cuyo fulgor a ratos me es inasible, aunque, y sigo antiparafraseando a Pacheco, no daría la vida por ninguna de sus calles, ni por sus tres o cuatro o equis ríos, que ya entubó. En todo caso, no hay mejor método para provocar el idilio con el Distrito Federal que el visitar por unos días cualquier otra ciudad del país. Y no necesariamente porque la provincia sea chata, naïf, mocha, anodina: no, nada que ver. De veras. Lo que pasa es que para muchos el Distrito Federal es nuestra Itaca. Así lo creía yo, que volvía de mis vacaciones, y lo amaba, con un amor que duraría algo más que un instante.
     Hasta el siguiente jueves, precisamente, cuando quedé de encontrarme con unos amigos saliendo de trabajar.
     —Algo se prepara —dijo uno entre nosotros.
     —Claro: van a cerrar. ¿A dónde vamos?
     Y es que a las diez de la noche en el Café del Parnaso, salvo nosotros tres, no había nadie. Entonces repasamos mentalmente las posibilidades que ofrece la ciudad más grande del mundo, dizque casi infinitas: discotecas con autodiscriminación racial en la puerta, restaurantes para escuchar muzak, bares de Sanborn's, enclaves por fortuna selectos para sentirse en Connecticut, canta-bares o clubes de karaoke, avenidas para ir a ver pelear automovilistas, lugares "para danzar en las mesas" (como dijo una diputada panista cuando comenzaron a aparecer estos antros, desplazando a los imprecisos y rutilantes centros nocturnos, en un enroque que según otros estaba destinado simplemente a quitar celebridad a las amantes de nuestros presidentes), ventanitas que apoyan la economía familiar de los inspectores delegacionales, billares que cierran a las once, salones de baile que cierran casi toda la semana, centros de apuestas prelegales que sólo podemos imaginar, y no mucho más.
     —No hay suficientes lugares para estarse tranquilo, conversar, tomarse una copa, sin que tengas que soportar el peso ominoso de los sueños de nuestra clase media. Aun sin pensar en sus peligros, haz de calamidades, deploro la vida nocturna de nuestra ciudad —dijo el poeta.
     —Bueno, no puede ser peligroso porque la palabra "peligro" implica necesariamente "riesgo", y esto es lo contrario que "seguro". Y aquí las consecuencias de dejar el estéreo en el coche o tomar un taxi libre no son "peligrosas" sino "seguras" —dijo otro, que es filósofo.
     —Ya entiendo por qué votar por el nuevo pri es más seguro —dijo otra vez el poeta.
     —Cuando Zaid escribió su poema "Teofanías" ("No busques más, no hay taxis") era imposible encontrar un taxi. Después vino el progreso y eso se volvió probable. Más progreso, y lo que se volvió probable era que si lo encontrabas te asaltaran. Después entramos a la ocde y lo que se volvió imposible es que si encuentras un taxi y te subes a él, no te asalten.
     Luego el que es poeta quiso que pensáramos en los representantes de nuestra vida nocturna: niños feroces, meseros, garroteros, guaruras ("por nuestra seguridad, no confundamos a estos últimos, tan similares sólo en apariencia"), putas, policías flacos en bici, policías gordos en patrullas, vendedoras de flores, dealers de droga y de hot dogs: los vivos están vivos. Y peor: nosotros mismos, pálidas ramas en un patio de invierno. Y peor que peor, porque no los consideramos males necesarios sino imprescindibles: acomodadores de coches, ya sean formales y lleven chalequitos rojos de valet parking, o informales, con un trapito sucio al hombro que en comparación luce muy varonil.
     —Viene viene —dijo uno de estos últimos.
     —Algo se prepara —dijo el poeta.
     Y se nos cayó la defensa. –

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