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Contra las predicciones de los agoreros del apocalipsis en versión Tenochtitlán 2009, la vida después del virus A-H1N1 continúa. En cuestión de horas todos hemos vuelto a una novedosa forma de nuestra anormalidad, en la cual la cotidianeidad insiste en chocar de frente con los imposibles requisitos que impone el mantenimiento de la seguridad sanitaria. Podrás ir al cine, siempre y cuando lo hagas solo –que por cierto es la forma en que a muchos nos gusta ir al cine. Podrás regresar al bar, pero por tu salud y la de los demás será recomendable no beber ni hablar con nadie. Podrás ver a las mujeres que merodean en la barra y decirles, al fin, que no las quieres ni las necesitas, que como reza el eslogan al uso: la salud es lo primero. Libremente podrás ir a cualquier sitio público, a un casino, a un tugurio, siempre y cuando a éste sólo concurran otros fantasmas como tú. Quedará el aviso de otras y mejores opciones para evitar la epidemia. Según las autoridades, se recomienda altamente que te quedes en tu casa, con la estricta condición de que tú también te borres del mapa. Sería un drama y una pena que te contagiaras a ti mismo.

Todo ello pasará y una vez más la anormalidad se cerrará detrás de nosotros como un alegre y siniestro telón de fondo. Los políticos repetirán sus lugares comunes; el IFE no sabrá qué hacer al respecto; las cabezas parlantes de la tele y la radio se engolosinarán de nuevo con semejante bazofia; ochenta capos de la droga serán detenidos y consignados; los cuerpos de noventa ejecutados serán encontrados en un páramo distante en cualquier entidad de la afanosa república. En cinco palabras: la anormalidad volverá a imponerse.

Pasada la tormenta del virus A-H1N1, el regreso a la anormalidad también comenzará a traer consigo mejores noticias. Justo en el momento en que mi falso arresto domiciliario amenazaba con tirarme por la borda, regresó por la puerta de atrás de mi vida una lectura fundamental, valiosísima, tan oportuna como un anti-viral en la imposible tarea de recuperar la salud y reconciliarme conmigo mismo. Me refiero a la reciente y decorosa reedición de El hombre que fue jueves que ha lanzado en estos días el Fondo de Cultura Económica, en su colección de bolsillo, en la perdurable traducción de Alfonso Reyes. Los datos consignados en la página legal del librito no dejan lugar a duda ni especulación. Fue, en efecto, en el 1985, con mis ingenuos y acalorados quince años a cuestas, cuando ingresé al mundo de Chesterton por la puerta grande de la que me sigue pareciendo su mejor novela. Sabía que se había extraviado aquella primerísima edición entre los pliegues de las mil mudanzas y los mil cambios de piel, pero recordaba con detalle el placer y el terror, el pasmo y la sorpresa que me produjo su lectura. Luego vinieron muchas más obras del gordo genial, otras novelas, sus infinitos ensayos, las idas y venidas del Padre Brown, las portentosas y mínimas biografías de San Francisco de Asís, Chaucer y Bernard Shaw, pero tuvieron que pasar veinticuatro años para que el Fondo recuperase El hombre que fue jueves para su catálogo y para la mala vida privada de algunos de sus lectores. ¿Pero de qué estoy hablando al decir que se trata de su mejor novela? Los cínicos de cinco centavos perdonarán mi cursilería, pero hablo de la marca que dejó esa lectura en mi carácter y que ha vuelto a manifestarse con esta feliz relectura; me refiero a la influencia perdurable que tuvo en mí el haber sido arrojado por Chesterton a un mundo caótico, a un mundo enrevesado, ahíto de orden y desorden, un mundo de enternecedores y auténticos rebeldes que, en consecuencia, sólo pueden sublevarse contra toda forma de rebelión.

Por uno de esos accidentes del azar objetivo, se cruzaron en mi caída los ensayos de Elogio de la vagancia, de Guillermo Fadanelli. Sus reflexiones y propuestas acerca de la novela, pero sobre todo, sus ideas sobre el hecho mismo de leer novelas, magnificaron las señales de humo con que El hombre que fue jueves sigue apelando al desconocido de mi mismo que alguna vez fui y que quizá, transcurrido casi un cuarto de siglo, todavía sea. Me consta que ese vago trae razón cuando dice que leyendo novelas volvemos a empezar, volvemos a ser, a saber poco o nada de nosotros mismos.

Por lo pronto, afirmo categóricamente que no estaba en mis planes releer El hombre que fue jueves en estos días de influenza, ni toparme con las ideas justas de Fadanelli, no se diga salir de mi casa o recibir extrañas visitas; pero ha sido un placer ser lanzado otra vez a las calles sucias, grises y aventureras de Londres. Y quiero añadir que las 216 páginas de la novela me resultaron un buen paracaídas a la hora de volver a aterrizar en este fregado, pero imponente y esperanzador mundo de nuestra renovada anormalidad post- A-H1N1.

– Bruno H. Piché

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(Montreal, 1970) es escritor y periodista. En 2010 publicó 'Robinson ante el abismo: recuento de islas' (DGE Equilibrista/UNAM). 'Noviembre' (Ditoria, 2011) es su libro más reciente.


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