Hoy en día se hace una mística de cualquier pretexto. Por eso reclamó Rossi, en voz de Gorrondona: “Convengo con ustedes […] en que hay cuatro o cinco enigmas básicos. Tal vez sólo cuatro. ¡Debemos respetarlos, señores! Lo que no admito –¡entiéndame bien, amigo Leñada!– son los falsos acertijos. Lo inaguantable es la estupefacción sistemática. Para usted todo es misterioso: ante una taza –aunque sea de peltre– se declara incapaz de entender al Universo.”
Esta debilidad por el ocultismo se da en todas las formas de “peltre”. Mi favorita, sin lugar a dudas, es la que se refiere a las dietas. Basta asistir a cualquier librería o supermercado para revisar las novedades editoriales del mes y encontrar entre ellas el nuevo libro predicador de la verdadera, única y correcta nutrición, que siempre lleva un título iluminado, como “El exclusivo misterio de la comida” o “El secreto revelado de las flacas”; o bien basta prender la televisión en la madrugada para mirar todo tipo de infomerciales (¡tan hábilmente diseñados para insomnes!) que promueven pastillas, máquinas y ungüentos contenedores de la solución hasta-ahora-oculta de la delgadez anoréxica o del abdomen reticulado: “¿Harto de esas llantitas?”, pregunta la voz en off a un gordo que mira y toca sus lonjas en un balneario público: “Aplique la crema dos veces al día y bajará dos tallas por semana”, “Tome esta píldora púrpura para obtener una figura que no le avergüence”, “Encienda el aparato cuando esté envuelto en él y, sin cansarse ni dejar de comer, bajará de peso ¡mientras ve televisión!” El gordo aparece, luego de algunas imágenes demostrativas, muy risueño, más delgado y acompañado de mujerones.
El pensamiento ilusorio contenido en estos productos es el desahogo natural de nuestros deseos más inmaduros –como querer adelgazar sin esfuerzo– y es consecuencia directa del siguiente proceso: primero, encuentro inconveniente cierta faceta de la realidad (por ejemplo, que comer mejor y menos ayude a disminuir el sobrepeso); como no estoy dispuesto a adaptarme a ello (cambiando mis hábitos alimenticios), delineo un misterio falaz que supla el conocimiento que me incomoda (¡como si en verdad existieran enigmas insondables sobre las dietas!); ya que ignoré aquello con lo que disentía, tras encubrirlo con un falso misterio, la fatal mezcla de voluntad e imaginación se vuelca a resolver el seudo-enigma de mi autoría, esperando hallar una fórmula conveniente y mágica (como que cierta combinación desconocida de los ingredientes del chocolate lo doten de propiedades fantásticas que me hagan adelgazar); y, llegados a este punto, se impondrán las falsedades más imaginativas, más hipnóticas e irresponsables, y así muchos conseguirán lo que buscaban: que la realidad se adapte a sus necesidades y caprichos, y no al revés, que sería lo más sensato.
Las montañas fluctuantes de literatura de autoayuda nutricional, los trémulos aparatos que son por igual parientes de los consoladores que de las vibrocompactadoras, los ungüentos y pastillas que o son placebos o tienen consecuencias catastróficas, demuestran que una porción inmensa del pingüe mercado mundial prefiere concebir una ficción sobre el secreto ocultísimo que dicta cómo enflacar a comenzar una dieta. Esto ocurre porque el problema real del sobrepeso –como el de tantas otras cosas– no es conocer su solución, sino ponerla en práctica: no hay misterio sino dilema: o sacrificamos las mieles de la molicie y la gula o nos quedamos satisfechamente gordos; o asistimos con un nutriólogo profesional y honrado que establezca los incómodos pasos que debemos seguir para enflacar o nos rendimos ante nuestro propio peso. La única opción restante, esa que estudiamos aquí, consiste en autorrecetarse muy altas dosis de magia y sufrir, tarde o temprano, sus consecuencias funestas.
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Este fenómeno señala que en la práctica de las sociedades humanas la verdad no es, no puede ser un valor dominante –aun cuando tantos se deshagan en su hipócrita defensa– por una razón simple: el lastre pesadísimo del saber nos hace responsables únicos de nuestros actos, nos avienta a la realidad desnudos, sin justificantes de ningún tipo. No es con la aceptación irrestricta del mundo sino con la reinvención caprichosa de la verdad que somos parte del más humano de los fenómenos adaptativos, ese mediante el cual imaginamos la realidad a nuestro antojo y, por fin, la toleramos. Sólo así somos capaces de aligerar nuestra profunda carga existencial: ignorando intencionadamente, creando falsos misterios, “descubriendo” “soluciones” cómodas, suponiéndonos indeterminados y, por ello, libres de hacer lo que nos venga en gana. Bien lo dijo un profesional de la imaginación, Juan Marsé, en su discurso de aceptación del Premio Cervantes: “Una excesiva dosis de realidad puede resultar indigesta.” Así es: la ficción, en la marea de la vida, resulta un auténtico salvavidas.
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Por supuesto que no debemos caer en un fácil optimismo ilustrado o en simplificaciones absurdas: existen cosas legítimamente misteriosas y cada área del conocimiento goza de cierta técnica que requiere dominio, pero: 1. La receta que dicta cómo tener una sana alimentación y una figura decente no es parte de un criptograma elaborado por Dios con el objeto de complicar nuestras gordas vidas; y 2. Todo el conocimiento de las dietas se concentra en el área de la medicina llamada Nutrición, y basta con visitar a un especialista honrado para que establezca los incómodos pasos que debemos seguir para enflacar. ~