Dos poemas

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A la pluma fuente

Su nombre fue primero
                        germano,
su siglo, el peleonero y empolvado
                                      diecinueve;
Waterman su inventor, que consumó la hazaña
de encapsular la linfa de un arroyo azul
en el alma de acero de una péñola,
la hueca baquelita de un viejo portaminas.

Son sus ancestros algunos milenarios
artefactos de bronce
hallados en las ruinas de Pompeya;
y sus abuelos orientales
son los pinceles y brochas
empleados por los chinos para su escritura
de alucinantes contornos emplumados,

siempre a punto de levantar
el vuelo al arte de la magna pintura.

Las plumas de las aves de buen peso,
las propicias palomas,
las alas poderosas de los gansos,
fueron después la fuente del vasto instrumental
y las grafías de profetas,
de genios y de príncipes.

A Lope, sólo a él, no le bastaron
las ricas pajareras y múltiples
parvadas de jardines y bosques
para hacerse de cáñamos
         suficientes y digno
de su inmensa tarea de dramaturgo
y monstruo versificador. ~

El gato

Se sabe legendario y mágico.
Nos mira siempre como a sus inferiores
desde las grandiosas tinieblas milenarias
de Keops o de Karnak, donde era venerado
e inmune a toda terrenal ofensa.

Uno puede admirarlo sobre un mueble mullido
                                                    o una consola
sorteando sin romperlos frascos de cristal
y otros endebles ornamentos y espejos,
avanzando entre ellos como un soplo
                                           de seda y fuego.
O bien, podemos verlo sobre el borde pétreo
de un muro en el jardín,
ejecutando largos y estremecedores
conciertos de inmovilidad
con estatuarias dotes sobrenaturales.

Se puede uno topar con él en un estante
–a riesgo de un zarpazo–
confundido entre los bibelotes
de armiño o lana,
o acurrucado en la vitrina de un museo
junto al tranquilo cuerpo disecado
de un felino congénere o cómplice remoto.

En la casa, cuando se halla esculpido
en uno de esos trances de asombrosa quietud,
suele fijar en nosotros, como un dardo,
su gélida mirada
por un tiempo sólo registrable
con uno de esos artefactos fílmicos
                                  de acción continua
aptos para observar el crecimiento
                  de una planta o una flor.
Sus fosfóricas pupilas
–eso suele decirse–
son un túnel de luz hacia el infierno.
Uno siente al verlas de reojo
que si intentara sostener la vista sobre ellas
durante dos minutos temerarios
podría llevarlo a enloquecer de pronto,
sufrir algún masivo infarto
o derrumbarse, sangrando por los ojos,
al pie de alguna de esas domésticas deidades. ~

Diciembre 2005.

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