Joyce, visión irlandesa del descubrimiento de América

Este artículo sobre la relación entre Joyce y Cristóbal Colón fue publicado en el número 175 de Vuelta, en junio de 1991. Esta sección ofrece un rescate mensual del material de la revista dirigida por Octavio Paz.
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“Como todos sabemos, Cristóbal Colón ha sido honrado por la posteridad debido a que fue el último que descubrió América.” ¿De quién, si no de James Joyce, hubieran podido ser estas palabras? Podrían haber sido, es claro, de Oscar Wilde, cuya sagacidad para el sofisma y el epigrama consistentemente históricos, y sólidamente ofensivos, aún celebramos.

La cita corresponde a uno de los artículos publicados por Joyce en italiano (“Ya que no podemos cambiar de país cambiemos de lengua”), en Il Piccolo della Sera, Trieste, 5 de septiembre de 1912. “Il miraggio del pescatore de Aran. La valvola dell’Inghilterra in caso di guerra” es el título original de estas cuatro o cinco páginas con las que Joyce, aparte de ganar unas indispensables liras, se divertía exhibiendo misterios de su milenario terruño y su juvenil erudición. ¿Erudición, sabiduría? Dice su amigo irlandés Arthur Power que no era J. Joyce precisamente un hombre de muchas lecturas, y también lo anota Ellmann (en The consciousness of Joyce), cuando expone los confesados modestos conocimientos del autor del Ulises en cuanto se refiere a lengua, literatura e historia griegas. Pero ¿qué es una cultura grande? Un edificio es alto o grande solo comparado con uno mucho menos alto y grande. No ocurre lo mismo cuando de medir cultura se trata.

La sabiduría, como el talento creador, es en los casos ejemplares más sensibilidad, antena, sentido de las cosas, y tino para la selección de lo que se hace y lee, que acumulación de conocimientos y producciones. Si Joyce no hubiera sabido eso, ni Ulises ni Finnegans, resúmenes, compendios geniales y crítica de una era (entre otras cosas), hubieran podido ser escritos.

Cuatrocientos veinte años del descubrimiento de América se conmemoraban cuando Joyce publicó el artículo que nos ocupa, en cuyo breve espacio se da tiempo para ironizar en serio sobre otros asuntos. El tema del nuevo mundo descubierto, tan tardíamente, por Colón es el primero.

Mil años antes de que el genovés emprendiera su viaje, “san Brendan levantó anclas rumbo a lo desconocido en la desierta playa hacia la que nuestro buque avanza”, dice Joyce. Se refiere a la isla santa, Aranmor o Aran, llamada también Inishmore, situada tras la bahía del avanzado puerto de Galway, al suroeste de Irlanda. Pero no dice mucho más de la historia de la isla, ni de las otras dos islas Aran, a las que dio fama John M. Synge, célebre escritor al que suele fustigar nuestro autor en sus cartas y ensayos, y del que fue amigo cercano.

El caso es que la aparente humorada sobre la tardía hazaña de Colón y el milenario viaje del santo irlandés hacia América es técnica, geográfica e históricamente mucho más que una broma. Al celebrarse el IV centenario del descubrimiento, se editaron varios notables libros sobre, precisamente, el santo Brandon, Brandan o Brendan (484-578) y su legendario viaje por el Atlántico, desde las costas de Aranmor a las de Florida, del que dan testimonio todas las sagas medievales en todos los idiomas, incluido naturalmente el gaélico.

Y ya se ha dicho que Joyce, crítico acerbo de su Irlanda, no era nunca tan irlandés como cuando la atacaba, ni dejaba nunca de celebrar sus bellezas y grandezas naturales, políticas o estéticas. Por eso defendía a O’Sullivan por encima de Caruso (con algún exceso), a St. Brendan por encima de Colón y al vidente Fursa por encima de Dante (esto con mayor exceso patriótico), por haberse adelantado también varios siglos, en la visión literaria del infierno, el purgatorio y el cielo, al gran florentino.

La hazaña de san Brendan, su viaje desde Aran a la ignota Florida, no alcanzó reconocimiento político por varias razones: otros eran los tiempos sociales, comerciales, técnicos, mentales; otros los intereses científicos, otra la idea del mundo, etc., pero, sobre todo, el viaje de san Brendan era un viaje místico, no perseguía objetivos materiales, era la aventura de un iluminado en busca de la tierra prometida, por alguna secreta escritura, a los más santos de la tierra.

Pudo haberse Joyce consolado por las injusticias históricas cometidas, en todas las eras, por los grandes centros imperiales de la cultura y la riqueza material. Ahora que conmemoramos el V centenario del encuentro entre el viejo mundo y el nuevo (que era tan viejo como el otro al ser conquistado), nos hallamos, cuando menos los hombres de América Latina, con que aún estamos por ser descubiertos. Basta entrar a una librería del primer mundo para darse cuenta de lo que falta al viejo mundo por descubrir en el nuevo, desde los años en que todos (europeos, asiáticos y americanos) éramos precolombinos. Precolombinos fueron tanto Nezahualcóyotl como san Agustín.

Y, para mayor consuelo de Joyce, el continente descubierto nunca se llamó Brendania, pero tampoco se llamó Colonia, sino injustamente América. ~

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