¿A quién le tienen que pedir perdón?

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A los cinco años de la irrupción en Chiapas del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), se acumulan interpretaciones, acontecimientos, consecuencias. Procedo a bosquejar algunos de ellos.

Desde 1994, Chiapas, el estado de la República, se ha vuelto nacional e internacionalmente un concepto semejante y distinto, Chiapas, sinónimo de marginación extrema, políticas genocidas del gobierno, rebelión por causas justas. Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo ansiaron reducir las proporciones del conflicto a cuatro municipios sin importancia militar alguna, pero los hechos no los apoyan. Todavía hoy, Chiapas quiere decir resistencia al neoliberalismo (y a la empresa de saqueo que en México emblematiza a la ortodoxia económica neoliberal) y urgencia de modificar el modelo económico que aplasta al país entero. Ciertamente, el EZLN no es mayor problema bélico pero en Chiapas todavía continúan más de 40 mil efectivos del Ejército Nacional. Se acepta de buena o mala gana la existencia de un sector indígena no compadecible ni sujeto de protección esporádica del Instituto Nacional Indigenista. Sin duda el EZLN tiene ángulos criticables (entre ellos, el espíritu militarista de algunos dirigentes, el desprecio por formas elementales de respeto al interlocutor, el facilismo ideológico en diversos pronunciamientos), pero no son minimizables la seriedad de su intento, la solidez de su espíritu comunitario y la razón de ser de su empresa: el rechazo de las condiciones infrahumanas de la vida indígena, de la ilegalidad a nombre de la ley, del cinismo priísta. No creo en causas sostenidas en la violencia (por eso no creo en la permanencia del PRI en las zonas rurales), pero, por ejemplo, antes de 1994 sólo un puñado de los críticos actuales del EZLN se había enterado siquiera de la situación de Chiapas, y del mundo indígena. Ha sido afortunada y desafortunada la insistencia en la sociedad civil que acompañe al EZLN en su búsqueda de la paz y del cambio democrático. De seguro la más combatida y ridiculizada de las iniciativas del EZLN, la idea de una sociedad civil prozapatista, es un proyecto que ha perdido adeptos en el camino por los “malos modos” del EZLN, por el carácter “romántico” del apoyo y por la inconsistencia de un buen número de aliados, habituales de las empresas de corto plazo. Ya se sabe: no hay tal cosa como una sociedad civil, de connotación siempre democrática y “progresista”. La sociedad civil, de definición tan ardua, contiene entre otros a grupos y grupúsculos hambrientos de censura, opuestos al control de su propio cuerpo, de las mujeres, enemigos de las campañas preventivas contra el sida, y ganosos por devolver el país al siglo XVII. Al tanto de esto, es justo subrayar el valor y la generosidad de los grupos y personas a favor de los derechos indígenas y de la causa de la paz en Chiapas, y capaces de movilizaciones notables: las marchas de enero de 1994, la Convención de Aguascalientes, Chiapas (siete mil asistentes), en 1994, la movilización contra la campaña de aplastamiento anunciada triunfalmente por Ernesto Zedillo el 9 de febrero de 1995, el Encuentro Intergaláctico en La Realidad en 1996, la bienvenida en la Ciudad de México a los mil 111 representantes del EZLN en 1997, y el Encuentro Sociedad Civil- EZLN en 1998 (tres mil asistentes). En las reuniones las contradicciones afloran al lado de los activistas (jóvenes en su gran mayoría) notables por su capacidad de entrega, se mueven los residuos de la vieja militancia, la irracionalidad que confunde a las exigencias con los cambios, y los rencores del sectarismo. Sin embargo, cada vez más predomina la sensatez y las visiones críticas, aun cuando urge revisar la noción (tan irreal por momentos) de “sociedad civil”. No tiene fin la estrategia de represión y exterminio, auspiciada y/o tolerada por el gobierno central, y desde luego y entusiastamente por el gobierno de Chiapas. Impresiona el elevado número de asesinatos de militantes de base o simpatizantes del EZLN que ni siquiera merecen por lo común simulacros de investigaciones. Declaraciones turbias, algunos encarcelados para dar de muy lejos la impresión de justicia, y no más. Del cúmulo de fenómenos de Chiapas, el más tremendo es la matanza de Acteal (22 de diciembre de 1997). A la conmoción por la matanza, sucedieron explicaciones aberrantes (“el pleito por una gravera o máquina de hacer grava”), detención de muchos de los asesinos materiales, y no más. A los grandes responsables, no se les toca. El gobierno fomentó la impresión de comunidades ultraprimitivas, y por supuesto “irredentas”, dispuestas a matarse por agravios contra una persona. Algunos personeros del régimen le echan la culpa de Acteal a enfrentamientos religiosos, y disculpan invariablemente al gobierno de Chiapas, que a lo mejor, y si mucho les apuran a los dispensadores de indulgencias, cometió algún pecado de “omisión”. Pero Acteal no desaparece a pedido de los testaferros ideológicos del gobernador de Chiapas Roberto Albores o el Secretario de Gobernación Francisco Labastida. Si no un crimen de Estado, sí proviene de la maniobra que le encarga liquidar la rebelión a la descomposición social y el desgaste de las comunidades zapatistas. Se cuestiona por vez primera el determinismo que ha regido la percepción de lo indígena. Ser indio en México ha significado –sin que a los demás les incomode– carecer de los mínimos de bienestar y gozar de los máximos de la explotación de la víctima: “Son pobres porque quieren, porque insisten en ser indios. Ya podrían vivir en otra parte, tener otros trabajos, otras ambiciones”. A esta necedad racista la cortó de tajo una evidencia: el atraso se impone con ausencia de oportunidades educativas, falta de capacitación laboral, peonaje que es semiesclavismo, racismo, alcoholismo inducido, etcétera. Explicado racionalmente, el fatalismo pierde su mayor ventaja: la aceptación involuntaria. Así persista, tiende progresivamente a desaparecer, incorporándose al otro más poderoso fatalismo: el de México ante la globalización. Se implantan temas y problemas indígenas en la vida mexicana, que antes se disolvían en la indiferencia “natural”. Desde 1994 se intensifica el flujo de conocimientos, y el alud de libros, números especiales de revistas, ensayos, artículos, videos, simposios, programas especiales de radio y televisión, coloquios, debates en todos los foros, etcétera. Nunca antes se había dado un acercamiento tan amplio sobre la vida indígena, ya no restringido al quehacer de los antropólogos. No ha sido fácil ni rápido asimilar el impacto de la rebelión de comunidades tzotziles, tojolabales, choles. Al principio –al leer el Primer Manifiesto de la Selva Lacandona– muchos creímos en un brote tardío del sectarismo suicida de los setentas. Pero el rápido cambio del EZLN, la información abrumadora sobre las condiciones de vida en Chiapas y el régimen legal imperante, modificaron enormemente los puntos de vista. Con todo, sólo en forma paulatina se ha ido sabiendo lo que pasó entre 1990 y 1994, en lo tocante a la composición y la ideología del neozapatismo. Y hasta el momento, esta información no ha dañado en lo básico la imagen del EZLN y de Marcos. El racismo es componente fundamental del conflicto, desde el animoso oficial mayor del gobierno de Elmar Seltzer, convencido del carácter apócrifo del EZLN porque los indígenas genuinos usarían arcos y flechas, hasta los priístas y periodistas absolutamente seguros de que la condición manipulable es la propia de los indios. Y los viajes masivos a Chiapas, y el caudal informativo, revelaron la cuantía y la extensión del racismo. La religión juega un papel esencial en el proceso. En los años recientes, y por diversos motivos, el protestantismo y denominaciones como Testigos de Jehová han pagado terreno en Chiapas, y el único remedio a mano contra las “sectas” ha sido la persecución. Lo más notorio, pero de ningún modo lo único, es el caso de los expulsados de San Juan Chamula, los más de 35 mil instalados en los alrededores de San Cristóbal. Son incesantes las expulsiones, los asesinatos, los saqueos de propiedades. Y la intolerancia no ha merecido críticas de la izquierda tradicional (convencida de que todos los protestantes son agentes de Wall Street y la cia), ni del gobierno (medroso ante la posibilidad de molestar a la Iglesia Católica, su posible aliado y su decidido inquisidor), ni por supuesto del clero católico, asilado a su dogma: los herejes se llevan lo que merecen. Desde los años sesenta, gracias sobre todo a la influencia del obispo Samuel Ruiz, se difunde en Chiapas la Teología de la Liberación, o para usar el término reivindicado por la Diócesis de San Cristóbal, la Teología India. El énfasis doctrinario es muy novedoso y moviliza un ejército de catequistas. Así lo cuenta el obispo: “Vine a convertir a los indígenas, y ellos me convirtieron”. Por lo que se sabe, y ya se sabe bastante, no fueron pocos los catequistas involucrados en la formación del EZLN, pero la Diócesis no intervino directamente, y es calumniosa por entero la idea –sostenida desde el gobierno– de una rebelión manejada por Samuel Ruiz. Además, la ofensiva contra el obispo ha sido extrema en la prensa, la televisión y la radio. Y no han faltado las agresiones canallescas, como la del grupo de Auténticos Coletos (la derecha de San Cristóbal) gritándole: “¡Satanás, Satanás!”, y arrojándole tinta, o el atentado contra la hermana de Ruiz, de graves consecuencias. En materia de vida cotidiana la Iglesia Católica de Chiapas se atiene al fundamentalismo: guerra total a cualquier intento de despenalizar el aborto, rechazo del condón, oposición cerrada al control de la natalidad. Esto último es, si tiene sentido jerarquizar en estos temas, lo más grave. Pese al diluvio poblacional en Chiapas (más de 4 de crecimiento al año), los obispos combaten las campañas indispensables de planificación familiar. Los Acuerdos de San Andrés Larráinzar son el asunto más dificultoso para alcanzar la paz. Al cambiar la perspectiva del EZLN de lucha revolucionaria a lucha por los derechos indígenas, se vuelve inevitable el debate que lleva a los diálogos de San Andrés y los Acuerdos en materia de Derechos y Cultura Indígenas, firmados también por el gobierno, que luego (diciendo no hacerlo) los desconoce tajantemente. La piedra de toque de algo tan claramente vinculado a la Reforma del Estado es el tema de las Autonomías, “derecho colectivo de rango constitucional cuyo sujeto es el pueblo indígena”. Y los problemas consiguientes (y su entendimiento) son temibles. ¿Qué noción de territorialidad se aplica? ¿Vulneran las autonomías el pacto federal? ¿Cómo se aplica aquí la soberanía (ya tan desgastada)? ¿Es una injuria al carácter mestizo de México, como sostiene la derecha, que los pueblos indígenas tengan como tales representación constitucional? Como en el caso de otras minorías (las religiosas, las sexuales), las minorías étnicas reclaman derechos a la vez individuales y colectivos, y presionan para el gran debate que apenas se da en México. Al respecto, al tanto de la obligación gubernamental de cumplir acuerdos firmados y a sabiendas de la complejidad del debate, mi mayor duda tiene que ver con Usos y Costumbres. ¿Cómo evitar cierto recelo ante el “fuero indígena” que se dará si se reforma el Artículo 13 constitucional? ¿Y qué tanto de los usos y costumbres indígenas son inoperantes, por su intolerancia religiosa, su sexismo y su tradicionalismo? Es irrefutable el derecho a preservar las lenguas y los elementos culturales, pero, por ejemplo, ¿qué problemas suscitaría el reconocimiento como elementos de prueba en procesos legales de usos, costumbres, derecho, documentos históricos y tradiciones orales? El subcomandante Marcos es al lado de Carlos Salinas, Ernesto Zedillo y Cuauhtémoc Cárdenas, el personaje más controvertido de México. En el concepto Marcos intervienen un pasado radical, una capacidad innegable de entrega a su causa, un dogmatismo que en la tercera semana de 1994 abandona casi pero nunca del todo, los restos de la simpatía romántica por los proyectos revolucionarios, el valor que se le concede a las ganas de no dejarse (el “¡Ya Basta!”) y a la exigencia de vida digna. También, y notoriamente, Marcos ha sido un punto de vista muy eficaz, desde aquel texto de 1994: “¿A quién tenemos que pedir perdón?”. Cursi y sectario a veces, divagando sin límite en ocasiones, Marcos es hijo de su voluntad y del proyecto de resistencia de algunas comunidades indígenas, pero también en buena medida surge de la adhesión de sectores amplios del mundo indígena y de la respuesta emocionada y divertida de sectores de la opinión pública nacional e internacional, de intelectuales, periodistas y lectores. En su lenguaje, Marcos, tan concentrado en el horizonte trágico, entrevera posdatas, golpes de mordacidad, descalificaciones a pasto, ingenio analítico, falta de miedo a la cursilería. Está al tanto: en la combinación de ironía y emotividad se localiza gran parte de su poder de convicción. En su caso el humor, el desbordamiento metafórico, el amor por las anécdotas de los seres anónimos, el culto a la inmediatez sentimental, la reivindicación perpetua de los humildes, el desprecio por los de Arriba, corresponden a la estrategia centrada en el uso de los símbolos, y en la abolición del rostro, lo que a Marcos, no tan curiosamente, lo beneficia. Incluso su obsesión por la muerte próxima, tan inaceptable como lo es para los no convencidos de las virtudes del martirologio, halla eco en los desposeídos. Por eso, la campaña destinada a anular la eficacia propagandística de Marcos ha funcionado en diversos sectores, pero no afecta en quienes apoyan las motivaciones éticas de la resistencia. De nuevo el intercambio de monólogos. En enero de 1999, Chiapas es, por concentrar tan agudamente el orbe de la desigualdad inmensa, el problema que jamás resolverán la represión y las tácticas del linchamiento informativo. ~

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