Ara de mis recuerdos

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Para algunos, el final de la infancia llega cuando el tiempo cierra aquella heladería que servía el triple de napolitano split o cuando la casa de los primeros años, esa que nos vio jugar con la primera pelota, es vendida a un nuevo dueño. Para mí, la conclusión geográfica de la niñez ocurrió hace unas semanas. Un triste asombro me nubló cuando me paré en una esquina de Insurgentes, justo a la altura de lo que fue El Rélox (otro emblema infantil que murió para dar paso a una enorme tienda de papelería y a un horroroso restaurante de comida rápida árabe), donde alguna vez estuvo el paraíso terrenal: la juguetería Ara.
     Era la enorme Ara una media luna fantástica. Estacionarse frente a sus ventanales marcaba un momento de absoluta anticipación: adentro esperaba el "pequeño mundo" de Mattel, Disney y Mi Alegría, los carros deslizadores Avalancha y los microscopios. Una vez pasado el umbral, lo primero que recibía al embelesado niño era una enorme columna de pelotas de plástico: esas que son, en su mejor versión (quizá única), marca Salver. Recuerdo perfectamente que las pelotas estaban acomodadas casi como un castillo de naipes: sacar una podía implicar el derrumbe o, en el mejor de los casos, el violento reacomodo de ese universo esférico. Las había de todos tamaños, desde las pequeñas, que sólo podían servir a un niño, pasando por las medianas, perfectas para el futbol o voleibol, hasta las enormes que, francamente, nunca entendí: mi cabeza nunca ha concebido una bola que no tenga proporciones moderadamente futbolísticas.
     Más allá de ese pilar de pelotas estaba el país de los juguetes. Según recuerdo, Ara siempre tenía lo último; no era, por supuesto, una juguetería de descuento. Ahora, en esta época sin jugueterías decentes, el único establecimiento que dice tener un buen surtido lúdico tiene nombre de mercado cubano: Mercería del Refugio. La Ara de mis recuerdos era, a mucha honra, un prestigiado —y caro— almacén de novedades.
     El momento cumbre de mi romance con Ara llegó en algún momento de la primera mitad de los ochenta. En aquel tiempo, cuando el PlayStation y el Nintendo no existían ni en la imaginación de un niño japonés, el sueño máximo era tener un 2-XL. De roja mirada y una boca que, a la distancia, me parece severa, el 2-XL era un robot para niños interesados en ese kubrickiano desafío: retar intelectualmente a un robot. El funcionamiento era, para entonces, una maravilla: el juguete incluía distintos cartuchos  —sobre igual variedad de temas— que había que insertar en el vientre del robot. Una vez encartuchado, el 2-XL lanzaba preguntas que el niño debía responder apretando botones que decían "no", "sí" y un enigmático "más datos" reservado para aquellos momentos en los que la información resultaba insuficiente. Para mí, el 2-XL y sus entrañas eran símbolo del más hermoso misterio: ¿cómo funciona esta maravilla? Sólo Ara, según recuerdo, vendía el robot de las preguntas.
     En aquellos años de adolescencia temprana que coincidieron con esa demostración de esnobismo púber que marca el supuesto fin del interés por los juguetes, fui a Ara cada vez menos. Caminé muchas veces por ahí; la miraba de reojo, como se ve a un amigo que ha pasado de moda. Pasaron los años y la juguetería también dejó —ahora pienso— de interesarse en los niños. Ahora la veo como al protagonista de un cuento de Wilde: se fueron los niños y Ara, con su columna de pelotas, la vitrina de juguetes electrónicos, los estantes con juegos de mesa y sus helados Danesa 33 (arriba el chocochip), prefirió morir. La semana pasada, cuando la vi a medio demoler y recorrí el cascajo que presagia una nueva papelería o un edificio de oficinas, me inundó un auténtico pesar. ~

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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