Chichén Itzá, el más conocido sitio construido por los mayas, da pena. Da pena íntima al verlo invadido por más de dos mil ambulantes y da pena ajena compartir la experiencia con cientos de visitantes extranjeros.
Lo visité en la última semana del 2011. Primer shock: la unidad de servicios proyectada por el prominente arquitecto mexicano Teodoro González de León está irreconocible. Sobre su fachada, una vulgar lona de plástico con una mala foto del Castillo anuncia lo innecesario: Bienvenidos a Chichén Itzá. El corredor que organiza todo el edificio ha sido pintado con colores discordantes ajenos al proyecto original. En el patio se ha instalado una isla concesionada que anula el espacio y que tiene un diseño de centro comercial de mediana categoría.
La cola para comprar boletos se extendía cien metros con una espera de más de una hora para después ¡hacer otra cola para otro boleto! Esta extraña administración, probablemente única en el mundo, obedece a que los ingresos se dividen entre el INAH y el gobierno de Yucatán pero es inconcebible que no se pueda organizar de una manera sencilla como en todos los museos y sitios en México y fuera de él.
Por fin pudimos entrar para descubrir que el recorrido iniciaba entre dos hileras de puestos que ofrecían souvenirs y artesanías. Lo mismo se repitió en los trayectos desde la gran explanada hacia el Cenote Sagrado o hacia la zona de Chichén Viejo. El camino al Cenote Sagrado, de trescientos ochenta metros de largo, es un sakbé maya construido sobre un terraplén perfectamente alineado para realizar procesiones, es también un monumento ahora ocupado por la doble fila de ambulantes que impiden contemplarlo y entender su significado. Estimo que los ambulantes ocupan cerca de mil metros lineales del acceso y las conexiones principales. En total deben ser alrededor de seiscientos cincuenta puestos cada uno con dos o tres personas que los atienden.
Los trayectos a lo largo de estos pasillos son verdaderamente penosos. Las mujeres son albureadas, la insistencia es molesta y el ruido irritante incluye el producido por unos aparatos que rugen como jaguar.
Aunque se pretenda ignorarlos es imposible no analizar su oferta: productos horrendos, de mal gusto, pésimamente manufacturados y muchos de ellos desconectados de la cultura local. Ídolos de plástico, tapices de colores discordantes mostrando princesas mayas de calendario, sarapes de Saltillo, calendarios aztecas, máscaras de luchadores, camisetas con albures, serpientes de toda laya, chacs y chacmoles de plástico. La mayoría de los puestos venden lo mismo lo que denota una organización que suministra los artículos (¿chinos?) y por ningún lado aparecen artesanos independientes.
Como este fenómeno no existe en ninguno de los otros sitios arqueológicos de la península se infiere que condiciones políticas locales, probablemente derivadas de las décadas de conflicto entre el INAH y el propietario de las tierras, son las que propician esta desafortunada realidad. Pero ninguna justificación es válida ante el tamaño del oprobio que afecta las bases mismas de los intentos de construcción de la imagen del México contemporáneo.
En primer lugar, la pirámide del Castillo es una de las imágenes más difundidas del mundo prehispánico. México y Yucatán la han utilizado durante décadas en su promoción turística nacional e internacional. Además, al ser el sitio arqueológico importante más cercano a Cancún es visitado por miles de turistas extranjeros que no acuden a ningún otro sitio. Además, la densidad cultural de la península de Yucatán ofrece al visitante una de las más ricas experiencias arquitectónicas del mundo al visitar sus sitios prehispánicos, arquitectura religiosa colonial, haciendas del siglo XIX y la arquitectura tradicional de sus pueblos, todo ello en un espacio geográfico seguro, relativamente pequeño y bien comunicado.
La experiencia general es ordenada, desde el imponente Uxmal hasta las pequeñas iglesias del siglo XVI que se encuentran en decenas de pueblos. Los sitios arquitectónicos están libres de ambulantes y las explanadas en que se sitúan los edificios están sembradas de pasto. Las iglesias están pintadas, en funcionamiento y es fácil visitarlas. Incluso las ruinas de haciendas son accesibles y seguras. Todo ello comunicado por carreteras en buen estado que se han ampliado y mejorado en la última década. Estas condiciones imbuyen en el visitante un sentido de confort y tranquilidad que realza la experiencia estética, lo que hace aún más desconcertante la experiencia de Chichén Itzá.
La transgresión más importante es al estado de derecho. El Instituto Nacional de Antropología e Historia es por ley el encargado de cuidar el patrimonio arqueológico de México. En general, el INAH es muy estricto cuando se trata de la intervención de propiedades privadas que caen bajo su mandato. Pero ese celo por respetar la ley no se aprecia en Chichén Itzá. Ahí se violan ostensiblemente las leyes de protección al patrimonio, laborales, fiscales y diversas disposiciones sanitarias, de protección civil y de protección a la propiedad intelectual. Una manera de demostrar que la vigencia del estado de derecho no es mera retórica sería aplicarlo en el sitio arqueológico más conocido del país.
En el fondo el grave problema de Chichén Itzá es de gobierno. Con los instrumentos legales existentes, el INAH lo debería mantener en óptimas condiciones. Tampoco puede aducirse la falta de recursos ya que, por ejemplo, el día de diciembre que visité Chichén Itzá estimo que ingresaron a las cajas alrededor de un millón y medio de pesos. Correspondería al gobierno federal, a través de la sep, Conaculta y el INAH, concretar con el gobierno estatal y el municipal una solución estructurada sin minimizar las implicaciones humanas y políticas del tema, ya que en este caso el propósito del “bien común” que debe normar toda acción pública está del lado del respeto al sitio arqueológico.
Aunque se podría aducir que el desorden en Chichén Itzá obedece a un tema de empleos para una población marginada. En primer lugar, la calidad de los empleos es lamentable. La mayoría de los puestos ofrecen lo mismo, por lo que venden muy poco, y cada uno lo atienden hasta tres personas. El ruido y la agresión verbal a las turistas viene de que pasan el tiempo platicando y jugando con una mínima productividad. Por otro lado, Yucatán no es un estado con altos índices de desempleo. La industria turística y los servicios han sustituido en buena medida a la producción agrícola y ganadera. Y un sitio limpio y ordenado con un plan de desarrollo económico alrededor de Chichén Itzá traería más beneficios económicos que el empleo de subsistencia existente.
Finalmente es paradójico que sean las instituciones que deben velar por la cultura y la educación las que permitan el deterioro que trasmite al visitante nacional y extranjero una visión distorsionada de la cultura maya. Lo que ahí se vende no son artesanías sino objetos de producción en serie que irán a parar a los hogares de mexicanos y extranjeros como representación de nuestra cultura. El colmo lo constituyen las camisetas con el calendario azteca con una leyenda que dice Chichén Itzá.
Con el edificio de servicios deteriorado, los ambulantes que impiden disfrutar la experiencia de deambular entre los edificios y la pésima calidad de los objetos que se venden la experiencia cultural y educativa de los visitantes es lamentable. El visitante normal no aprende nada y se va con una imagen distorsionada y alejada de la experiencia estética, cultural y educativa que el Estado mexicano debería promover. ~
es arquitecto por la Universidad Iberoamericana y maestro en planeación urbana por el Politécnico de Oxford, Inglaterra.