Carta a Carlos Fuentes

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Ciudad de México, 19 de marzo de 1999
    
     Señor Fuentes:
     Es difícil que esta carta sea leída por usted. Debo continuar como si esto fuera posible. Asimismo, me parece todavía más difícil pensar que me responderá. Pero me suelo equivocar todos los días, como cualquier otro mortal. Me atrevo a escribirle porque estoy convencido de que hay comportamientos en el medio literario que deben modificarse, por razones —si me permite decirlo así— del bien común.
     Por ejemplo, la costumbre de tratarnos con tal reverencia que pocas veces un escritor se sincera en público con otro. Como verá, me permito una igualdad de trato que usted quizá desapruebe. “¿Quién es éste?, ¿qué se trae entre manos?, ¿cómo se atreve?”, se preguntará. También puede ser que dedique a estas líneas un gesto de desdén. Confieso que me gustaría conversar con usted en persona lo que tengo que decirle. Pero prefiero hacerlo de este modo, abierto y franco: me gustan las diferencias públicas por encima de los acuerdos o desacuerdos privados.
     De antemano, imagino que le resultarán indiferentes mis opiniones; me guía otro designio al escribirle: fechar estas líneas como una suerte de nota al pie de página —intrusa, parasitaria si quiere, y al mismo tiempo inevitable, al igual que la mayoría de este tipo de textos— del episodio sobre su larga amistad y su ruptura súbita con Octavio Paz. Una nota curiosa que estará —en el mejor de los casos— destinada al dudoso futuro de mis autorías.
     Con motivo de la muerte de Octavio Paz, usted escribió un ensayo titulado “Mi amigo Octavio Paz” (Reforma, 5 de mayo de 1998), en el que instruía a los lectores sobre su reserva —exagerada a mi juicio, pero fiel a la tradición literaria de nuestro país, que indica una escasez pudibunda de diarios, memorias y correspondencias— a publicar pronto sus “cartas cruzadas” con el poeta.
     Dispuso que éstas “queden selladas hasta cincuenta años después de mi propia muerte, cuando las intimidades, franquezas, desavenencias, querencias e insultos que inevitablemente salpican un canje de letras tan cotidiano e intenso, no hieran a nadie y sólo fatiguen a los biógrafos”. En efecto, acaso ni siquiera los recién nacidos ahora estarán para ver tal suceso. Sin duda, confía más en la posteridad que en los vivos. Ante esta certeza —reflejo de su temperamento—, revolotea una pregunta: ¿cómo puede estar tan seguro de que dentro de más de medio siglo tendrá “biógrafos” alrededor de su tumba? Perdone esta impertinencia —reflejo de mi temperamento— que me concedo como una broma para seguir adelante.
     La enseñanza que su generación dejó a la mía —no demasiado distante en años, pero sí en tiempo y costumbres— es aquella que usted resume al recordar que la fundación (1955) de la Revista Mexicana de Literatura “ofendió seriamente los sentimientos xenófobos y nacionalistas de la época”. Las resonancias de esa actitud valiente son por completo actuales. Por lo mismo, me atrae que, a juzgar por su escrito aquel, parezca incorporar aversiones de la misma estirpe que las que combatió en su juventud —en sí lamentables por estrechas e intolerantes— al paisaje de nuestra República de las Letras.
     Usted, como Octavio Paz, escenificó jornadas ejemplares contra el autoritarismo de los gobiernos postrevolucionarios. Es absoluta la gratitud que les debemos los que venimos después. En buena parte, gracias a ustedes podemos disfrutar de las libertades del presente, incluso la de dirigirme a su persona en estos términos.
     Tengo, como muchas personas de mi edad —o más jóvenes—, la idea de que ustedes cambiaron el rostro de nuestro país para hacerlo más democrático, igualitario y vivible. Por lo mismo, siempre me ha resultado bastante incómodo encontrarme con un Carlos Fuentes reacio a la crítica, a esa crítica que no atraviesa por su propia idea de la crítica: “para mí la crítica es en primer lugar una celebración, un goce, una albricia, un anuncio, una anunciación casi en el sentido cristiano religioso” (cf. Miguel Ángel Quemain, “Reverso de la palabra”, El Nacional, 1996).
     Afán de idolatrías aparte, sobresalta también descubrir a un Carlos Fuentes amnésico respecto de su amistad con Paz en el marco de los últimos treinta años —su recuerdo publicado en Reforma se detenía a principios de la década de los setenta. Y a un Carlos Fuentes molesto, hasta la ruptura definitiva, con su amigo de toda la vida porque éste se atrevió a publicar una crítica de Enrique Krauze —ni ataque ni calumnia ni libelo, como puede comprobar cualquier lectura desapasionada.
     Y si ese fuera el punto, ¿acaso los amigos no pueden equivocarse? Y, aún más: ¿acaso en la amistad no está dado el derecho de disentir? A juzgar por la contumacia en la que a mi juicio incurre —basta leer la reciente entrevista (Reforma, 13 de marzo de 1999) en la que insiste en que Paz “decidió romper nuestra amistad”—, no concede tal derecho a los amigos. De allí a considerar enemigos a sus críticos, hay un solo paso: y exigir silenciarlos, cancelarlos, exterminarlos. O, lo que es lo mismo, equipararlos, en un acto fallido del todo lamentable, con los peores políticos de la época moderna. ¿Me equivoco?
     “Lo más fácil es no odiar a los enemigos”, ha dicho usted, “porque mis enemigos me parecen demasiado minúsculos frente a los que hemos conocido en el siglo xx: Hitler, Stalin, Reagan” (ibid.). ¿De qué estará hecha la grandeza de Carlos Fuentes que ostenta símiles tan autoincriminatorios?
     Usted, Carlos, ha escrito que cuando, “siendo director de la Revista Mexicana de Literatura, me llegó a las manos un ataque salvaje contra Octavio Paz, me negué a publicarlo”. Afirma que no es tanto que usted descreyera de la “libertad de crítica y de expresión”, sino que, en cambio, “cree en la amistad” (“Y aquí no se publican ataques contra mis amigos”). Se lo digo de veras: ese episodio sucedió muchos años atrás. El México en el que ahora vivimos y queremos creer muchas personas está, por fortuna, muy lejano de tales escenarios unánimes o en blanco y negro, del “estás conmigo o estás contra mí”, típico del autoritarismo priista y su exigencia de nexos incondicionales.
     Ahora, al menos ésta es mi convicción, lo que antes se juzgaba “ataque”, si se fija usted bien, forma parte del juego participativo de nuestra arena pública. Y las críticas cuando mucho son —por dolorosas que se registren— palabras discordantes en la vanidad de los agraviados. O deben serlo. Nada más. Su obra, su persona, su trayectoria jamás se verán comprometidas por lo que usted considera “ataques”. Como se diría en términos coloquiales, “antes al contrario”.
     Le digo lo anterior desde el empeño de quien desea ver de otro modo la vida literaria. Estoy de acuerdo con la idea que cita del admirable Dr. Johnson: “No dejes pasar un día sin reparar tus amistades”. Pero, al mismo tiempo, quisiera que usted reflexionara sobre estas palabras de Cicerón —un autor en el que nuestro admiradísimo Octavio Paz se detuvo al final de su vida— en torno de la amistad:
      
     Entre los más dignos, ningún azote más grande hay para la amistad que la contienda por el honor y la gloria; por eso se han suscitado con frecuencia enemistades muy grandes entre los mayores amigos.
     Y lo siguiente:
      
     Porque si el interés trabase las amistades, una vez cambiado éste, se disolverían. Pero como la naturaleza no puede cambiar, las amistades verdaderas son eternas.
      
     Así, quiero pensar que, en su recuerdo de Octavio Paz, usted, Carlos, preserva algún vislumbre reconciliatorio. Qué ingrata paradoja sería dejar a la posteridad la imagen de un escritor que mientras llama a la concordia de la nación, se abisma en mezquindades privadas. Ojalá comprenda estas líneas. –
      —Sergio González Rodríguez

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