Cortos chilangos

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MUTANTES

Poco después de cumplir los diez años de edad, mi madre debió de pasar por una de las pruebas más grandes de su vida: regresar a su tierra natal y mostrarle a los suyos que el único hijo que había concebido era víctima, de nacimiento además, de un extraño síndrome. Terminaba para ella una existencia sin pasado, debía hacer frente a una docena de parientes ansiosos por examinar al nuevo miembro de la familia que durante diez años había permanecido en el extranjero. No pasó ni una semana del arribo al país de mis padres cuando tuve que visitar un hospital infantil, donde permanecí durante muchos días dentro de una cámara de oxígeno. Acababa de sufrir el primer ataque de asma de mi vida. Se dice que esa enfermedad tiene un fuerte componente psicosomático, que se trata en realidad de una de las formas con las que cuenta el cuerpo para llorar las penas que pueden aquejarlo. Un primo hermano sufría desde hacía muchos años de un asma persistente, no era anormal entonces que a mí también me atacara ese mal. Desde ese momento mi defecto principal, por decirlo de alguna manera, consistió en mi incapacidad para respirar. Lo del extraño síndrome que me acompañaba desde mi nacimiento podía pasar a un segundo plano. A partir de entonces mi madre contaba con el recurso de sostenerse en una enfermedad presentable en sociedad. Mis bronquios anquilosados parecían ser capaces de liberarla de su culpa. ¿Mi amor de hijo había sido lo suficientemente intuitivo como para generar un mal acorde con las circunstancias en las que teníamos que vivir? No tengo hasta ahora una respuesta clara. Lo que sí fue evidente es que a partir de entonces comenzó una vida llena de privaciones. Entre otras cosas que tenía prohibidas no podía comer la mínima golosina, ninguna fruta, tuve que olvidar la existencia de los refrescos. Tampoco realizar ejercicios ni salir a la calle después del anochecer. Aparte, mi cuerpo comenzó a intoxicarse cada vez más con la cortisona y los antihistamínicos que debieron aplicarme regularmente. Algunas amigas de su infancia consolaban a mi madre. Le decían que la enfermedad se iría con el desarrollo. Mientras llegaba aquel tiempo se solazaban recomendando recetas caseras. Cada una más pavorosa que la anterior. No probar líquidos durante una semana entera. Hervir hojas de geranio y tomar la infusión en ayunas. Recomendaban también médicos alternativos, que gracias a Dios nunca visité, que proponían tomar —en lo más crudo del invierno y a primeras horas de la madrugada— baños de manguera desnudo y al aire libre. Cuando cumplí trece años hicimos un viaje de vuelta a la ciudad de México. Bastó llegar al aeropuerto para que cualquier dificultad respiratoria desapareciera como por encanto. Recorrimos los lugares de mi infancia, visité a mis antiguos compañeros de escuela. Durante esos días el asma fue tan sólo un recuerdo lejano. En ese tiempo ya se hablaba de contaminación. Si bien no era una preocupación fundamental, aparecían como preocupantes las tasas de smog que se registraban en el medio ambiente. La vuelta al país de mis padres, después de unas semanas, fue realmente funesta. Nuevamente debí enfrentarme a carpas de oxígeno, a altas dosis de cortisona y a un nuevo descubrimiento: el spray broncodilatador, medicamento en ese entonces sumamente peligroso, pues según los médicos atacaba directo al corazón. Comenzaron a abundar entonces las historias, creo que más producto del imaginario que de la realidad, de niños que morían fulminados después de una aplicación. En casa se guardó el pequeño frasco de metal sólo para casos desesperados. Lo lamentable del asma es que casi todos los cuadros lo son. Cinco años después me nació un interés inusitado por el ciclismo. En ese tiempo ya estaba en la capacidad de comprar, con parte de mis propinas, mis propios broncodilatadores, que escondía en un agujero con el que contaba el brazo artificial que usaba en ese entonces. El proceso de comenzar a pedalear era bastante extraño. Salía muy temprano de la casa con el pecho molido. Avanzaba una cuadra y la crisis asmática se manifestaba en todo su esplendor. Sin dejar de pedalear sacaba el pequeño frasco de metal y me aplicaba dos inhalaciones seguidas. A partir de ese momento podía recorrer la distancia que quisiera. Hubo en aquel tiempo nuevos viajes a la ciudad de México, donde se daba siempre el mismo fenómeno de los pulmones relajados sin necesidad de medicinas. Apenas pude me instalé en esta ciudad en forma definitiva. Curiosamente, mientras el desastre atmosférico iba en aumento crecían las posibilidades de respirar a mis anchas. Fue aquí donde aprendí lo contradictorio que pueden ser dos curas llevadas a cabo al mismo tiempo. Estaba tan entusiasmado con la posibilidad de respirar sin impedimentos que ilusamente se me ocurrió que podía seguir siendo ciclista. Aún guardo en el desván de mi casa la espléndida bicicleta que compré a pocos días de mi llegada. Aparte de la incredulidad de los automovilistas, que no podían creer en la existencia de una bicicleta en su camino —por lo que hacían todo lo que estuviera a su alcance para hacerlas desaparecer—, son los temibles estragos que causa el smog en los cuerpos de los ciclistas lo que hace desistir a cualquier persona cuerda de practicar este deporte en un espacio tan altamente contaminado. Luego de una rutina, por corta que sea, las ropas comienzan a despedir un insoportable olor a monóxido y el paladar adquiere un desesperante sabor a metal que demora muchas horas en desaparecer. Me di cuenta entonces de que ya no necesitaba de una bicicleta para respirar. Me bastaba con inhalar profundamente, desde la más absoluta inmovilidad, un aire lleno de toxinas. Mientras más cargado de sustancias extrañas, mejor. Lo he comprobado, porque cada vez que salgo de la periferia urbana debo utilizar nuevamente el spray broncodilatador. En las reuniones sociales acostumbro guardar silencio cuando aparece el tema de las enfermedades respiratorias. Al empezar a hablarse de terapias de cura en Cuernavaca, de pulmonías rebeldes o de gargantas perforadas por infecciones busco la ventana más cercana, la abro y realizo una prolongada aspiración. Lo cierto es que los altos niveles de contaminación existen. Seguro que los índices de plomo en la sangre de los ciudadanos se encuentran bastante por encima de lo normal. Sin embargo creo preferir este tipo de anomalía que cargar con el peso de la culpa materna. No quiero volver a pasar por lo patético como puede llegar a ser un ataque de asma severo. Tampoco a sentir los efectos secundarios que la cortisona y los antihistamínicos suelen generar. Sospecho que en esta ciudad el atractivo se encuentra en el horror. Hasta ahora no se tiene conocimiento de que el smog haya matado a nadie de manera fulminante. La amenaza está entre nosotros, pero de manera un tanto ambigua y en apariencia distante. La contaminación parece por eso convertirse en uno de los atributos de la ciudad. El sello diferenciador tan necesario para identificarnos como comunidad. ¿Será posible que poder respirar plenamente en un espacio donde, sin ninguna explicación, caen muertas bandadas completas de aves no sea una particularidad mía, sino una marca definitoria de sociedad? Algo de esto se me aclaró en la ciudad alemana de Munster, donde visité al único científico en el mundo con la capacidad para reconocer oficialmente el síndrome del cual supuestamente fui víctima desde antes de nacer. "Usted no padece un síndrome de ninguna clase", me espetó aquel científico luego de examinarme. "Su caso está más cercano al de un mutante que al de un afectado por la ciencia", fueron sus palabras finales. Ya de regreso me puse a pensar seriamente en aquel diagnóstico. Soportando el tráfico del centro de la ciudad, mirando a los deportistas correr en el Parque de Chapultepec, viendo la baja tasa comparativa de uso de medicamentos broncodilatadores, comprendí la precisión de aquel veredicto. En esta ciudad todos somos mutantes. -— MARIO BELLATIN

UNA CIUDAD DE NOVELA

Nunca viví en el Distrito Federal, pero en junio del año 2000 una editorial española me encargó una novela con la única condición de que transcurriera en el Distrito Federal y, se sabe, uno se va a vivir a la novela que está escribiendo.
     Así que, desde Barcelona, viví en el df desde junio hasta fines de octubre del 2000. Hasta que mi computadora personal murió sin dar aviso y perdí todo lo que llevaba escrito. Decidí entonces que lo mejor —para superar el espanto— era viajar al df y llegué para el Día de los Muertos, arrastrando la memoria de mi novela muerta.

La enterré sin llorarla y volví a empezar. Estuve allí un mes, regresé a Barcelona, pero seguí viviendo en el df hasta julio del 2001, cuando entregué ese diskette que todavía nos empeñamos en llamar manuscrito y supe que —así como uno se va a vivir al sitio donde transcurre la novela que está escribiendo— de algún modo uno se queda a vivir para siempre en la novela que terminó de escribir.
     Según mi pasaporte, llegué al df por primera vez a finales de 1997. En esa realidad alternativa que también es nuestra vida, yo había llegado mucho antes al df. O el df había llegado mucho antes a mí. Mis primeros recuerdos del df me alcanzaron en Buenos Aires. Las revistas de historietas de Editorial Novaro —con esos perturbadores avisos de los Sea Monkeys— y los festivos y esqueléticos grabados de José Guadalupe Posada. Después, la imagen en blanco y negro de telenovelas (que invariablemente enloquecían a las impresionables empleadas domésticas argentinas), de películas (una bizarra saga familiar donde una sufrida madre se traga una espina de pescado para que su hijo, cirujano y alcohólico y de manos temblorosas, se viera obligado a practicarle una traqueotomía in situ y recuperar la fe), de fotografías de ciudades aztecas (que nunca parecen ruinas, parecen recién hechas para que parezcan antiguas), de una historia casi demencial donde niños heroicos se arrojaban envueltos en banderas y emperadores europeos eran fusilados y hombres y mujeres se fundían en el fuego de un volcán o de una revolución o de un terremoto, hasta conseguir el plano imposible de trazar y de resumir de una ciudad tan grande que sólo puede llamarse como el país que apenas la contiene. Uno se compra un mapa del df no para orientarse, sino para saber cómo extraviarse más y mejor. Ya saben: entrar es fácil, lo difícil es salir; como ocurre con ciertos amores o adicciones.
     Lo que más me interesó de Ciudad de México —lo que más me sigue interesando— es su vocación de agujero negro a la hora de devorarse las luces y las sombras de los que pasaron por allí, su geografía de isla inmensa que se hunde y a la que van a dar todos los náufragos que flotan, su mecanismo de pasadizo secreto por el que desaparecen todos aquellos que quieren ganar perdiéndose. El impulso de ir a Ciudad de México tiene algo de kamikaze y de samurái del bushido al mismo tiempo: el df completa nuestra educación y/o nos despoja de toda enseñanza. ¿Hay alguien —me pregunto— que se haya resistido a la tentación de no pasar por el df? Si es cierto eso de que todos los hombres están separados entre sí por un máximo de seis personas, entonces yo me atrevo a asegurar que por lo menos una de esas seis personas pasó por el df. Entonces me acuerdo de Terry Lennox…
     Lo recuerdo a la perfección y me acordé de él cuando vi por primera vez al df desde el aire de un avión, aterrizando luego de atravesar esa cáscara gris de smog para ver ese caos de calles y avenidas extendiéndose en todas direcciones como si fuera un virus alegre o una canción triste. Recuerdo que yo tenía diez años y estaba leyendo El largo adiós de Raymond Chandler, esa perfecta reescritura noir de El gran Gatsby de Francis Scott Fitzgerald. En la novela, se suponía que Terry Lennox había muerto en una habitación de un hotel de un pueblo llamado Otatoclán, y antes de suicidarse le enviaba una emocionante carta al detective Philip Marlowe en Los Ángeles. Más de doscientas páginas después, Terry Lennox volvía del df y de la muerte —con el rostro cambiado—, convertido en un tal Cisco Maioranos, para invitar a Marlowe a tomarse un gimlet y recibir el desprecio herido de aquel "triste, solitario y final". "Le habían hecho un gran trabajo en Ciudad de México y ¿por qué no? Sus doctores, técnicos, hospitales, pintores y arquitectos son tan buenos como los nuestros. Un poco mejores en más de una ocasión", explicaba Marlowe y yo lo leía, claro, como si tuviera la voz pero no el rostro de Humphrey Bogart (George Clooney sería un gran Marlowe, pienso), y me acuerdo que entonces yo pensé que Ciudad de México era ese sitio al que ibas a morirte para seguir viviendo, para que hicieran "un gran trabajo" con tu persona.
     Sigo pensándolo ahora y me he encontrado con ese síntoma en infinidad de libros hasta, por fin, poder ponerlo por escrito en esa novela sobre el df que me pagaron por escribir y que yo, más temprano que tarde, hubiera escrito gratis para así poder quedarme a vivir en esa ciudad y asegurar ahora, desde lejos, que todavía estoy allí. Y que no tengo ni quiero tener la menor idea de cómo salir. -— RODRIGO FRESÁN

DE LA CIUDAD:  SUS PERROS Y SUS VACAS

LAS VACAS
1. ¿Qué separa el campo de la ciudad? Una ciudad ideal sería aquella en la que lo bucólico —lo pastoril— coexistiese con lo urbano, una ciudad en donde además de los innumerables coches que circulan por las calles, los viaductos, los periféricos y los ejes viales, los perros tuviesen oficios definidos y se paseasen también las vacas, como solía suceder en México en tiempos no muy lejanos y actualmente en la India. Arturo, el personaje principal de El fistol del diablo de Manuel Payno, sale de madrugada de un gran baile ofrecido por el dictador Santa Anna en el Teatro Nacional, alrededor de 1845. Mientras se dirige a pie a su casa, no muy lejos del Zócalo, hace esta ¿curiosa? descripción: "Se escuchaba el sonido de dos o tres campanas que llamaban, y a este sonido pausado y religioso se unía solo el mugido de las vacas, que se ordeñaban todos los días en la plaza de la ciudad."
     2. En su libro La vaca, Tito Monterroso dice: "Las vacas pueden ser utilizadas como símbolo de muchas cosas. Sólo es feo y triste ponerlas como símbolo de mansedumbre y resignación." Por eso, México ha dejado de ser la región más transparente del aire y la ciudad de los grandes lagos. Es natural: para que florezca el alimento de las vacas (la alfalfa) se necesita una enorme cantidad de agua. Para suministrar la leche, las vacas convierten los vergeles en páramos y las lagunas en eriales.
     3. Después de la revolución, Catarino Ibáñez, de oficio lechero durante el Porfiriato, fue "electo" gobernador del Estado de México en La sombre del caudillo, la novela de Martín Luis Guzmán. Su principal tarea como gobernante fue la de comprar vacas de pura raza, constituir un establo modelo:

En los cobertizos, entre la doble fila de vacas rubias o color de canela, de vacas pintas en blanco y negro, de vacas sonrosadas, el gobernador se detenía una y otra vez para mostrar sus joyas predilectas. […] toda la instalación era perfecta o poco menos […] la lechería, los corrales rebosaban prosperidad eficaz y sabia. Reinaba el aseo por dondequiera; los animales y los aparatos estaban como en un salón.
     —Esto más que ordeña, parece exposición de automóviles —dijo alguno de los jóvenes políticos […].

4. Todavía hacia 1950 podían verse en la ciudad, no demasiado lejos, los espacios verdes, muy arbolados, y en el horizonte las montañas vírgenes; no había signos de vida citadina en el Ajusco. Más abajo, cerca de Chimalistac, estaban el pastoril entorno donde Santa, la protagonista "nefanda" de la novela de Federico Gamboa (1903), exhibía su "juvenil e inocente belleza", antes de ser precipitada "en el infierno", y las formaciones de lava del pedregal, donde la joven es "violada salvajemente" [sic] para luego ser trasladada al centro de la ciudad como pupila de la casa de prostitución de Elvira y su carne ser vendida como la carne de las vacas, colgada y exhibida en su total corporeidad en la carnicería que colindaba con el burdel.
     5. Un amigo mío vive en Colinas del Sur, una zona montañosa que alguna vez tuvo muchos árboles y ahora tiene edificios de todos los estilos, encaramados sobre los cerros, de una fealdad indescriptible, todos pintados de colores chillantes y ofensivos. "¿Por qué se te ocurrió vivir por aquí?", pregunto. "Me gustó el departamento", contesta, "sobre todo porque se puede oír en las mañanas el trino de los pájaros y el mugido de las vacas."
     6.

Si uno visita con amigos una ciudad desconocida, se empieza el paseo con una vaca.
     7. Cuando en 1961 comencé a dar clases en la Preparatoria Número 5, en Coapa, la hacienda donde trabajó Luis G. Inclán, autor de Astucia, la novela pastoril más importante de la literatura mexicana, las vacas eran parte ineludible del paisaje, al mismo título que los estudiantes: tantos ellos como las vacas se dedicaban a la paciente tarea de rumiar.

LOS PERROS
Uno de los signos evidentes de que se había llegado a una ciudad era el ladrido de los perros, como bien puede verse en el cuento de Juan Rulfo "No oyes ladrar los perros": ladraban cuando pasaba gente extraña o cualquier otro vehículo. Cervantes asegura que "después del elefante [no puede decirse lo mismo de las vacas], el perro tiene el primer lugar de parecer que tiene entendimiento; luego el caballo, y el último, la jimia". Ahora los perros pueden ser domésticos o callejeros y son estos últimos los que mejor se adaptan a la definición de Cervantes. Los perros extraviados, famélicos, grasosos, con el cuello rodeado de una cinta roja a manera de improvisado collar, son mucho más inteligentes y avispados que los domésticos, como lo prueba el caso de algunos perros históricos que reaccionaron con perspicacia contra las ordenanzas de un célebre virrey, el Conde de Revillagigedo quien, como relata Payno en su novela Los bandidos de Río Frío, al advertir que ya eran muchos los perros vagabundos que recorrían las calles de México (que entonces contaba con cerca de 120,000 habitantes), decretó que los zapateros colocasen frente a sus accesorias unas cubetas de agua para que los animales aplacasen su sed en una ciudad que carecía de agua corriente. Junto con esta medida humanitaria, dictó otra que condenó al exterminio a la raza canina, acción encomendada a los serenos, como quien dice nuestra actual policía auxiliar, quienes tuvieron la misión de asesinar a los perros, apaleándolos, y a cambio de su eficacia obtuvieron una recompensa.
     "Los perros, explica Payno, dilataron [sic], en verdad, pero tuvieron que reflexionar para poner fin a este estado de cosas. Repentinamente desaparecieron […] y resolvieron no transitar la ciudad de noche", e irse a vivir a la Villa cuya población "se componía de traperos, pordioseros y perros".
     No cabe duda: basureros y perros van de la mano. Como esta ciudad ha crecido desmesuradamente y ha alcanzado algo más que 120,000 habitantes, no toda la basura se concentra en los grandes basureros, sino que, de la misma manera en que han proliferado los centros comerciales, los restoranes y los cines, se multiplican también los basureros, con mucho menor armonía y estrategia que en la época de Payno: en cualquiera esquina florece uno, cuyo crecimiento se asegura con la diaria contribución de los vecinos y los perros que encuentran en ello su sustento; también las ratas, pero ellas son la harina de otro costal. -— MARGO GLANTZ

LA MAZURCA DEL OSO

En varias ocasiones he intentado escapar de esta ciudad sin haber corrido siquiera con un poco de suerte. Siempre vuelvo a mi encierro, sonriente, convencido de que en ninguna otra parte del mundo se puede odiar con tanta vehemencia (cruzar el océano para odiar a los sevillanos me parece un acto, además de inútil, perverso). Cuando uno conoce el odio tan a conciencia ningún otro sentimiento puede comparársele. Es un vicio a cuyos placeres es imposible renunciar. No estoy inventando una antipatía que se vale de las letras para ganarse un lugar en la página: lo que el Distrito Federal me causa es más bien desánimo, miedo a la muerte, sospecha de un vacío sideral. Yo consumí las suelas de mis zapatos en estas calles estrechas como intestinos. Traspasé las puertas de tantos lugares públicos esperando encontrar la vida. Y sólo encontré a una turba de desgraciados con los ojos medrosos que, como yo, esperaba una revelación que jamás llegó. Me habría gustado ser un enviado divino para comunicarles que por desgracia ya todo había sucedido sin el estorbo de su participación. Después de mis peregrinaciones nocturnas por varias colonias céntricas me dedicaba a hacer el recuento de los hechos escribiendo para revistas que compraban mis crónicas a cambio de unos cuantos pesos. Escribía acerca de ciertos lugares sórdidos que carecían de publicidad o no tenían cabida en la imaginación de los lectores: desde secretas ergástulas donde solían reunirse los travestidos en la madrugada hasta los más apartados concilios teporochos. Ahora, cuando recuerdo las noches invertidas en repugnantes covachas donde uno podía tener sexo por seis pesos u observar a un obrero cogerse a un perro, o a una jovencita morena con rostro coreano mostrar su vientre cicatrizado, pienso que intentaba no solamente conocer la vida, sino encontrar una manera de concentrarla en un punto, de forjarle un rostro para exorcizar así el horror de una ciudad como la nuestra. Pasearme durante las noches sin ningún orden, o acostarme con prostitutas de sesenta años, o ver a dos militares acariciarse el ano me parecían entonces actos propios de un temerario aventurero. Y pensar que sólo repetía el itinerario romántico de tantos artistas o escritores que me precedieron con sus paseos urbanos. Qué extraña decepción provoca saber que con uno no comenzaron ni tampoco terminaron estos vagabundeos: adiós a la vanidad.
     Lo cierto es que ninguno de aquellos antros de nombres sugestivos —corneta, pájaro, víbora, navaja, chaqueta— que acostumbraba visitar durante los años noventa eran tan perturbadores como lo son hoy en día los perros negros a cuyo resguardo se encuentra hasta la más candorosa panadería. ¿Desde cuándo se convirtieron estos infames animales en símbolo de la justicia? Es imposible caminar más de una cuadra sin encontrarte con sus jetas babeantes mordisqueando los huesos rojizos de un caballo. Sé que es riesgoso acudir a los recuerdos porque mientras para uno éstos se presentan con un acento mítico, para los otros suelen carecer de importancia. Corriendo el riesgo, describiré uno de los primeros recuerdos que guardo de esta ciudad. Fue hace más de treinta años, cuando un hombre vestido con overol recorría las calles de la colonia Portales blandiendo un pandero en el aire, mientras un oso enorme bailaba una mazurca en dos patas. La carlanca del oso era tan vistosa como su ridículo sombrero de paja que apenas le cubría su inmensa cabeza negra. En cuanto escuchábamos el pandero le pedíamos a nuestra madre que abandonara por un momento las labores de su esclavitud para llevarnos hasta la esquina donde bailaba el oso. Entonces ella tomaba una moneda de veinte centavos y nos hacía prometer que mantendríamos una distancia prudente con respecto a la bestia bailadora. Mi hermano menor era el encargado de meter la moneda en el sombrero que el domador extendía frente a los curiosos. Si bien el oso podía devorarnos de una dentellada se mantenía sereno, concentrado en los pasos de su mazurca. En cambio mi más reciente recuerdo urbano tiene sólo tres días: cuando una mujer con la cabeza sangrante pedía ayuda a gritos porque acababa de ser asaltada. Varios vecinos salieron de sus casas para auxiliarla mientras yo cerraba con doble llave la puerta de mi departamento. No aburriré a ninguno describiendo actos sangrientos tan poco interesantes. Sólo añadiré que cuando era niño podía estar a unos cuantos metros de un oso: hoy es más cuerdo permanecer encerrado.
     Cuando abordo el metro o un pesero siempre mantengo la impresión de que en esta ciudad viven los hombres más cobardes del mundo. Te miran con sus ojitos de rata sin permitirte asomar a sus sentimientos. A causa de este encono irremediable evito conversar acerca de mi ciudad con los extranjeros. Suelo cambiar de tema en cuanto el extranjero comienza a meterse en honduras. Y si no puedo evitarlo entonces confieso mi vergonzoso desconocimiento en temas urbanos, debido éste esencialmente a mi encierro voluntario. Aunque he escuchado decir —acostumbro concederles— que nuestra población es alegre, dispuesta a la conversación e incluso no tiene inconveniente en compartir su comida contigo, siempre que seas blanco o dueño de una estatura considerable. Como me es imposible describir mi ciudad sin abandonar mis contumaces rencores, me inclino por un silencio decente. Entonces soy yo quien pregunta al extranjero sobre sus impresiones y me pongo a escucharlo como se escucha el relato de un niño que se está imaginando cosas. -— GUILLERMO FADANELLI

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