Sucedió el cuarto día. Los peces, 1,200 de ellos que atravesaban el territorio en ese famoso viaje que todos ustedes conocen, fueron detenidos por un oficial de policía a bordo de una motocicleta. El oficial detuvo a todos los peces, que caminaban formando una fila de aproximadamente tres millas de largo. Les pidió una identificación, pero sólo algunos de ellos llevaban sus carteras. Les preguntó a dónde iban, y ellos contestaron: “A la otra orilla”. El policía miró de soslayo y se preguntó si los peces no se estarían pasando de listos. Les dio el beneficio de la duda y les preguntó si pensaban que su hija podría perdonarlo. La semana anterior, el policía, que se llamaba Gary, había vuelto a casa tras una larga noche de tragos con una ex novia que no había visto en siete años o algo así y que necesitaba que alguien la tocara para poder seguir viviendo. Gary la había tocado, y luego había vuelto a casa algo ebrio y había caminado a la habitación de su hija, que tenía doce años y estaba dormida. De pie en la habitación, observando el cuarto ordenado y la ropa limpia y los cuadros perfectamente colgados, lo invadió la gratitud. Él estaba tan sucio; sus pensamientos y su piel, todo tan sucio, pero su hija, Riley, era tan pequeña y dormía y respiraba suavemente. Quería una imagen de ella durmiendo así, en camisón y con pantuflas. Quería capturar el momento, de manera que lo pudiera tener consigo y que pudiera llorar sobre él mañana y siempre. Así que fue por la cámara Polaroid y volvió al lado de su hija. Se puso de pie sobre el colchón, enfocó y disparó el obturador. Y cuando se encendió el flash y la Polaroid hizo su poderoso zumbido, su hija se despertó y gritó. Vio a un hombre parado sobre ella y saltó y gritó llena de terror puro y absoluto. Diez minutos después, se calmó, pero desde entonces actuaba diferente con Gary. Y él no había podido explicarle con claridad que todo lo que quería era una foto de ella así, perfecta y dormida con sus pantuflas puestas. Ella lo había perdonado sin estar convencida, y él supo que nunca volverían a estar juntos como antes. Así que Gary le preguntó a los peces que viajaban a la otra orilla si su hija lo comprendería algún día, y ellos dijeron que no, que tal vez hasta que Riley tuviera la edad del propio Gary, es decir, dentro de treinta años; después de que se hubiera casado, divorciado y de que hubiera visto morir lentamente a tres personas. Entonces comprendería por qué su padre se paró en su colchón esa noche a tomarle una foto mientras ella dormía con sus pantuflas. –