Derrida y otros cadáveres

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El oscurantismo teórico que se apoderó de los estudios literarios parece estar llegando a su fin. En el ocaso del siglo pasado George Steiner se manifestó con argumentos irrebatibles acerca del “comentario sin fin”. Significativamente, Terry Eagleton publicó a fines del 2003 una especie de mea culpa: After theory. Poco después murió Edward Said, cuya penúltima posición (Humanism and democratic criticism, 2004) fue una sorpresa: “Para los jóvenes de la generación actual, la idea misma de la filología sugiere algo extremadamente antiguo y superado, cuando la filología es, en verdad, la más básica y creativa de las artes interpretativas.”

En octubre del 2004 falleció Jacques Derrida. Un día después de la muerte del autor de La escritura y la diferencia, el New York Times publicó una larga (y crítica) nota necrológica sobre él en las ediciones locales y nacionales. Casi inmediatamente, en una universidad estatal californiana que Derrida frecuentaba como profesor visitante, se estableció una página web en homenaje al teórico con el título “Remembering Jacques Derrida”. La fluidez epistémica, como dirían sus émulos de tercera categoría, no fue suficiente para evitar que éstos convirtieran el homenaje en protesta contra la “falta de respeto” del periódico.

Hasta mediados del 2006 habían fijado su adhesión en esa página web más de 4,200 signatarios. Una revisión somera de los firmantes y su trasfondo (desde un “estudiante” a un “empresario de internet” en la República Dominicana) revelaría que, si recuerdan a Derrida, probablemente no lo leyeron. Peor aún, es bastante obvio que esos sospechosos comunes no han leído lo que leyó Derrida, o a lo máximo han hojeado un libro sobre un libro sobre el propagador del relativismo de entre siglo.

¿Por qué se puede manifestar lo anterior con seguridad y sin intención de caer en revisiones subjetivas? En un año en que el mundo anglosajón “transatlántico” celebró, justamente, la publicación de dos novelas basadas en la vida de Henry James, y no supo qué decir de la correspondencia de Isaiah Berlin, la muerte de Derrida fue vista como un atentado de quién sabe quién contra la teoría. Si en un momento él fue una especie de sinécdoque para lo que se entendía por teórico, los excesos de la deconstrucción que propagó se ocuparon de crear otros pleonasmos o despilfarros interpretativos: el 2004 en verdad sirvió para que los teóricos reconstruyeran astutamente el giro conservador de Estados Unidos como el marco que amenazaba su quehacer, no como un momento para hacer un sano examen de conciencia. Si en el 2006 la teoría comienza a perder influencia no es debido a ensayos periodísticos conservadores, sino a que los lectores serios que no están pululando en las universidades no se tragaron el anzuelo académico.

La realidad es que la teoría siempre estará con nosotros después de que pasen sus autores, y debe ser así, no sólo porque, como disciplina, los estudios literarios deben tener el derecho de aproximarse a la literatura en maneras que no les gustan a los autores convencionales y críticos puristas, sino porque la necesidad teórica siempre ha sido defendida sabiamente por comparatistas políglotas, hoy considerados “tradicionales” o “conservadores” como René Wellek, desde fines de los años treinta, y mucho antes de que escribiera, con Austin Warren, su seminal Teoría literaria.

Hacia el fin de su vida, Wellek escribió un artículo (incluido en Theory’s empire, discutida a continuación) con el título “La destrucción de los estudios literarios”, y uno de los protagonistas del descalabro que vislumbra Wellek es la obra de Derrida. Cuarenta y un años antes, en una revisión de un artículo sobre la historia literaria que escribió originalmente para el Círculo Lingüístico de Praga, Wellek manifestaba que el desarrollo de la literatura no es un espejo de la historia de la filosofía. No debe sorprender que cuando un buen número de profesores de Cambridge protestó por el doctorado honoris causa que esa institución terminó otorgándole a Derrida, argumentos similares a los de Wellek surgieron de los filósofos y literatos que se opusieron.

Si ésa es la historia verdadera, las quejas contra el “mal trato” que sufrieron Derrida y su obra al morir el crítico (ya antes, sabemos, se anunció la muerte de la novela y la del autor, fallecimientos prematuros, como seguimos viendo) sirven para mostrar la intolerancia de los modistas de la teoría. La página web mencionada afirma la fe de los resentidos en la obra del teórico y rechaza el tono blasfemo de la nota del New York Times. Diferente del obituario, el elogio de Derrida y su influencia por los manifestantes es monolítico y absoluto, y frecuentemente no instruido.

Si esa reacción sugiere que los anuncios de la “muerte de la teoría” son prematuros, tampoco son objetivos, por varias razones. En una de las muchas cartas rechazadas por el New York Times que incluye “Remembering Jacques Derrida”, Gayatry Spivak defiende pomposamente al teórico, sin mencionar el interés creado de haber sido su primera traductora importante al inglés (versión que revisó posteriormente), y promulgadora de las ideas posteriores del francés. Judith Butler, aparte de compartir con Derrida y Spivak una ampulosidad que les ha hecho merecer premios a la prosa más incomprensible, pone por los cielos a su mentor estilístico en una nota del London Review of Books. Se aprecia el sentimiento humano que puede haber detrás de esa solidaridad, pero no sirve para poner en perspectiva la contradicción de que los derrideanos exigen objetividad a otros y no la practican ellos mismos, ni se molestan con estar de duelo por la muerte de teóricos que no piensan como ellos.

Aquella página web es “democrática”, porque incluye adhesiones de estudiantes que simplemente obedecen el llamado “teórico” del momento y de algunos académicos conocidos. Pero más que democracia “Remembering Jacques Derrida” transmite autodefensa y la inseguridad del que no está convencido del valor de lo que hace, y por ende reacciona con agresión.

El obituario de The Economist termina diciendo que Derrida dedicó sus últimos años a la política y a la religión, y que este último giro estaba atrayendo a varios especialistas en teología y estudios religiosos. “Dios los bendiga”, concluye la revista, casi sin ironía.

¿Y qué de la muerte de las teorías, y por qué relacionarla con la de Derrida? Es entonces cuando entra Terry Eagleton al proscenio de los sucesos “literarios” memorables de principios de siglo.

Hace más de veinte años el crítico irlandés publicó esa minibiblia llamada Literary theory (1983), que pronto fue traducida a varias lenguas y sigue siendo, en su versión revisada y algo aumentada de 1996, un éxito de ventas. Pero en After theory el prolífico Eagleton se convierte en alarmista contra la teoría y recicla un patrón de todos sus libros teóricos: su gran aprecio de todo elixir anómalo de magia interpretativa y populismo cultural, y su entendimiento incondicional de las relaciones profundamente subjetivas entre los públicos y sus críticos favoritos. Su aprecio es patente (y ciego) sólo si las teorías que analiza pasan la prueba de fuego de adherirse al marxismo. De lo contrario, Eagleton tiene poco nuevo que decir, y no sorprende que en su libro de 1983 no se alarme de que el discurso, tal como lo entiende la deconstrucción, “sólo permite conocer el propio discurso y no la verdad”.

En After theory el marxismo sigue teniendo el privilegio y monopolio de la verdad, y todas las otras teorías han resultado ser una gran mentira. Si, por un lado, el Eagleton de hoy muestra que para él la vida de una teoría literaria parece durar veinte años, también quiere curarse en salud y mantener su hegemonía interpretativa al proponer, convenientemente, el reemplazo de la teoría literaria con la “teoría cultural”, en que ve la salvación de la cultura de Occidente.

La mayoría de las reseñas del nuevo tratado de Eagleton han sido negativas, y se concentran en cómo este marxista empedernido ha convertido la teoría en, vaya sorpresa, un negocio lucrativo. Sin embargo, en una nota publicada en The Chronicle of Higher Education (enero 23, 2004) sobre After theory, Elaine Showalter –nada reacia a la teoría feminista, pero ahora otro de los convenientes arrepentidos que quieren volver a la literatura (véase su Teaching literature, 2003)– afirma que el epitafio que escribe Eagleton para las posiciones que mantuvo anteriormente no llega a confrontar las preguntas que surgen desde dentro y fuera de los estudios literarios. Showalter se pregunta “¿por qué no es la literatura, en vez de la teoría, el mejor lugar para pedir ayuda sobre la moralidad, el amor, la maldad, la muerte, el sufrimiento y la verdad, entre otras cosas?”

Si es verdad que necesitamos a los marxistas sin contradicciones para distanciarnos de la complacencia de creer que las ideologías capitalistas conducen al cielo interpretativo, vale escuchar la percepción de Eagleton del crítico cultural James Word en The New Republic (junio 7, 2004). Wood, tal vez el intérprete inglés reubicado en Estados Unidos más perspicaz y con menos pelos en la lengua, asevera que este libro de Eagleton “se define por el mismo tipo de reducción de gastos intelectuales, grandilocuencia campechana, apuro vulgar, e incoherencia final que hicieron de Literary theory una obra menos que acabada”. Eso, después de hacer un justo y breve recorrido sobre cómo la teoría ha almidonado a la crítica, aunque la ha alentado a ser más rigurosa y autocrítica de lo que había sido. Concentrándose en el conocido fastidio que Eagleton le tiene a las manías del posmodernismo (por ser “apolítico”), Wood postula que “La incoherencia de su libro yace no sólo en el hecho de que ataca y defiende la teoría, sino en que hace ambas cosas por salvar una especie de teoría original o sin mancha de su decadencia contemporánea”. Si gran parte de la culpa que sienten los recientes teóricos arrepentidos será corregida por mayor atención a una ética cómoda, Wood concluye que Eagleton sólo puede ver esa ética en términos marxistas, de la misma manera en que ve la teoría sólo como un logro de la izquierda de los sesenta.

En el artículo de 1982 Wellek advierte contra lo que hoy se llama interdisciplinaridad en las ciencias humanas, moda en la que se incluye Eagleton. Como dice Wood, la paradoja del crítico es que parece que sólo puede enseñarnos por qué necesitamos la teoría, y sólo de una manera teórica. Wellek, en su artículo de 1941, recomendaba que hay que distinguir entre tales tipos de estudio para la interpretación de la literatura, y el uso de la literatura como documento para el estudio de la historia de la civilización o la filosofía, la religión, la sociedad, etcétera.

El teórico austriaco pudo tocar la alarma en ambos artículos porque ha habido un gran cambio: los eruditos como él sabían mucho, tenían un apetito voraz para campos afines a la literatura, y respetaban la seriedad con que hay que acercarse a ellos. Desde entonces cada generación académica parece saber menos y menos, y la actual parece sentir la necesidad de no saber nada que no esté de moda. La queja es archiconocida, y no parece quedar otra opción que transmitir a las nuevas generaciones que siempre deben sospechar de cualquier enfoque que las alienta a pensar que está bien no molestarse con leer enormes cantidades de material. En un documental sobre Derrida que vi recientemente le preguntan al filósofo si ha leído todos los libros de su biblioteca. Dice de manera coqueta y fácilmente refutable, intentando abrir otra polémica que querría protagonizar, que sólo ha leído cuatro, pero muy, muy a fondo.

En After theory Eagleton tiene razón –como recuerda el novelista y crítico inglés David Lodge en la extensa reseña de ese libro en el New York Review of Books del 27 de mayo de 2004– al decir que nunca se podrá volver a un estado de inocencia preteórica acerca de la transparencia del lenguaje o la neutralidad ideológica de la interpretación. La realidad es que nadie ha pedido eso. Lo que se pide es sensatez y un distanciamiento del exceso y pretensión en la expresión. En varios ensayos de hace casi una década, compilados en El lenguaje de la pasión (2000), Vargas Llosa, añadiéndose como ningún otro prosista importante de lengua hispana a la conversación internacional en torno al papel de la teoría en la cultura, comparó la crítica de políglotas como Lionel Trilling y Edmund Wilson con la frivolidad de lo que llamó “La hora de los charlatanes”.

En el 2004 Eagleton y pocos otros preguntaron qué habrá después de la teoría, y contestaron que sólo habrá caos, irrelevancia, y una falta de búsqueda de absolutos; lo que no discutieron es su papel en esa progresión, o el hecho de que su habla es la del hiperespecialista.

Derrida (recuérdese sus fugas lingüísticas acerca del antisemitismo de Paul de Man) no llegó a arrepentirse como Eagleton. Su relativismo tampoco aclaró, para sus devotos, si Said era antisemita. Si cabe preguntarse por qué los estudios literarios creen que el mundo intelectual gira en torno a su otrora orgullosa disciplina (ahora debilitada por varias décadas de mala filosofía, mala historia y mala ciencia social), también vale preguntarse si estas confesiones revisionistas son un pretexto y otra manera de despreciar al público “profano” (el “Mundo”) al que pretenden ayudar. Subir el listón del relativismo mediante esas evasiones tendría la meta de mantener en el armario y socavar cualquier conclusión –sea de 1941, 1982 o 2006– que desafíe exitosamente la ortodoxia integrista de los estudios teóricos, sobre todo en el mundo anglosajón.

En el 2005, sin embargo, se vislumbraba por lo menos una voluntad de cuestionar los presupuestos del imperio de la teoría. En el caso que resumo a continuación ese espíritu es anónimo, lo cual todavía revela el terrorismo de la obligación universitaria anglosajona de estar al día y no desafiar los nuevos poderes. “Thomas H. Benton”, pseudónimo de un profesor de inglés en un college universitario del centro de Estados Unidos, propone que hay vida después de la muerte de la teoría, porque ésta es una apuesta de retrasados. En “Life after the Death of Theory”, publicado en The Chronicle of Higher Education (abril 29, 2005), Benton no se atreve a salir del clóset académico, pero su artículo tal vez sea una señal para esperar que sus alarmas sean un post mortem en vez de una guía para estrategias insurgentes.

La teoría se ha suicidado al crear expectativas detrás de las cuales hay ciertas realidades imposibles de sostener, y me limito a enumerar las que resume Benton:

 

1. Es un lenguaje que muchos alumnos de postgrado entienden de manera imperfecta,

2. Es una colección de jerigonza y plantillas en que cabe todo para todos,

3. Es imposible desarrollar tus propios métodos eruditos concienzudamente,

4. Lo único que requiere es conformarse a un juego de creencias políticas,

5. No hay otra explicación aparte de dogmas,

6. Reprime la posibilidad de diálogo cuando los jóvenes más la necesitan,

7. Es una coacción para apoyar conceptos complejos sobre los que no sabes casi nada,

8. Se enseña a ser subversivo mientras se vive otro tipo de conformismo, y

9. Se demoniza a los de afuera y se obliga a los de adentro a ser conformistas.

 

Según Benton, con la llegada del nuevo milenio la teoría tiene sus días contados, y los alumnos de postgrado se preguntan por qué han pasado unos diez años aprendiendo algo que ahora es totalmente inútil. La respuesta es simple: los teóricos se olvidaron de la literatura, e impusieron sus excesos abusando de sus puestos académicos. Con Daphne Patai he rastreado el contexto mayor al que se refiere Benton, señalando el gran daño causado por varios de los arrepentidos mencionados, cuyas lágrimas de cocodrilo no repararán sus agravios. Como dice Benton, reclamar hoy que no se tiene teoría es como pretender tener una objetividad perfecta. En el resumen en español [El Malpensante 61 (2005)] de nuestra introducción general a Theory’s Empire: an anthology of dissent (Columbia University Press, 2005), Patai y yo proponemos que las quejas contra la teoría tienen que ver más con la credulidad de los practicantes de segunda mano que con la aplicación sensata de varias teorías. Que los sedantes teóricos cuenten como perspicacia interpretativa nos dice tanto sobre el estado de la conversación crítica como sobre las limitaciones de teóricos individuales. Todos han creado un género que ha florecido por años pero que todavía no tiene nombre, precisamente porque la sabiduría limitada a un club que no acepta miembros que cuestionen sus fundamentos decae por su propio exclusivismo, sin contribuir en nada a la sociedad mayor en que se da.

Por otro lado, el ambiente teórico actual impone una monumentalidad inconcebible en la época de sus inicios. Por ejemplo, hoy no se escribe una biografía de un teórico sin que sea laudatoria (y probable y paradójicamente acrítica), así son Edward Said: criticism and society (2002) de Abdirahman Hussein y Jacques Derrida: A biography de Jason Powell (2006). No es casual que Powell no dedique ni una página, ni una nota a las críticas a Derrida de Said (para éste, ser de la “izquierda cultural”, como Derrida, no era ser político), o que acuda a neologismos “derrideanos” (pero en inglés) para hablar de cómo al fin de su vida su ídolo describe “la intervención de la muerte o el Otro en la cultura europea tal como la percibe la Europa cristiana” [sic].

En su breviario Eutanasia della critica (2005), Mario Lavagetto propuso de manera general que los críticos se han dedicado a la quimera de una “cientificidad tan autorreferencial como estéril”. En nuestra lengua ese reconocimiento tiene una historia más antigua.

Entre los aciertos de su discurso de ingreso (1981) al Colegio Nacional, “Crítica literaria tradicional y crítica neo-académica”, recogido en sus Ensayos sobre crítica literaria (1992), Antonio Alatorre revisa la riqueza deslumbrante de las escuelas críticas de entonces: “Toda esa floración a que me he referido, esas grandes aventuras teóricas, esos brillantes documentos analíticos de la eterna lucha de Jacob con el ángel, todo, todo eso está causando más mal que bien, por la manera como se recibe: … con el mismo embeleso con que las colonias de tiempos pasados recibían todo lo producido en las metrópolis.” Hace cuarenta años, en “País sumamente importante de ejemplar y brillante subdesarrollo con literatura en plena expansión al mercado internacional solicita crítico literario ideal”, Gabriel Zaid pronosticó con brillantez e ironía lo que terminó ocurriendo cuando países como los nuestros escucharon más a los “vivos” que a los muertos. Según David Lehman, biógrafo de Paul de Man, para éste “La muerte es un nombre desplazado para un aprieto lingüístico”. Que en paz descanse. ~

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(Guayaquil, Ecuador) es crítico literario. Su estudio Los peajes de la crítica latinoamericana aparecerá próximamente.


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