El novelista frente a la academia

Invitado a impartir cátedra en universidades como Princeton y Columbia, el autor de Los cachorros sostuvo un enérgico intercambio con estudiantes y académicos durante distintos periodos. Sin dejarse amilanar por las modas teóricas, pudo compartir con valentía y generosidad invaluables lecciones sobre el arte de narrar.
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Mario Vargas Llosa, profesor, por Rubén Gallo

Vargas Llosa: informe para una academia joven, por Wilfrido H. Corral

Mario Vargas Llosa, profesor

Rubén Gallo

Mario Vargas Llosa fue novelista, dramaturgo, ensayista, columnista, periodista, traductor… y también profesor. De esta faceta de su vida poco se ha escrito.

Conocí a Mario un día de otoño de 2006. Yo llevaba cuatro años de profesor en Princeton y un buen día me escribió Peter Dougherty, el director de la editorial universitaria, invitándome a un encuentro con el escritor peruano. Estaban por publicar su ensayo sobre Victor Hugo en traducción y le habían pedido que se reuniera con el personal para hablar sobre el libro. Mario iba acompañado de Patricia, su mujer, y cuando hablaba le brillaban los ojos. Contó, con entusiasmo, la vida de Victor Hugo, sus hábitos de lectura y de escritura, sus amores y desamores. Tenía una gran capacidad de cautivar a su público y todos lo escuchábamos maravillados. Uno de los episodios que más lo sorprendían era la relación del novelista francés con las mujeres. Era virgen y se casó tarde y cuando llegó la noche de bodas, le hizo el amor siete veces a su nueva esposa. “¿Se imaginan ustedes?”, preguntaba Mario dirigiéndose a esos americanos que se sonrojaban y esquivaban su mirada, “¡siete veces! ¿Comprenden lo que es eso? ¡Siete veces!”.

Patricia, sentada en una esquina de la sala de reuniones, se reía a carcajadas.

Poco tiempo después pude invitar a Mario a que pasara un semestre en la universidad. Quiso dar una clase sobre Borges y leer con los alumnos los textos menos estudiados: poemas, crónicas, reseñas. Princeton ya era su casa: había venido a refugiarse al campus después de la campaña presidencial de 1990, y fue aquí donde terminó de escribir El pez en el agua. Había entregado los documentos de la campaña –además de su correspondencia y los manuscritos de sus novelas– a nuestra biblioteca, en donde ya teníamos los archivos de Carlos Fuentes, de José Donoso, de Guillermo Cabrera Infante, de Elena Garro, de Reinaldo Arenas y de tantos otros escritores latinoamericanos.

En esos años Mario venía a Princeton con frecuencia: a veces eran viajes puntuales, a dar una conferencia o a consultar su archivo. En otras ocasiones se quedaba todo el semestre e impartía un seminario. Estaba con nosotros en el otoño de 2010, cuando recibió la llamada de la Academia Sueca anunciándole que había ganado el Premio Nobel. La universidad organizó una gran fiesta, a la que llegaron todos los profesores de Princeton que habían ganado ese premio. Recuerdo que un señor mayor y desaliñado, que arrastraba los pies al caminar, se acercó a Mario con la mano extendida, diciéndole: “Yo también soy premio nobel.” Luego me enteré de que era John Nash, el matemático esquizofrénico cuya historia inspiró la película A beautiful mind.

En una de tantas visitas, Mario y yo impartimos un seminario al alimón: un panorama de la obra novelística de Vargas Llosa. Les pedimos a los estudiantes que fueran al archivo y trajeran a clase los documentos que más les interesaran. Cada semana uno de los muchachos proyectaba imágenes de lo que había encontrado y las relacionaba con la novela que discutíamos ese día. Recuerdo a una chica que proyectó un poema de amor escrito por Mario a los quince años y procedió a hacer un análisis textual. “¡Qué vergüenza!”, le respondió Mario. “Además de cursi, ese poema es malísimo.” En otro encuentro, un estudiante presentó una crónica que Mario había publicado sobre las farmacias en Lima cuando tenía dieciséis años. “No recordaba haber escrito ese artículo”, confesó Mario.

Como todo buen profesor, Mario sabía aprender de sus alumnos. Llegaba a clase de buen humor, bromeando y tratando a los estudiantes con mucha empatía. Yo también aprendí mucho en aquellas clases y recuerdo varias lecciones de las que aquí dejo constancia.

En una clase sobre Conversación en La Catedral, una estudiante muy brillante presentó una lectura feminista de la novela. Citaba una teoría muy de moda en aquellos años que proponía una prueba de género que podía aplicarse a cualquier libro y que consistía en buscar personajes femeninos que no fueran objetos de un deseo masculino. La estudiante habló de Aída, una joven que pertenece a un grupo trotskista en la novela: parece un personaje muy politizado, pero dos de sus compañeros, Jacobo y Santiago, están enamorados de ella. “Hay muchos personajes masculinos en el libro que nunca son definidos en base a quién los ama o a quién los desea. Aída, en cambio, es una activista, pero está definida por el doble deseo masculino”, argumentó.

Mario la escuchó con mucha atención antes de responder. “Aída es una joven muy comprometida con la política, pero es también una mujer que se enamora de uno de sus compañeros. La complicación es que hay dos de sus compañeros que están enamorados de ella. Al final ella elige a uno. ¿No es así?” Los estudiantes asentían en silencio. Mario continuó: “Hay dos y ella escoge a uno. Esperemos que hayan sido felices.”

Todos nos reímos y pensé que Mario, sin decirlo, les había dado una lección muy valiosa. Las teorías son útiles, hasta cierto punto, pero nunca podemos olvidar que la literatura es un retrato de la vida y de cómo los seres humanos sufrimos, gozamos, nos enamoramos. Para entender una novela hay que tomar en serio a los personajes, tratarlos como si fueran de carne y hueso, estar atento a sus sentimientos. Saber leer con el corazón y no con la cabeza. Leer como narrador.

Han pasado muchos años desde aquella clase. Muchas veces, cuando leo, cuando escucho una ponencia, cuando estoy con estudiantes, recuerdo la lección de Mario. Y sigo preguntándome si Aída fue feliz con el muchacho que eligió.

En otra clase, hablábamos de Marcel Proust. El novelista tenía un interés antropológico en la aristocracia parisina –una clase a la que no pertenecía– y empleó su novela para analizar los usos y costumbres de ese sector de la sociedad. Cuando se publicó el libro, críticos y lectores se dedicaron a buscar las “claves” de los personajes. Muy pronto se supo que el modelo del barón de Charlus había sido el poeta Robert de Montesquiou; el de Charles Swann, el dandi Charles Haas; el de la duquesa de Guermantes, Geneviève Straus, la viuda de Georges Bizet. Muchos de los aludidos se disgustaron al leer su “retrato” y le retiraron la palabra al novelista. Proust se angustió mucho hasta que uno de sus amigos le dijo: “Marcel, tú siempre me explicaste que tu libro era una investigación científica, algo como lo que hizo Jean-Henri Fabre con el mundo de los insectos: un experimento que consistía en observar y describir. ¿Tú crees que cuando Fabre publicó sus libros a él le importó lo que pensaban los insectos?”

A pesar del comentario de Cocteau, los lectores de Proust siguen buscando las claves de los personajes. Hace unos meses Laure Murat publicó su Proust, roman familial, en donde cuenta cómo su bisabuela, la princesa Murat, sirvió como modelo al personaje de Proust que lleva el mismo título.

Pensando en todo esto, le pregunté a Mario sobre los modelos de sus personajes. En algunos casos, la relación es obvia: el Trujillo de La fiesta del Chivo; Roger Casement en El héroe discreto; Flora Tristán en El Paraíso en la otra esquina. ¿Pero qué pasa en otros casos más enigmáticos, como Urania Cabral o la niña mala? ¿Hay “claves” para entender a estos personajes?

En el caso de Proust, hay personajes que condensan elementos de varios conocidos de Proust. Charlie Morel, por ejemplo, tiene algo de Reynaldo Hahn, pero también elementos de Gabriel de Yturri, la pareja de Montesquiou. Los modelos y las claves pueden ser múltiples.

Al preguntarle a Mario sobre su propia técnica, me dio una respuesta muy sencilla: “Los personajes están hechos de palabras.”

¡Cuánta sabiduría hay en esa frase, que también explica la ilusión de realidad que puede generar la literatura! Todo, en una novela, está hecho de palabras. Más allá de lo que pueda imaginar o pensar el novelista al momento de escribir, lo que plasma en la página son palabras, que son los tabiques con que se va construyendo la estructura narrativa. Y para entender a los personajes, hay que saber descifrar las palabras de las que están hechos.

Desde entonces, cuando me ha tocado presenciar algunas de las interminables controversias que genera la literatura, pienso en las palabras de Mario: “Los personajes están hechos de palabras.”

Hablando de Conversación en La Catedral, Mario pronunció una frase enigmática: “Las dictaduras me dan asco.” Pronto pasamos a otro tema y me quedé con la duda de lo que quiso decir. Pensé que en otro momento le preguntaría. Pasaron los años y las visitas y el Nobel y por una u otra razón nunca volví a preguntarle sobre esa declaración.

Al volver a Conversación en La Catedral y a La fiesta del Chivo, me doy cuenta de que la sensación de asco está muy presente en las dos novelas. Hay personajes que sienten asco y otros que provocan asco. En La fiesta aparece un senador llamado el Constitucionalista Beodo que sus compañeros apodan “la inmundicia humana” y la novela contiene descripciones gráficas de cómo ese hombre, con el pelo grasiento, se mete el dedo en la oreja o en la nariz durante las sesiones de trabajo. En Conversación, las aventuras sexuales entre los funcionarios del gobierno de Odría y las prostitutas generan un sentimiento de repugnancia.

Pero ¿qué quiso decir Mario al asociar las dictaduras con el asco? Fue algo que pensé mucho y que no lograba entender.

Hasta que llegó el 7 de enero de 2021. Estábamos saliendo de la pandemia y yo estaba pasando unas semanas en Mérida. Desde allá leí las noticias y vi las imágenes de lo que había pasado en el Capitolio de Washington. Me costó trabajo creerlo: un país que durante tantas décadas se había presentado como el modelo del orden democrático y del Estado de derecho estuvo a punto de vivir un golpe de Estado. Además de la incredulidad, me invadió un sentimiento de asco.

En ese momento entendí, por fin, el sentido de las palabras de Mario.

Las dictaduras generan asco porque hay algo sucio en el gobierno que termina por contaminar a toda la población. En Conversación todos los personajes terminan afectados por la dictadura de Odría: desde los políticos hasta la gente más humilde, choferes y criadas. Vivir bajo una dictadura corrompe y ensucia… y produce asco.

Ahora, cuando leo las noticias sobre lo que está pasando en Washington, en las universidades americanas, en la frontera, en todo Estados Unidos, recuerdo con tristeza las palabras de Mario: “Las dictaduras me dan asco.”

Este semestre impartí en Princeton una clase sobre literatura y política en América Latina. Hablamos mucho de Mario con los estudiantes, muchachos muy brillantes y muy jóvenes, de diecinueve y veinte años. Leímos El pez en el agua, Conversación en Princeton, La fiesta del Chivo. Mario ya no podía viajar, pero les pasé videos de él debatiendo con Fujimori, hablando sobre Trujillo, calificando al pri de “dictadura perfecta”. A pesar de la distancia sentimos que había pasado una parte del semestre con nosotros.

Mario murió un domingo y al día siguiente regresé al campus a dar mi clase. Me sorprendí al entrar al salón: los estudiantes estaban pálidos, tristes como si acabaran de perder a un familiar. Los impresionó mucho la noticia y hablando con ellos me di cuenta de que era la experiencia más cercana que habían tenido de la muerte. “También esa”, pensé, “fue una lección de Mario”. ~



Vargas Llosa: informe para una academia joven

Wilfrido H. Corral

Los continuos homenajes a Mario resaltan que era un maestro entre maestros, entusiasmo que sus exalumnos han compartido desde que empezó a enseñar en 1966 en la Universidad de Londres. Otros discípulos podrían lograr lo que hicieron los de Ferdinand de Saussure y, así, armar un “Curso de Novela General”. Si se hizo algo similar con las clases de Borges, la aún mayor presencia de Mario en la academia daría para más.

Fue mi profesor en los años setenta en Columbia University, ya era “Vargas Llosa”, y decenas de alumnos de posgrado, de varias disciplinas, tuvimos que seguir sus clases en inglés. Su Cátedra Tinker estipulaba, quizá con razón, que, si parte del auditorio no hablaba español, la instrucción debía ser en inglés. Los latinoamericanos protestamos (no regían entonces la diversidad, equidad e inclusión), y Mario dio su clase sobre la novela latinoamericana en inglés. En Stanford y otras dio charlas en esa lengua. Celébrese, por tanto, que el discurso del Nobel fue en español.

Discuto su magisterio en el contexto de que no hay elogio que no mereciera y como reconocimiento al hombre orquesta que fue. En su cátedra fue brillante, directo, y sobre todo modesto y responsable; cualquiera de sus alumnos lo verificará. Es costumbre de las universidades estadounidenses prestigiosas invitar a figuras reconocidas; por Columbia pasaron Picón Salas, Uslar Pietri, Fernández Retamar, Ana María Barrenechea (a quien le escribió cuando comenzaba como novelista, y a quien recordó con admiración), Beatriz Sarlo y otros. También daban clases Eco, Todorov (que preparaba su libro sobre la conquista), Kristeva y Greimas, no los posestructuralistas que Mario puso en perspectiva en ensayos, artículos y crónicas recogidos en los tres volúmenes de Piedra de toque. Años después escribiría una contundente nota de contratapa para Theory’s empire (2005), crítica de los excesos teóricos de esos tiempos que compilé con Daphne Patai.

En la última clase de aquel curso analizó su propia novelística (exigimos que fuera en español). Cada clase fue nueva, explicada de memoria (se sabe que la suya fue prodigiosa) y en esa ocasión habló de La guerra del fin del mundo, que preparaba. Relataba cómo investigaba rigurosamente cada tema, y se notaba carburar su cerebro. No obstante, como notó Dwight Garner en su semblanza necrológica para el New York Times: “para alguien tan interesado en la historia y la investigación, Vargas Llosa hablaba a menudo de los elementos irracionales de la escritura de ficción”. Sus pocos pares admiraban ese proceder, pero era de esperarse que los jóvenes se entusiasmaran con otros o nuevos aspectos del novelar.

Se puede captar envidia o mezquindad en algunas reacciones de aquellos novatos y detectar el oportunismo de los que –hace poco fieles a Bolaño– ahora se suben al tren vargasllosiano. Por cierto, como un añadido, cabe mencionar que Vargas Llosa manifestó su admiración por Bolaño y fue demasiado generoso con otros de su cohorte en su prefacio para Les bonnes nouvelles de l’Amérique Latine. Los resentidos que se oponen a Vargas Llosa exhiben una “ética” perversa, como también los latinoamericanistas que se quejan de su política [sic] desde la comodidad de sus puestos en el imperio estadounidense. Contrariamente, los tributos, la adjetivación entusiasta y los enfoques positivos iberoamericanos aumentaron desde el Nobel. Los ejemplos son vastos: desde los homenajes en el monográfico de la revista Turia, el libro colectivo Vargas Llosa. De cuyo Nobel quiero acordarme y la revista Estudios Públicos, todos ellos de 2011, hasta los más recientes de la revista Círculo de Lectores de Perú en marzo de este año.

Con la primera edición argentina de Cartas a un novelista (1997) –título al que se añade “joven” en la versión española–, los narradores iberoamericanos recientes se remitieron más a Vargas Llosa que a Rilke. Además de encontrar un espíritu afín, concentrado en la libertad y mentalmente joven, en las opiniones vertidas en ese libro, vieron en Mario un guía de cómo vivir en tiempos difíciles. Esa es la idea fundamental de los testimonios que publicó, en marzo de 1998, el suplemento Lectura del periódico mexicano El Nacional bajo el título “Respuestas a Vargas Llosa de 10 novelistas jóvenes de Hispanoamérica”. Sobresale en ellas el tono admirativo, combativo, novísimo, franco y brillante; igual tono al que tuvo él como intelectual público, incluso cuando se jubiló, y con el que cerró el boom que había iniciado.

Si los lectores de la actualidad desean conocer evaluaciones objetivas de qué significaba Mario a finales del siglo XX, los textos más perspicaces son los de Leonardo Valencia, Rodrigo Fresán e Iván Thays. En “Gratitud crítica” Valencia justiprecia Cartas… como fusión de saberes novelísticos, rechaza el nacionalismo irreflexivo que agobia al talento individual ante la tradición de su Ecuador natal, y ve en Vargas Llosa un estímulo con el cual medirse, no un obstáculo: “Y por eso no comparto la voz de ese coro que se dedica a desprestigiarte.” Valencia matiza y corrige las tensiones del joven novelista de este siglo, pues Mario, cuya inteligencia emocional lo separa del escritor que respira inteligencia artificial, seguirá siendo un maestro para estos años.

Para la edición de Cartas… de 2011, Mario redactó el prólogo “Una discreta autobiografía”, en donde aseveró: “Escribí todos estos capítulos en pocos meses, aprovechando notas y apuntes que me habían servido para dar conferencias o seminarios sobre mis autores favoritos. Se trataba, pues, de un libro muy personal y, en cierto modo, de una discreta autobiografía.” Aunque él mismo advertía: “Este no es un manual para aprender a escribir.” Asunto que, por cierto, discutieron los doce escritores que en Turia contribuyeron con testimonios ricos y variados (junto a una genial cronología de Jorge Eduardo Benavides).

En su cuento “Informe para una academia”, Kafka entrega una parábola sobre la escritura y la identidad del escritor ante tantos maestros. Relato apropiado para señalar que, rodeado de incomprensibles pedagogías contemporáneas, Mario se opuso a las obsesiones académicas, optó por otros protocolos de la conciencia para representar mundos nada menores a los de Kafka, sin depender de un aura de asimilación, que no necesitaba. El peruano y el checo eran universalistas en su particularismo, escritores totales sin imperativos.

Luego de haber concertado una cita para discutir el tema de mi trabajo de fin de curso, fui al despacho enorme que le facilitó Columbia, en cuya antesala estaba una señorita. Saludé, ella lo llamó, y cuando salió me presentó a “Patricia, mi esposa”. Así de caballeroso, como también lo manifestó en su emotivo discurso de Estocolmo. Mario escuchó atentamente y con paciencia los andamiajes teóricos que, en mi inocencia, pensé que le agradarían. Me alentó a seguir con el tema, hizo observaciones agudas y directas con la diplomacia que lo caracterizaba. Años después decidí escribir sobre su no ficción, no solo porque tan pronto como salía un tomo publicaba otro, sino porque allí se explica su narrativa.

La atención a su prosa no ficticia sigue siendo menor y por eso persisten los prejuicios sobre sus ideas estéticas y políticas. Mario leía puntillosa y exhaustivamente a sus contrarios, mientras que sus discrepantes, con la excepción de Benedetti, lo suelen leer selectivamente. Mario no es un provocador y, en ese sentido, se confunden quienes se aproximan a sus textos con la postura “Vargas Llosa y yo”. Ni él ni el Borges que tanto admiraba necesitan hagiografías. En Vargas Llosa: la batalla en las ideas (2012) me parecía importante enfatizar la preposición en para proveer el contexto mundial que sigue faltando entre sus críticos apacibles o comprometidos.

En un artículo sobre los tomos de Piedra de toque, publicado en abril de 2013 en Letras Libres, argumenté que limitarlo a nuestro continente es descontextualizarlo.Si resulta paradigmático en la narrativa como Cervantes, Joyce, Mann y Orwell, también es como Woolf, Doris Lessing (sobre la censura) y los pensadores de La llamada de la tribu en su no ficción: he ahí los tomos de Piedra de toque. Los ya planeados cuarto y quinto volúmenes patentizarán su contemporaneidad, su vigor independiente que, como en Kafka, se traducen en una literatura hecha vida.

Llevo décadas admirando cómo logró bajar a la tierra todo lo que dice Steiner sobre los maestros y, aunque no esté de acuerdo con Mario en minucias, sigo aprendiendo del ser humano seguro de sí mismo que fue. Cuando algunos coetáneos se repitieron en su quehacer, él seguía desafiándose en su dedicación, tolerando la multiplicidad de enfoques requeridos por la nueva esfera pública, porque sabía bien que hay realidades que superan el creer en una sola manera de expresarse. Como maestro logró su verdadero fin al reconocer la luz más potente de algún discípulo o también cuando alzó el listón de realidad más allá de sí mismo para que el adepto no se obsesionara con duplicar su maestría. Siempre fue así, y esa consistencia es una marca de su juventud y de cómo seguirá siendo profundamente pertinente. ~


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