Uno lee o escucha la convocatoria –mucho ha tenido que ver la radio con su eficaz promoción– y a botepronto, por reflejo, sin pensarlo mucho, se siente impulsado a decir: “Flaca, sácate los marcadores que tenemos que pegar una cartulina en la entrada.” Y es que, caray, a ver quién tiene las pocas entrañas de no apoyar una campaña que clama por lo inapelable, es decir, por el cese de la violencia, por el reencuentro con una cotidianidad tan normal como puede haber sido la cotidianidad en este país. Honor a quien honor merece, la cosa está bien pensada. Las campañas como “No más sangre” no fallan, según podrá comprobar quien se asome a las redes sociales y descubra lo velozmente que se ha multiplicado el logo que diseñó el talentoso Alejandro Magallanes, y bien está que no fallen. A fin de cuentas, cómo discutir, pensarán los lectores, la perspectiva de un día a día con vida nocturna, negocios abiertos y periodistas razonablemente libres de peligro, en el que puedas pasear por las calles sin verte a la mitad de un fuego cruzado o circular por las carreteras sin topar con un retén.
Eso, a botepronto. Porque, como también habrá ocurrido a los lectores, las dudas no tardan en florecer y, la verdad, no encuentran respuestas claras. Las dudas no se relacionan con el destinatario de la demanda. De momento al menos, la campaña no se distingue por la hondura ni la extensión de sus planteamientos, pero si en algo han sido claros y honestos don Eduardo del Río Rius y el resto de los caricaturistas que apoyan su iniciativa es en que las quejas van dirigidas a Los Pinos, particularmente al presidente Calderón. De alguna manera, piensas entonces, menos mal. Pegar una cartulina en la que solicitas a las organizaciones criminales que, por el bien de la ciudadanía, solucionen sus diferendos de manera pacífica, resultaría de una ingenuidad, en el mejor de los casos, abochornante. El jipismo tiene un límite y a cierta edad uno ya no se lanza de cabeza a esos ridículos. Así que, ansioso de contribuir de algún modo con la llegada de la paz, te preguntas qué, exactamente, proponen los caricaturistas como alternativa a la por otra parte muy cuestionable guerra contra el narco que padecemos sin grandes esperanzas de remisión. Porque algo han de proponer, y será cosa de tiempo –poco, esperemos– que lo hagan a detalle. Mientras, ante la escasez de información, especulemos…
Es probable que los promotores de “No más sangre” se decanten por soluciones llamémoslas alternativas, y que sus quejas se dirijan al gobierno por su incapacidad para o franca reticencia a discutirlas de manera profunda. En ese caso, la razón les asiste, porque esa responsabilidad, acotada pero contundente, sin duda la carga la administración calderonista. Si algo positivo ha traído nuestra masacre diaria es la posibilidad de pensar la legalización o despenalización de las drogas y recordar las virtudes indispensables de la cultura y la educación, herramientas de comprobada utilidad a la hora de emprender eso que con horrenda jerga sociologizante llamamos la “reconstrucción del tejido social”. En ese caso, que cuenten con nuestra cartulina, previa cláusula: debe ser claro que fundar bibliotecas y proteger nuestro derecho a pachequearnos sin amenazas policiacas no detendrá la carnicería, no al menos en el plazo inmediato o mediano. En Colombia, los gobiernos fundaron centros culturales y crearon programas educativos y trabajos decorosos para las poblaciones marginadas al tiempo que les pegaron a las organizaciones criminales, y fuerte, con su sólida estructura policiaca. Así y todo, los resultados tardaron años en ser concluyentes.
Si, por el contrario, los moneros proponen un pacto con las bandas en pugna, como si el Estado debiera renunciar a la persecución del crimen y, más aún, como si tal pacto fuera posible, habrá que darle otro uso a la cartulina y los marcadores. Esta es, de hecho, solo la primera inquietud que genera “No más sangre”, y ojalá se disipe pronto. Porque cualesquiera que sean las responsabilidades de Felipe Calderón y su equipo, y sin duda son muchas –la bravuconada mediática, el hecho de haber emprendido la alguna vez llamada guerra sin una depuración de las entidades policiacas, la nula corrección del sistema de justicia, el olvido de la educación como elemento central del problema de las drogas–, la formulación misma de la propuesta es dudosa. Exigir a las autoridades que cese la violencia ya, ahora, implica tanto como otorgarles poderes sobrenaturales, hagan de cuenta los lectores que la paz fuera cosa de un decreto, o, en su defecto, suponer que la responsabilidad de dicha violencia es exclusivamente suya.
Esta posibilidad, la de atribuir todas las culpas a Los Pinos, mejor ni considerarla. Porque deja dos interpretaciones, ninguna de ellas deseable. La primera es que se trate de un análisis hecho en frío y con buenas intenciones pero sin la menor racionalidad. Con franqueza, ¿de veras alguien cree posible sacar de la ecuación a las bandas criminales, que son, a fin de cuentas, las que ametrallan bares, secuestran indocumentados y cazan policías o militares? ¿De veras nadie recuerda que las decapitaciones son anteriores a las proclamas de Calderón, que el caso del cardenal Posadas tiene ya lustros, que hace ya muchos años que dejaron la vida los primeros policías?
La otra es que, con obediencia a un maquiavelismo hardcore, la campaña sea un arma política, alguna forma de torpedeo preelectoral, pero esta posibilidad es impensable incluso como mera duda: nadie, particularmente no los promotores de “No más sangre”, sería capaz de una instrumentalización tan artera, tan ruin, de la violencia. Ellos, seguramente, leyeron también las palabras de algún perseguido por eta, probablemente Fernando Savater, cuando dijo que en los momentos de peligro es legítimo entender a los cobardes y admirar a los valientes, pero a los oportunistas solo es legítimo despreciarlos. ~
(ciudad de México, 1968) es editor y periodista. Es autor de El libro negro de la izquierda mexicana (Planeta, 2012).