Eduardo Mata: maestro del tiempo

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En un memorable texto sobre la interpretación, el intelectual y semiólogo francés Roland Barthes ha señalado que el sentido de una obra no puede hacerse solo: el autor no produce sino posibilidades de sentido, de formas, si se quiere, y es el mundo quien las llena. En las artes escénicas –como el teatro, la danza y la música–, el “mundo” está constituido no sólo de espectadores sino de intérpretes también; esa suerte de intermediario que requieren estas disciplinas artísticas para poder alcanzar a esa otra parte del mundo, y para convertirse, ellas mismas, en teatro, en danza o en música. Creo que, en este punto, estaríamos de acuerdo en que difícilmente podemos aceptar que una coreografía existe plenamente sin el concurso del bailarín, o una pieza de música sin ser tocada, o una obra de teatro sin actores. Por esta razón, una obra de música se presenta como un núcleo en el que convergen tres experiencias, tres actividades, igualmente importantes; la del compositor, la del intérprete y la del oyente. Sobra decir que dentro de este juego de relaciones, la responsabilidad del intérprete es enorme, fundamental en más de un sentido: sin su participación la música es incapaz de manifestarse en el mundo. Es gracias a él como podemos escucharla: su presencia garantiza que no sea un arte mudo, un arte prisionero en una partitura.

Y sucede que, a veces, tenemos la suerte de encontrarnos en el camino con notables intérpretes: músicos de enorme talento que nos presentan una obra de un modo tan perfecto y pleno que sabemos entonces, o intuimos por un instante, que la música es, o puede llegar a ser, una revelación y un conocimiento del ser.

Eduardo Mata perteneció, sin duda, a ese honroso linaje, a ese árbol genealógico privilegiado. En sus manos, los sonidos encerrados en una partitura cobraban vida de manera prodigiosa. A sus inmensos conocimientos musicales y a su técnica y oficio de primer orden, unía, además, una amplia cultura humanística, que le permitía no sólo conocer profundamente la obra que dirigía, sino saber también cuáles eran las convenciones musicales y artísticas que imperaban en la época en que fue escrita, qué relación guardaba la obra con la historia de la música y el arte, y lo que significaban estilísticamente los signos musicales de la partitura.

Durante toda su vida, Mata reflexionó sobre estas cuestiones interpretativas fundamentales. Sabía perfectamente que el intérprete es el verdadero amo del tiempo, ya que es de él la tarea que hace posible que la música transcurra en el elemento que le es propio: me refiero a la dimensión temporal, a esa sustancia de la que está hecha la música. En varias ocasiones hablamos de cómo el compositor imagina sonidos que transcurren en el tiempo, de cómo tiene que representarlos, tiene que fijarlos en un papel pautado por medio de una escritura convencional, y de cómo, al llevar a cabo esta operación, el compositor “congela”, por así decirlo, el tiempo musical en una partitura. Y es precisamente el intérprete el que, al descifrar estos signos musicales, “descongela” los sonidos, haciéndolos respirar y vivir en el único ámbito posible: en el plano temporal inmanente a la sonoridad. En este sentido, Mata fue, sin duda, uno de los grandes maestros del tiempo. Él decía, y cito: “En realidad la música no existe hasta que suena. Es decir, hasta que el intérprete la realiza en el tiempo. La responsabilidad del intérprete se convierte entonces en una forma de creación.”

En Eduardo Mata a varias voces, de Verónica Flores (Conaculta, 2005), se encuentran valiosísimos testimonios de músicos que trabajaron estrechamente con Mata. Todos señalan y enfatizan su enorme estatura musical y artística, su inteligencia y sagacidad interpretativa, su habilidad y competencia para obtener de los instrumentistas el sonido buscado, el equilibrio sonoro justo, el fraseo adecuado, el tempo correcto. En el libro está también presente la voz de Mata y sus reflexiones, siempre lúcidas e inteligentes, acerca de la interpretación y el papel que desempeña este arte en el fenómeno musical.

Siempre he creído que un gran intérprete es alguien que posee una recia y poderosa personalidad musical, y es a la vez la suma de una infinidad de rostros, tantos que parece carecer de uno propio. Es su autoridad musical y su fuerte e inequívoca presencia lo que permite a un director de orquesta conjuntar la voluntad de varios músicos para hacer posible que la partitura se transforme en sonidos, pero una vez logrado este objetivo, su rostro personal debe fundirse y confundirse con la obra interpretada, su rostro tiene que desaparecer para dar paso a la música.

Directores como Celibidache, Klei-ber, Bernstein o Mata, nos muestran con claridad y certeza que la personalidad del intérprete está hecha, paradójicamente, para desaparecer. Celibidache es el Adagio de la Séptima Sinfonía de Bruchner y es también El mar de Debussy; Kleiber es la Quinta de Beethoven y la Cuarta de Brahms; Bernstein es el Salón México de Copland y la Quinta de Mahler; Mata es La Consagración de la primavera, la Sinfonía Antígona de Chávez y Planos de Revueltas. Son actores que desempeñan creativa y fielmente su papel, actores que cambian de máscara según la obra que representan: Son La señorita Julia y Don Juan, Odette y Petrushka, Hamlet y El teniente Kije, Otelo y Daphnis y Cloe y el fauno de Debussy.

Mata solía distinguir dos clases de intérpretes: los que sirven a la música y los que se sirven de ella. Él perteneció siempre a los primeros. Sabemos, al escucharlo, que nunca pretendió eso que llamamos “reflejar su personalidad” –como si la música fuese un simple y bobo juego de “egos”–, o “enriquecer” la obra a través de sus interpretaciones; él aspiró siempre a algo más: a hacerla vivir su propia vida mostrándonos su inagotable y esencial riqueza. Ante una partitura, la sabiduría y el temperamento musical de Mata no actuaban como una lente deformante que antepone la persona a la obra. En él, estas cualidades intervenían como una suerte de mecanismo de sutil penetración que le permitía desentrañar una partitura y recorrer un mundo regido por sus propias leyes, un mundo en el que la expresión y la emoción surgen de una zona interna, íntima, de la música.

Conocí a Eduardo en 1963, cuando ingresé al Taller de Composición de Carlos Chávez, en el Conservatorio Nacional de Música. Lo recuerdo afable, cordial, de mirada inteligente, generoso, con un gran sentido del humor, todo entusiasmo y vitalidad, capaz por igual de lanzarse temerariamente a los pies del atacante en su calidad de portero del equipo de futbol del Taller, que de dirigir con decisión y energía alguna intrincada partitura de Strockhausen o Boulez. Lo recuerdo también organizando y dirigiendo constantemente cualquier tipo de conjunto instrumental disponible en el Conservatorio. Con la misma convicción y rigor vigilante se entregaba al estudio y al análisis de las obras de Stravinski, y de las sinfonías “mozartianas” y “brahmsianas” que escribíamos como parte de nuestras obligaciones académicas. Pronto tuve la certeza de estar ante un talento poco común. Fue un discípulo excepcional de Chávez: un gran maestro para un gran alumno.

Veo a Eduardo, con su perfil de águila, como una suerte de Prometeo que supo arrebatarle a los dioses los secretos del arte musical de la interpretación, para hacernos partícipes del más pleno culto humano, de lo que Mallarmé llamó la figuración de lo divino. Gracias a él todos fuimos un poco mejores, y él fue, y sigue siendo, el mejor de entre nosotros. ~

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