El bricolage como salvavidas

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La música de Le peuple de L’Herbe es ad hoc para escucharse en el departamento del Infonavit que habito, en un suburbio sureño aparentemente tranquilo y de clase media, pero que, estando en un cuarto piso, desamueblado y frente al Periférico, a todas horas es sacudido por el tonelaje de tráilers que corren como bólidos por la lateral sin respetar los señalamientos que indican la presencia de escuelas, una estación (abandonada) de la Cruz Roja y muchos, muchos peatones. A ello se suman las sirenas de ambulancias y patrullas, aparatosos accidentes de tránsito, atropellamientos, embotellamientos en horas pico, tiroteos que forman parte de las prácticas matutinas de un campamento de marinos, enfrente; gritos destemplados de vecinos y un suave y continuo hedor a colchas, comida recalentada y desempleo que ve pasar las horas frente al televisor o escuchando a todo lo que dan estéreos comprados a plazos, música grupera o pop en español. Demencial, ¿cierto? Pero da la casualidad de que todo ello es una legítima manifestación del subdesarrollo y ejemplo contundente de lo que se puede hacer mezclando el universo callejero sin ser panfletario ni chillón.
     El disco P.H. Test/Two (Pias Recordings Supadope, 2003), distribuido en México por Sum Records, es un bricolaje de la energía paranoica que genera la cultura de la pobreza en los países hiperindustrializados. En este caso, Francia. De pronto me remitió al barrio de Clichy en París, por la noche, señoreado por les pagalleurs (pandilleros juveniles) y, más al norte, un peligroso suburbio de mayoría árabe y africana. Ahí solía ir a visitar a un amigo mexicano e indocumentado, Víctor, que vendía chácharas de medio uso y organizaba reventones con performance en baños públicos de vecindarios habitados por más gente pobre, expatriados en su mayoría, que bebían y fumaban mientras alguien por ahí proyectaba en pantallas de televisión, instaladas en un trampolín o en una banca al pie de la alberca, los acostumbrados videos experimentales llenos de música estruendosa e imágenes absurdas. Todavía me pregunto cómo es que nunca hubo un electrocutado ni una violación, pues los árabes del barrio se asomaban anonadados desde la entrada principal para ver retazos de piernas y bikinis paseando alrededor de la alberca.
     De entre los parches que logro arrancar a mi caos apreciativo, me sorprende la capacidad del colectivo de Lyon para asimilar la herencia musical africana contemporánea desde el jazz, el funk industrial a la Herbie Hancock, el house de Chicago, el drum & bass, el dub y el raggamuffin, hasta el caló multirracial que convive promiscua y salvajemente en las ciudades. Al prescindir en todo este proceso de la autoconmiseración y la cursilería, alcanzan una intensidad sonora que refleja, a su vez, los desequilibrios y conflictos que rodean la cotidianidad de los condenados a obsesionarse con la muerte, así sea para sobrevivir. De pronto tengo la impresión de que escucho a unos cruzados contra la uniformación global del hip hop, con posturas radicales e irreversibles, pero no por ello militantes o populacheras. Espero sinceramente que ganen muchas más de sus batallas de todas maneras perdidas.
     Lo peor de la experiencia humana también se funda en extraños lazos de identidad, a través de la experiencia de unas vivencias colectivas que se vuelven solidarias en el momento en que los involucrados se dan cuenta de que no hay posibilidad de vencer. La rabia también alimenta la creatividad. Creo que una de las contradicciones más estimulantes de la tecnología es cuando ésta, en su avasalladora e incontrolable marcha hacia la uniformación cultural, engendra lógicas divergentes y, por lo tanto, subversivas, pues han encontrado en el interior del monstruo sofisticadas herramientas y lenguaje para mantenerlo en un perpetuo estado de crisis. El sampleo, el scratching y los loops de los dj’s, las percusiones minimalistas y la repetición programada de ritmos e invectivas se aproximan, en muchos sentidos, a los registros de un esquizofrénico. Los precursores directos e inspiracionales de una banda como Le peuple de L’Herbe serían el sudafricano Hugh Masakela y el colectivo The Art Ensemble of Chicago, el cual, ya en 1960, proponía registros multimedia de sus ancestrales identidades tribales, colmando sus presentaciones en vivo con toda clase de instrumentos de jazz tradicional y música folclórica. Los músicos pintaban sus rostros según los ceremoniales africanos, vestían coloridos batones y contrastaban su llamativa indumentaria con alusiones a los yugos del industrialismo: cascos y botas de obrero. Su presencia y sonido daban una aparente sensación de caos, aunque en realidad fuera una expresión posmoderna de conciencia tribal que infectó paulatinamente el jazz, el funk y el hip hop de vanguardia de “El pueblo de la hierba”.
     El rap se ha convertido en el eje del resurgimiento del funk en la era digital. Retomando pistas originales para “desmontarlas” hasta volverlas irreconocibles, los raperos se han encontrado a sí mismos hurgando en el estilo y filosofía sensuales e integradoras del funk, mientras reproducen su desparpajo sonoro. Esto es una convergencia lógica, pues el funk, y su sedicioso hijo el rap, nacen del mismo grupo demográfico: la juventud negra de las barriadas urbanas angloparlantes, estadounidenses, básicamente.
     El fraseo de los oradores de Le peuple de L’Herbe, animosos y cachondos, es el de una clase de rapsodas que saben ponerse a tono con los contratiempos, síncopas y ritmos abastecidos por sujetos intoxicados de ansiedad y amplios conocimientos musicales. Han buscado en la resonancia hasta llegar a sus antepasados The Last Poets, Yellow Man, Gil Scott-Heron y sobre todo, el padrino del rap Afrika Bambaataa: dj militante que en los años sesenta, durante el auge del movimiento Black Panther, sacudió el Bronx organizando en las calles break dance, a grafiteros, dj’s y mc’s (maestros de ceremonias a ritmo de rap y de la música del momento). Su influencia expansiva ha llegado hasta la música disco electrónica de Chicago conocida como house.
     Semejante descarga de adrenalina en los genes musicales de Le peuple de L’Herbe es apropiada para contar algunas de las historias de los “náufragos del subdesarrollo”, como diría Serge Latouche sobre los marginados urbanos. Si así lo desea el lector, compare esta desafiante banda de negros y mestizos con la blandengue uniformidad del elenco mtv, cuyas propuestas, chatas y plañideras casi sin excepción, se cansan entre algodones, sin vitalidad, sin deseos, sin vida. Es como si nunca se hubieran visto en la disyuntiva entre pegarse un tiro o desahogar su desesperación haciendo música. Mejor hacerse famoso dándole vuelta al cilindro y que los monos muevan sus traseros: es más sencillo y menos riesgoso.
     Le peuple de L’Herbe en algún momento tomó la disyuntiva, quizás guiado por los humosos efectos que provoca uno de los demonios de la Policía Moral Mundial y que sugiere de dónde les viene el nombre. Al elegir semejante camino, el resultado no podía ser más oportuno para flotar en ese infierno habitado por millones de náufragos sin salvavidas a la vista. ~

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