El comunismo, un hecho social total

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Cómo pensar la historia del comunismo un cuarto de siglo después del hundimiento de la Unión Soviética? Para muchos, desde entonces la cuestión ha quedado saldada: el comunismo sería hoy algo del pasado, un paréntesis felizmente vuelto a cerrar. Totalitario en su esencia, el comunismo extrajo su fuerza movilizadora de la capacidad de apoyarse en una ilusión, la de la utopía de la igualdad radical. Si hiciéramos hoy su historia, se identificaría en él a la vez la realización de lo que Marx llamó “la dictadura del proletariado” y, en el bolchevismo, una prolongación de la experiencia jacobina. Al analizar la historia del comunismo tanto en Rusia como en Europa, se descubriría a la vez el germen de los esquemas totalitarios en la idea revolucionaria misma y, paralelamente, una matriz liberal de la idea de la dictadura del proletariado. Bajo la mirada de estos nuevos asuntos, Claude Lefort escribió un ensayo bastante esclarecedor, La complication, retour sur le communisme.1 Lector demasiado atento como para atribuir a François Furet o a Martin Malia las tesis que constituyen una suerte de tono de la época, sin embargo discierne en las obras de estos dos historiadores, El pasado de una ilusión2 y La tragédie soviétique,3 puntos de partida para una entera reorientación de la reflexión sobre el comunismo. Y es a partir de la lectura atenta de ambos libros de donde Lefort establece sus distancias con ellos, retomando y prolongando su propio análisis sobre los fenómenos totalitarios.4
     Nada convencido por la propensión de Malia y de Furet de explicar el fenómeno comunista por el poder de las ideas de “la ilusión, la utopía”, Lefort desea volver a los fenómenos mismos. Lector atento de Marcel Mauss y sobre todo de su célebre Essai su le don,5 hace un llamado a discernir en el comunismo un hecho social total, lo mismo que a entender “la imbricación de los hechos políticos, sociales y económicos, jurídicos, morales y psicológicos”. Sin negar nunca la parte de la ilusión, que fue a veces la fuerza del comunismo, se plantea a contracorriente la siguiente pregunta: “¿No fue el modelo totalitario, y las oportunidades que ofrecía a la formación de un partido a la vez Estado y a una nueva elite, los que ejercieron una enorme atracción en todos los continentes, por encima de la imagen de una sociedad liberada de la explotación de clase, en la que todos los ciudadanos gozaban de los mismos derechos?”
     Esta perspectiva le permite hacer justicia a numerosas aseveraciones poco fundamentadas. En efecto, resulta muy cómodo y extremadamente falso atribuir al poder de “la ilusión compartida” el entusiamo por el comunismo soviético y las acciones del partido bolchevique. Al respecto, Lefort recuerda dos hechos que no deben olvidarse. Las tesis bolcheviques y su puesta en práctica pronto fueron objeto de críticas que se fundaban en estudios documentados y provenientes no sólo de la “derecha” sino de la izquierda revolucionaria. Recordemos tanto los textos de Rosa Luxemburgo como los que Lenin estigmatizó bajo el nombre de “izquierdistas”, las críticas de los anarquistas y socialistas revolucionarios, sin olvidar las de los grandes socialdemócratas como el ejecutor testamentario de Marx y Engels, Karl Kautsky. Recordemos también los textos de Marcel Mauss, en los que esboza tempranamente una crítica lúcida del bolchevismo.6 Es decir que muy pronto se tuvieron a la mano, desde los años de 1920 a 1930, todos los materiales necesarios para formular un juicio bien informado. El entusiasmo por el régimen soviético no surgió entonces del registro de “la utopía revolucionaria”, sino al contrario, de la propaganda falaz y del más brutal dogmatismo, del que los partidos comunistas y sus colaboradores fueron los artífices. Recordemos las más infames acusaciones lanzadas en contra de los opositores de los bolcheviques. Además, como lo señalaba ya Harold Rosemberg a finales de 1950 en The Tradition of the New,7 el cinismo de muchos de esos militantes y de esos intelectuales “compañeros de ruta” les valió “prebendas simbólicas y materiales” como pago a su compromiso.
     Más adelante Lefort rinde justicia a las pamplinas que hacen de Marx el padre del leninismo y de la dictadura totalitaria. No hay en él idea alguna de rehabilitar a “otro Marx”, sino una revisión escrupulosa de los textos y de los hechos. Ningún escrito o palabra de Marx permite hacer de él un apólogo de la dictadura del partido —recordemos su famoso “todo lo que sé es que no soy marxista”. Traigamos a la memoria sus sarcasmos contra Auguste Blanqui. El autor de La complication subraya lo falso que resulta asociar el hecho revolucionario con el hecho totalitario. ¡Qué decir en ese momento de las revoluciones estadounidense e inglesa, de la de 1848 en Francia, la de febrero de 1917 en Rusia o las de 1956 en Polonia y Hungría! Sin querer acreditar la idea de “una revolución buena” o de una sociedad vuelta a la transparencia, Lefort señala que, en cada uno de esos contextos, “el desgarramiento por el pasado” no es de ninguna manera signo de una fascinación por “la idea revolucionaria”, sino testimonio de “un rechazo colectivo a la jerarquía y una reivindicación de la libertad”. En cada uno de esos casos, los revolucionarios invocaron principios universales. Léanse los textos de Gordon Wood8 y de Bernard Baylin9 sobre la revolución estadounidense de independencia o los de Marc Ferro10 sobre la revolución rusa. Todos estos alzamientos populares desean poner fin a jerarquías que se juzgan injustas y corruptas, y los revolucionarios hacen un llamado a principios universales para justificar sus actos. Las tesis que hacen de Lenin y sus compañeros los descendientes directos de los jacobinos franceses tampoco son vistas con beneplácito por el filósofo francés. Señala que entre los primeros y los segundos hay todo el peso de los Derechos del Hombre, que los jacobinos ciertamente encubren en el momento del Terror. Pero se conforman, como ya lo señalaba Edgar Quinet, “con confundir la sintaxis de la democracia con la del absolutismo”. Existe de por sí una gran distancia entre el terror jacobino y las transformaciones operadas por los bolcheviques a partir de octubre de 1917. Estos últimos no sólo suprimieron el pluralismo político al afirmarse como partido único y confinar en calabozos a sus oponentes. El Partido Bolchevique “se arroga la autoridad de decidir los principios que rigen tanto la vida económica como la familia, las costumbres, la sexualidad, la educación, la literatura o el arte”. Como lo nota sutilmente Lefort, “la imagen de una sociedad civil se vuelve intolerable”. Es decir —precisa— “una sociedad en la cual pueden, más que coexistir, competir (y enventualmente modificarse unos al contacto con los otros) las opiniones, las creencias y los diversos intereses; una sociedad en la que pueden desarrollarse ámbitos de actividad cuyas relaciones evaden toda consideración integradora, y en la que se ponen en jaque el voluntarismo y el constructivismo de los dirigentes del Estado”.
     A partir de su reflexión sobre la especificidad de los esquemas democráticos, subraya los límites de una interpretación que, tomando por una parte su enseñanza de la lectura de Leo Strauss, ve en el liberalismo y la modernidad un abandono de las nociones “de finalidad, jerarquía y orden naturales“; y, retomando unas palabras de François Furet, ve por el otro una apertura a “una patología de lo universal” que encontraría su culminación en la dictadura comunista. En otro sentido, subraya en qué medida el pensamiento liberal de Milton a Harrington, de Spinoza a Montesquieu, mantiene estrechas relaciones con el republicanismo. En efecto, estos autores no defienden a individuos sin sociedad, sino que se erigen como abogados de una “sociedad de individuos”, es decir de sociedades marcadas por la “separación de la autoridad política y la autoridad religiosa”, y por “la afirmación de la libertad de cultos y la libertad de opinión”. Y precisa que “la libertad de opinión, al no transformar al individuo en propietario de su opinión, sino al ponerlo en contacto con la opinión de otros, hace posible difundir las opiniones en un espacio más o menos amplio”. También señala que “si la libertad de opinión es libertad de expresión, ésta es libertad de comunicación”. Finalmente pone de relieve que la génesis de la democracia moderna no podría revelarse sólo por la historia de las ideas: esta génesis se sostiene en las modificaciones del estado social. Así, es preciso entender, junto con el autor de La democracia en América y El antiguo régimen y la revolución, que ese nuevo estado social democrático no desemboca de modo alguno naturalmente en el despotismo. Por lo contrario, este nuevo estado social une libertad e igualdad. Recuérdense las páginas de Tocqueville acerca del funcionamiento de la Nueva Inglaterra, la manera como subraya la mezcla de la democracia directa y la democracia representativa. Recuérdense también los lazos que traza entre el trabajo de la igualdad y la libertad. Que se reflexione acerca de sus clarísimas palabras sobre lo imposible de un régimen democrático del cual la libertad estuviera desterrada: “dar el epíteto de gobierno democrático a un gobierno donde la libertad política no existe es evidentemente absurdo”.
     Atento a todas las sutilezas de Tocqueville, Lefort nunca disimula las amenazas que puede hacer recaer, sobre el individuo, la misma sociedad democrática: “Se forma una autoridad invisible: la de la opinión común.” El peligro está “no en que cada uno imite a su igual, sino más bien en que cada uno norme su juicio bajo el encanto de la similitud de las opiniones”. Y continuando su reflexión, Lefort presta toda su atención al hecho de que “el comunismo tiende a dar forma completa a aquello que la democracia mantiene a raya”; como “el proyecto de un poder separado del conjunto social, […] una ley regente de un orden inmutable, […] una autoridad espiritual poseedora del conocimiento del fin último de la conducta humana”. Así pues, si la democracia abre un espacio a la libertad, simultáneamente aparecen poderes anónimos como el Pueblo, la Opinión, el Estado, la Sociedad, el Capital. Ahora bien, si el régimen democrático “abre camino” a esas fuerzas, “se mantiene en el tablero […] el peligro de que lleguen a ponerse en conjunción”. Esto impide decir que uno no pasa “de manera natural” de la democracia al comunismo: hay un evidente y necesario reacomodo de los principios que sustentan lo social y lo político.
     Queda por señalar una ruptura entre el comunismo y la democracia. El primero no surgió del interior de la segunda, sino, al contrario, en sus márgenes, en países o zonas geográficas (Rusia, China, el sureste asiático, Cuba) donde ni las instituciones ni las costumbres democráticas se habían implantado. También surge en contextos donde “no se había difundido la idea de la limitación del poder político, de una vida civil independiente […] de derechos frente al poder del soberano”. Lefort no se propone hablar de formación “protototalitaria”, sino mostrar sobre qué formación social pudo “sostenerse el régimen comunista”; asimismo invita a discernir los lazos entre el bolchevismo —incluso si se deslinda de ellos— y las tradiciones de la conspiración terrorista de la segunda mitad del siglo XIX en Rusia. De allí su concepción del bolchevismo como “el producto de una extraordinaria condensación de procesos heterogéneos que coexistían en el mismo espacio y en el mismo tiempo”.
     Uno de los pilares de la construcción comunista es sin duda ese “partido por encima de todo” que inventaran Lenin y sus guerrilleros. En efecto, si la mitología de la revolución los precede, ellos son los creadores de la mitología del partido omnisciente, que no ofrece otra opción al individuo que integrarse a ese nuevo cuerpo o ir a dar al campo de “los enemigos del Pueblo”. Resulta tímido decir que el partido integra una nueva clase, dado que constituye “un ser colectivo por encima de los militantes y de los mismos dirigentes”. Raymond Aron11 señalaba, nos dice Lefort, que el régimen del partido monopolizador difería del régimen constitucional pluralista por la modalidad misma del tipo de comunidad que establecía. Complementando a Aron, Lefort subraya que el poder comunista difiere de todas las demas tiranías, y que no sería posible aprehenderlo sólo en términos socioeconómicos. “Se ancla en un órgano colectivo (el partido) del que dependen todas las instituciones, todas las relaciones que se establecen entre los grupos y los individuos; incluso este órgano está obligado a darles vida y, al mismo tiempo —para emplear un término extraño al vocabulario comunista—, a ser su alma.” De esa manera, marca un “nuevo modo de dominación en el que están reñidas la oposición entre dominantes y dominados”. Como Lefort lo ha señalado en ensayos anteriores, el régimen democrático se constituye a través de todo un trabajo de “desincorporación del poder”.12 El poder aparece como un “lugar vacío”, el poder y el saber últimos acerca del orden de las cosas ya no coinciden, incluso si es a partir de ese lugar del poder de donde “la sociedad adquiere una representación de sí misma, por más diferenciada que esté, por mútiples que sean las oposiciones que la trabajan”. A la inversa, el totalitarismo comunista procede de todo un trabajo de reincorporación a través de esta institución central que es el partido. Como nunca antes, éste hace coincidir el poder y el saber: ya no existe la experiencia del otro ni de la división, salvo ingresando en la categoría de “el enemigo del Pueblo”.
     ¿Cuál es el lugar de la ley en el mundo totalitario? Hannah Arendt, gran intérprete del totalitarismo con quien Lefort mantiene desde hace tiempo una especie de diálogo, veía en la raíz del totalitarismo la sumisión a las leyes de la Historia, “la ley del movimiento”, que según ella tenía como consecuencia “una precipitación hacia el terror”. Lefort subraya que en cierto modo hay allí un señuelo: la supuesta “ley de la Historia” sólo es un tema del discurso oficial. Queda retomar la pregunta de Arendt, dejada en parte sin respuesta, acerca del lugar de la ley en el régimen comunista. Para Lefort no hay sólo, como lo señalaba Arendt, desaparición “de la noción de consensus juris con la de legalidad, en el sentido en que se entiende en todo Estado civilizado”. Hay mucho más: una completa “perversión de la ley”. La expresión da cuenta de la “paradoja que constituye el legalismo en un régimen cuyos dirigentes denuncian el formalismo del derecho como una mistificación burguesa”. El terror no sólo muestra el número insensato de víctimas en ciertas épocas, sino “una incesante fabricación de enemigos del pueblo”. Pero hay más, como lo advirtió Solyenitsin en El archipiélago Gulag. El código penal de 1922 marca una combinación singular de la ley y la arbitrariedad. El artículo 58 borra “la distinción entre [prisioneros] políticos y derechos comunes, y [permite] poner en el mismo saco a todos los ciudadanos que se proponga eliminar”. Ese código, modificado en 1926, no sólo manifiesta la voluntad de ejercer la fuerza bruta en nombre del proletariado: es consustancial a “la edificación de un Estado que debe dar muestras de su eficacia en el control de todos los sectores de actividad y dar muestras de su permanencia”. Lefort añade que “si el órgano judicial se circunscribe al favor de la legislación […] es, en consecuencia de la formación de una importante capa burocrática, susceptible de hacerse cargo de las tareas claramente diferenciadas tanto dentro del partido como fuera, bajo la vigilancia y conforme a las instrucciones del aparato [del Estado]”. Y concluye que, sin dejar de ejercerse bajo su aspecto primario de “una bala en la nuca”, “el terror está desde entonces imbricado en el proceso de la burocratización”, por lo que es conveniente reconocer cómo “el reino de la violencia se mezcla con el del formalismo”.
     “¿Por qué hablar de una perversión de la ley en vez de su destrucción?”, se pregunta Lefort. Porque la ley “requiere la interiorización (por parte del dominado) de una obligación que no emana del comisario”. Sin embargo, esto no significa que el régimen soviético lograra siempre sus fines. En efecto, pensemos en los procesos de Moscú de 1936-1938: no sólo se manifestó la tiranía de Stalin contra sus antiguos compañeros. Como señala Lefort, “la ley se les impuso bajo el signo de la imposibilidad de salir del marco de pensamiento y acción del partido, so pena de perder las referencias de la [supuesta] realidad y de su propia identidad”. Lefort ciñe más las formas de esta interiorización de la dominación. Apoyándose en las consideraciones de Etienne de La Boétie en su Discurso de la servidumbre voluntaria, señala que en las tiranías los “hombres son seducidos por el fantasma de un cuerpo del cual ellos serían los miembros”. Existe “un mecanismo de identificación con el tirano que se ejerce poco a poco, de arriba abajo de la escala social”. La ley se identifica con ese cuerpo comunista que es el partido. Ese singular dispositivo se sostiene por una exhortación, interiorizada por el sujeto: “no pensar”. Ese “no pensar” significa querer no pensar, y ese querer es resultado de un “deber”. Hay que subrayar que esa exhortación aterradora posee sus tangibles beneficios para aquellos que sacan provecho de la servidumbre de la mayoría.
     Al término de su recorrido, Lefort no se conforma con concluir “que, en miras de la democracia, el régimen comunista se conforma con otra sintaxis”. Se interroga por última vez acerca del sentido de los esquemas igualitarios, regresando a Marcel Mauss y su noción del “hecho social total”. Al igual que el comunismo, la igualdad es un hecho cuya significación a la vez debe ser política, social, jurídica, psicológica o estética. En la sociedad burguesa labrada por el capitalismo, el igualitarismo esencialmente fue concebido como “el deseo de despojar a los ricos” y en ese hecho halló “resonancias en el socialismo”. No obstante —precisa—, “ese igualitarismo no rompe con el marco de las representaciones democráticas, en el sentido en que la ficción de la igualdad real no deja de aliarse con la idea de los derechos que, aunque exigen igualmente satisfacción y eluden todo principio de arbitraje, o sea de justicia, son al mismo tiempo portadores del signo de una reivindicación de las libertades”.
     Desde cierta quietud liberal, las preguntas de Lefort parecerían hoy caducas. Caído el imperio soviético, las avanzadas de la globalización estarían en camino de asegurarnos un futuro hecho de la combinación de mercado y democracia. China no estaría en vías de adoptar el capitalismo, ni Corea del Norte se propondría unirse con su homóloga meridional, ni Cuba estaría en trance de convertirse en un lugar vacacional a coro con el sea, sun and sex. Quizás sea conveniente reflexionar más a fondo y ver cómo el mercado de ninguna manera ha bastado para crear las libertades democráticas en el Imperio del Centro.13 Tal vez valga la pena recordar que, recientemente, Castro puso en escena dos estremecedores juicios en contra de los periodistas independientes “mercenarios de Miami” y “los terroristas secuestradores”, los cuales comprueban la fuerza de la empresa de los esquemas totalitarios. Es necesario señalar que, en esa ocasión, sus partidarios, cubanos y extranjeros, no se apoyaron de ninguna manera en la ilusión del paraíso de igualdad, sino en la mentira y en la intimidación para reducir al silencio incluso a los críticos muy respetuosos del aura de la Revolución cubana. Pensemos en los alardes virtuosos y grandilocuentes de algunos en contra del “hasta aquí llegué” de Saramago. Por fin, notemos que muchos de los parangones de la virtud revolucionaria saben hoy proveerse muy bien de cómodos espacios en el mundo capitalista, demócrata y globalizado. Es decir que los propósitos de Claude Lefort nos invitan no sólo a pensar la historia del comunismo en Europa, sino a escudriñar con otros ojos sus encarnaciones en un continente como América Latina. Pensemos desordenadamente en la fascinación de algunos jerarcas de la Revolución Mexicana y de sus herederos por la Revolución Rusa y luego por la Revolución Cubana. Pensemos incluso en el entusiasmo que suscitaron las guerrillas muy localizadas como la del Che o la revolución sandinista. El entusiasmo no estaría también allí más ligado a la seducción del partido que es a la vez un Estado, de la nueva clase dominante, de la egocracia, a la mística del gran cuerpo del partido revolucionario, y menos a la preocupación por la justicia y el deseo de la igualdad. ~

— Traducción de María Virginia Jaua

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