“Compañeros, lamentablemente, por ahora, los objetivos que nos planteamos no fueron logrados…”. Con esta frase, lanzada frente a las cámaras de televisión, el teniente coronel Hugo Chávez admitía su derrota el 4 de febrero de 1992, al tiempo que salía del anonimato del ejército. Y, aunque iba camino a prisión por haber encabezado una asonada militar, el fracasado golpista sembró como puntos suspensivos en la historia venezolana sus intenciones de regresar.
Tenaz, quién lo duda, lo ha hecho ahora. Siete años después y armado, esta vez, de la voluntad popular. El 6 de diciembre, una avalancha de votos lo encumbró a la Presidencia de Venezuela, estampándole una rotunda bofetada a los desprestigiados partidos políticos tradicionales. Candidato del “Polo patriótico” –una peculiar alianza encabezada por su Movimiento Quinta República (mvr) y partidos de izquierda– Hugo Chávez se impuso con 16 puntos de ventaja (56 por ciento) a su más cercano rival, el ex gobernador independiente, Henrique Salas, abanderado del “Proyecto Venezuela”, respaldado a última hora por socialdemócratas (Acción Democrática) y demócrata-cristianos (Copei). Las maniobras políticas para frenar a Chávez no surtieron efecto en una población hastiada de la ineptitud de los dos grandes partidos que, en los últimos 40 años, han dilapidado una inmensa fortuna petrolera, multiplicando la miseria: hoy, 80 por ciento de los 23 millones de venezolanos vive en la pobreza. La histórica elección marcó el fin del bipartidismo, popularmente conocido como “la guanábana”, por los colores emblemáticos de ad (blanco) y Copei (verde). Despojadas de toda credibilidad, ambas organizaciones –que hace apenas diez años capitalizaban el 97 por ciento del electorado– quedaron en ruinas al no lograr captar juntos ni siquiera el 10 por ciento de los sufragios. De nada sirvieron sus llamados a salvar la democracia de las garras de un dictador en potencia ni recordar los tiempos del régimen del general Marcos Pérez Jiménez, derrocado en 1958. Los venezolanos, curtidos en el desengaño, no mordieron el anzuelo y les dieron la espalda. Hábil y tenazmente, Chávez supo navegar en la corriente del descontento de los venezolanos. Impulsivo y destemplado, el hijo de una humilde pareja de maestros de provincia, entonó los cantos de venganza que el pueblo ansiaba escuchar. Fanático bolivariano, ventiló por el país el ideario completo del Libertador. Exaltado por la aclamación de las masas, pecó de promiscuidad verbal, al amenazar, por ejemplo, con “freír en aceite las cabezas de los adecos” (militantes de ad) y arrestar a quien opusiera resistencia a su proyectada Asamblea Constituyente. “Aquí lo que hace falta es gobierno”. La frase predilecta, casi un cliché, con la que los venezolanos protestan contra el desorden y la ineficacia de las instituciones públicas refleja un sentimiento de frustración popular generalizado. El país, sumido en una sostenida y prolongada crisis económica que, desde principios de los ochenta, dejó atrás a la Venezuela saudita, no ha logrado levantar cabeza en quince años. Y el pueblo, marginado por el sistema, paradójicamente ha buscado profundizar la democracia precisamente a través de lo que niega: el autoritarismo. La actitud venezolana no es inédita en Latinoamérica. Baste como ejemplo, los casos de Perú y Bolivia. No soy un gorila El triunfo de Chávez provocó una instantánea –y para algunos sospechosa– metamorfosis. El candidato dejó atrás su bélico verbo para adoptar el tono magnánimo de un estadista moderado. En su primera entrevista televisiva como mandatario electo, consideró necesario aclarar “no todo militar es gorila, un dictador o un tirano en potencia”, y acotó que su gobierno no será “ni de izquierda ni de derecha, sino humanista”. Luego, en su primera rueda de prensa, se mostró conciliador y prudente, pidiendo a sus seguidores celebrar con humildad y anunciando a sus adversarios que colgaba el guante. El nuevo presidente, y comandante en jefe de las Fuerzas Armadas hasta el año 2004, ha anunciado que se propone “refundar la República” e iniciará su gobierno con la convocatoria a un referéndum para crear una Asamblea Constituyente, con poderes para disolver el Congreso y restructurar el Poder Judicial. La consulta popular se realizará este 15 de febrero, a trece días de que el actual mandatario Rafael Caldera, quien amnistió al golpista en 1994, le transfiera el mando. Chávez, que con sus 44 años resulta el presidente más joven del país, fue inmediatamente reconocido por todos, incluido el hombre a quien intentó derrocar, el dos veces presidente y recién electo senador Carlos Andrés Pérez. Al nuevo comandante en jefe de las Fuerzas Armadas de Venezuela le sobra hoy respaldo. Quienes lo eligieron (casi tres millones de personas) se sienten triunfadores y quienes votaron por otros o se abstuvieron (ocho millones) se han tranquilizado con sus nuevas maneras. El ex presidente estadounidense Jimmy Carter, quien estuvo en Caracas como observador internacional, alabó “la revolución pacífica” que lo llevó al poder por la vía democrática. Washington reconoció su “impresionante victoria” y le ofreció la visa que hace un año le había negado. El gobierno de Caldera, las fuerzas armadas, el empresariado, sus rivales políticos, la sociedad civil –todos– le brindan su colaboración para sacar del fondo a Venezuela. Incluso sus más encarnizados detractores le conceden ahora el beneficio de la duda. Y, contrario a los escenarios que se habían manejado, los mercados financieros reaccionaron favorablemente. El ex golpista se encuentra, por ahora, en estado de gracia. Sin embargo, tiene por delante una dura batalla. Las expectativas son enormes. Las dificultades, tremendas. El “comandante”, como lo llaman sus seguidores, asumirá este 2 de febrero el gobierno de un país en quiebra. Ninguno de sus predecesores en los últimos cuatro decenios ha tenido ante sí un horizonte económico tan desalentador. El déficit fiscal previsto para 1999 supera los cinco mil millones de dólares, de acuerdo con un presupuesto optimista, basado en un precio promedio de 11.50 dólares por barril de petróleo, producto que genera 80 por ciento de los ingresos de la nación. La tasa de inflación, que este año casi trepó a 30 por ciento, es la más alta de Latinoamérica. La deuda externa asciende a 22 mil millones de dólares. El desempleo afecta a 15 por ciento de la población económicamente activa. Los sistemas de educación y salud experimentan una crisis estructural profunda. La arrolladora delincuencia luce indetenible. Y en medio de tan crudo panorama, la recuperación de los precios del petróleo aparece como una quimera. En principio, las reformas políticas pueden satisfacer las demandas de cambio, pero los 18 millones de pobres –desesperados y esperanzados a la vez– ansían resolver a corto plazo sus necesidades básicas. Nadie come de una Carta Magna nueva. El pueblo que ha visto en Chávez un Mesías, espera que actúe como benefactor, salvador de la patria y vengador justiciero. Devoto de las hazañas de los héroes de la independencia, el nuevo jefe de Estado tiene ante sí una titánica gesta. Pero los próceres ya no existen. Venezuela es hoy una incógnita de 912 mil kilómetros cuadrados. Y Hugo Chávez, todavía un enigma, el encargado de despejarla.