Hacia 1925 comienza a prepararse el terreno para la irrupción de una revista que habría de cambiar el panorama y el curso de las letras mexicanas modernas, Contemporáneos. En 1925 los miembros de este “grupo sin grupo”, como ellos mismos se presentaron, con un dejo de ironía y de soberbia, frente a sus adversarios, empiezan a publicar sus primeros libros importantes. Como señala Guillermo Sheridan en Los contemporáneos ayer, aparecen Biombo de Jaime Torres Bodet, El trompo de siete colores de Bernardo Ortiz de Montellano, Canciones para cantar en las barcas de José Gorostiza y Ensayos de Salvador Novo; al mismo tiempo, Gilberto Owen y Xavier Villaurrutia redactan Desvelo y Reflejo respectivamente. Las primeras ediciones de estos libros fueron gestionadas por sus autores y no rebasaron, en el mejor de los casos, los quinientos ejemplares. Por otro lado, quienes se encargaron de escribir las reseñas más significativas sobre estos libros fueron los miembros del mismo grupo. Hablamos, por tanto, a partir de unos cuantos datos, de un México adormecido e indiferente a la calidad de sus productos culturales; un México, en suma, no muy distinto al México que conocemos ahora.
Lejos de ser un fenómeno aislado, los Contemporáneos no tardaron en convertirse en un foco de infección preocupante para quienes sostenían la necesidad de una literatura que reflejara el reciente pasado revolucionario de México.
La polémica que comenzó a gestarse en esos años, previos a la aparición en toda forma de la revista Contemporáneos (1928), entre los partidarios de una literatura comprometida y los partidarios de una literatura cosmopolita contribuyó en buena medida a espabilar un ambiente, hasta ese momento, saturado y soporífero. México era, y sigue siendo, un país donde se lee poco y donde la gente se interesa escasamente en las polémicas del mundillo cultural. Lo que vino a teñir de interés –y de morbo– el conflicto entre los nacionalistas y los cosmopolitas fue la incorporación de las categorías “viriles” y “afeminados” para referirse a unos y otros.
Aunque el público miraba los toros desde la barrera, ya desde entonces iba tejiendo lo que con el tiempo se convertiría en la leyenda propia del grupo.
Es verdad que los Contemporáneos ocupan un lugar de privilegio en el imaginario de lo mexicano. Esto y decir que los Contemporáneos constituyen uno de los epicentros más legibles de nuestra modernidad son dos lugares comunes de la crítica en boga. La estética cosmopolita y extranjerizante que defendieron hacia finales de los veinte y principios de los treinta acabó por imponerse como una norma de buen gusto entre los escritores y los artistas que vinieron después de ellos. Es significativo que las cosas ocurrieran así: quienes en su momento fueron minoría y entidades refractarias a los dictados de las instituciones de la época no tardaron en convertirse en lo contrario.
No sería descabellado afirmar ahora que lo que en su momento se quiso a sí mismo como una célula crítica frente a la indolencia de las inteligencias de una época acabó por institucionalizarse y convertirse, incluso, en un producto rentable de orgullo y exportación. Entender las razones de esta metamorfosis, que no es privativa de los ámbitos de lo estético sino que, sobre todo, se produce en las zonas de la beligerancia política más acusada, llevaría más tiempo y espacio. México, sin embargo, en su fase moderna, parece regido por esta paradoja: lo que en un tiempo fue insurgencia y minoría acaba por convertirse en norma e institución. Para bien y para mal, los Contemporáneos se han vuelto parte indispensable y privilegiada de nuestro panteón literario. Pese a verlos hasta en la sopa, hemos dejado de verlos en calidad de impronta –o de rastro vivo– en los libros o en los poemas sueltos que se publican en las revistas de ahora.
Esto se debe a que los jóvenes han dejado de leerlos con el fervor con que los leyeron las generaciones anteriores, de Taller a Tierra Nueva y de estas dos últimas instancias a las generaciones de la Casa del Lago o del poeticismo. Esto se debe a que el legado de los Contemporáneos no sólo se ha institucionalizado sino que se ha convertido en un presupuesto de nuestra cultura. Están ahí sin estarlo.
Decir que los Contemporáneos están ahí sin estarlo también connota un hecho profundo y que no atañe, en términos estrictos, a los dominios de lo literario. Acaso fueron los Contemporáneos los primeros en inventar un nuevo pacto entre el intelectual y el Estado. Los Contemporáneos fueron poetas y escritores dandies que no sintieron ningún empacho en colaborar con los gobiernos de su tiempo. Esto, lejos de verse como una nota contradictoria o una mácula en sus currículos, se entiende como episodios naturales y dignos inclusive de cierta nostalgia entre los intelectuales y los literatos de hoy día, quienes se han visto marginados de las prebendas que significó en su momento trabajar para el Estado y gozar del tiempo necesario para el desarrollo de una obra.
Los Contemporáneos se presentaron en la arena de la literatura y la vida pública como poetas, homosexuales –la mayoría– y, sobre todo, como adalides de una forma inédita de crítica. Pese al antagonismo que esta posición les granjeó frente a la sociedad de su tiempo y frente a la comunidad de sus pares intelectuales, la antipatía crítica de los Contemporáneos no les impidió transar con el Estado e inclusive infiltrarse en sus estructuras para ocupar –como en los casos de Gorostiza y Torres Bodet– altos puestos en el escalafón de la burocracia. Sin embargo, creo que ninguno de ellos dejó de encarnar la figura del dandy, en el sentido de conciencia crítica, independiente y desterrada. El silencio de Gorostiza después de la publicación de Muerte sin fin o el suicidio inesperado de Torres Bodet son una evidencia que avala los destierros más radicales de personajes como Villaurrutia, Owen, Ortiz de Montellano y Jorge Cuesta.
Esto los vuelve diferentes de la generación que los precedió en el tiempo, la del Ateneo de la Juventud, y los convierte en un paréntesis o una isla respecto de las generaciones de escritores que siguieron.
Entender el fenómeno de Contemporáneos en nuestros días, a ochenta años de la publicación de la revista que les dio nombre, acaso significa someter a un examen riguroso no la forma en que se modeló una tradición sino la forma de estructurar una tradición desde la tradición misma. Los Contemporáneos involucran la historia moderna de nuestra literatura y son tanto una lista de inclusiones como una lista de exclusiones y matices. En el mismo plano, por ejemplo, hemos colocado las obras de Gorostiza, Pellicer y Villaurrutia y hemos matizado la obra de Cuesta como el producto intermitente de una lucidez agónica, identificada como la conciencia crítica del grupo.
En 2001 el Fondo de Cultura Económica reunió en forma de libro cuatro ensayos que Tomás Segovia fue escribiendo sobre Gilberto Owen entre los años de 1965 y 1988 (Cuatro ensayos sobre Gilberto Owen); y en 1996 la editorial Vuelta publicó un libro de Alfonso D’Aquino titulado Naranja verde, que principia con un epígrafe tomado de un poema de Bernardo Ortiz de Montellano. Estos son apenas dos ejemplos que dan cuenta de una valoración distinta de miembros menos “conocidos” de los Contemporáneos, pero también son las formas que ha ido adoptando un debate todavía no resuelto sobre los criterios que nos han regido a la hora de afrontar nuestras tradiciones y conformar nuestros cánones. Este sistema de inclusiones y exclusiones feroces quizá pertenece a una manera de entender la política y la vida todavía inscrita en un viejo sistema de castas, donde el beneficio de los pocos en detrimento de los muchos es una condición sine qua non de la estabilidad general.~