El imaginario revolucionario: Historia de una fotografía

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Aquel 8 de enero la caravana hizo su entrada triunfal en La Habana por la Carretera Central. Prosiguió hasta la Avenida de las Misiones, se detuvo un buen rato ante el yate Granma, y luego en el Palacio Presidencial, para saludar al recién estrenado presidente Manuel Urrutia, que se desvivió en atenciones con los barbudos. Fidel Castro presumió entonces de que ese recinto no lo tentaba: “Ustedes quisieran […] saber cuál es la emoción que siento […] al entrar en Palacio. Les voy a confesar mi emoción: exactamente igual que en cualquier otro lugar de la República. No me despierta ninguna emoción especial”.

Luego propuso dirigirse a la fortaleza militar de Columbia, símbolo del batistato. Y allá fueron los blindados, primero por Malecón, y luego por las calles 23 y 41, mientras la multitud enfebrecida se abría a su paso. No homenajeaban a un presidente, adoraban a un Mesías.

Al llegar, sonó el Himno Nacional y empezó la ceremonia. Habló el líder estudiantil Juan Nuiry Sánchez, y luego el olvidado comandante Luis Orlando Rodríguez. Sobre la tribuna se acomodó el también comandante Camilo Cienfuegos (la Revolución había dado más comandantes que la Segunda Guerra Mundial). Cerca de las once y media de la noche, cuando Fidel Castro comenzó su discurso, se liberaron varias palomas blancas. Se habla de centenares de jaulas abiertas, pero en realidad fueron apenas tres aves, lanzadas desde muy cerca, entre el público. Una de ellas se posó primero en el hombro izquierdo de Castro, que miró hacia el cielo mientras la multitud rompía a aplaudir. Luego llegaron las otras.

Era un momento perfecto para quedar inmortalizado, y así sucedió, gracias a los oportunos clics de varios fotógrafos (José Pepe Agraz, Alberto Korda y Tor Eigendal son algunos de los más famosos). El orador evitó espantar a los pájaros, y en otro momento de su discurso, ya más relajado, se volvió de improviso hacia su compañero de tribuna para acuñar una frase célebre: “¿Voy bien, Camilo?” Y el interpelado asintió dos veces. Las palomas, para entonces, ya habían alzado el vuelo.

Cualquiera de las fotos emblemáticas de la Revolución trae consigo una pequeña “mitología”. Cincuenta años después, historiadores y comentaristas no se ponen de acuerdo sobre cómo fue que llegó la paloma a posarse sobre aquella chaqueta verdeolivo. Las diferentes versiones van desde la teoría del “punto más alto” (los seis-pies-dos-pulgadas del orador) hasta una dieta de perdigones de plomo para impedir que los pájaros ganaran demasiada altura. Se ha mencionado incluso la asesoría de un experto colombófilo, que habría untado feromonas de palomo al chaleco para crear un efecto previamente estudiado en la multitud. La más difundida es la versión del periodista Luis Ortega, quien asegura que todo fue una escena preparada por Luis Conte Agüero, secretario general del Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo) y estrecho colaborador de Fidel en esos años, hoy en el exilio:

 

 

Esperó hasta el momento en que la multitud había caído ya en trance. Era un océano de gentes delirantes. Ya la voz de Fidel era ronca. Los aplausos y gemidos de la multitud apenas si lo dejaban hablar. Y fue entonces que Conte Agüero, con un ademán bíblico, soltó la paloma. Y la siguió en el aire con ternura. Su paloma volaría hacia Fidel y se posaría suavemente en su hombro y entonces un rugido saldría de la multitud.

Pero, no. No ocurrió nada de eso. La paloma de Conte Agüero levantó vuelo, dio unas cuantas vueltas y se perdió en la distancia. Un sollozo salió de los labios del poeta que ya era Conte Agüero. Había sido traicionado por la paloma. Pero entonces ocurrió algo insólito, realmente milagroso. Otra paloma apareció de no se sabe dónde y se posó en el hombro de Fidel. La nueva paloma era todavía más blanca y hermosa que la de Conte. Fue una revelación que dejó al pobre Conte temblando. Lo que él había preparado cuidadosamente como un truco de publicidad se había convertido en un verdadero milagro.

 

 

Por sorpresa o no, las palomas cumplieron su misión simbólica. Se habló de la Paz (que era el tema de aquel discurso en Columbia) y del Espíritu Santo. También de rituales de santería, donde la paloma blanca sería símbolo de Obatalá, el Elegido, el hijo de Dios. “La gente pensaba que Fidel era el enviado de Cristo”, resume el comandante negro Juan Almeida en un ditirámbico documental dirigido por Estela Bravo.

La Revolución cubana encarna una tremenda paradoja simbólica al sostenerse sobre el prestigio de varias imágenes donde el mito busca invadir el lugar de lo histórico. A estas alturas, la historia ya no es algo que pasa, ni siquiera algo que “pasó”, sino un legado de “falsas verdades” en blanco y negro, que proclaman una vigencia eterna.

Las fotos más emblemáticas de la Revolución cubana no son exactamente “documentales”: acarrean elevados niveles de idealización y estetización, justo lo contrario de la objetividad histórica. A falta de una visión de conjunto, tenemos ese puñado de imágenes cuyo glamour aumenta con el tiempo. Hoy la Revolución “son”, en realidad, esas fotos, hipnóticos fragmentos del pasado convertidos en acicates para la conciencia, pero también en obstáculos para un juicio racional. “El conocimiento obtenido mediante fotos fijas –advertía ya Sontag en su célebre ensayo de 1973– siempre consistirá en una suerte de sentimentalismo, ya cínico o humanitarista. Será un conocimiento a precios de liquidación: un simulacro de conocimiento, un simulacro de sabiduría.”

Mientras más uno lee sobre el asunto, van apareciendo más capas del mito. La costumbre de soltar palomas sería, en realidad, el resabio de un antiguo rito de colonos franceses al fundar, a principios del siglo XIX, algunas de las más célebres villas cubanas. Pero en Cuba las palomas también son símbolo de mala suerte. Palomas blancas son los animales que se le sacrifican a Olofi, el enviado de Oloddumare en la tierra, y haberlas manipulado en cautiverio acarrea, según la religión yoruba, terribles consecuencias (de ahí, tal vez, que Conte Agüero haya reescrito sus actos a posteriori). En cuanto a la simbólica profecía de paz, basta un simple repaso histórico –como el que hace Hugh Thomas– para que se revele como el más falso de los augurios.

Como en todas las mitologías, aquí los significados son perfectamente dobles y contradictorios. Sin embargo, esa noche del 8 de enero de 1959 marca dos mutaciones fundamentales, descuidadas por culpa del glamour fotográfico. Primero: fue el momento en que los cubanos dejaron de juzgar la política ateniéndose a los hechos y empezaron a considerarla como una dieta de símbolos. Segundo, como bien explica Norberto Fuentes en su monumental Autobiografía de Fidel Castro, ese momento en que el elegido de las palomas se permite ante la multitud el cínico chascarrillo de preguntar a su compañero de guerrilla si lo está haciendo bien marca el comienzo del poder absoluto que Fidel Castro ha detentado durante los últimos cincuenta años, para desgracia de la nación cubana. ~

 

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(La Habana, 1968) es poeta, ensayista y traductor. Sus libros más recientes son Jardín de grava (Cuadrivio, 2017; Godall Edicions, 2018) y Hoguera y abanico. Versiones de Bashô (Pre-textos, 2018).


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