El intelectual filotiránico

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Mark Lilla es una rara avis en el confuso panorama intelectual contemporáneo: un heredero de los enciclopedistas franceses, la Ilustración inglesa y el humanismo alemán —absolutamente versado en las tres culturas—, pero formado en Harvard, donde fue discípulo distinguido del sociólogo Daniel Bell; un intelectual inmerso en el estrecho mundo de los especialistas académicos, que todavía cree en la necesaria vinculación entre la filosofía y la vida pública; un pensador inmune a la pirotecnia verbal del posmodernismo, que busca en los temas políticos la verdad objetiva; un liberal clásico que milita contra el relativismo moral y reivindica el lugar de las instituciones democráticas, el papel de la tolerancia, la necesidad del estado de derecho y las libertades cívicas.1
     La obra más reciente de Lilla, The Reckless Mind / Intellectuals in Politics,2 evoca y analiza la trayectoria de varios pensadores influyentes que sucumbieron, en distinto grado, a la fascinación del poder totalitario, sus líderes carismáticos o sus mesiánicas ideologías. El libro está integrado por seis ensayos independientes, referidos a Martin Heidegger (en la mirada de Karl Jaspers y Hannah Arendt), Carl Schmitt, Walter Benjamin, Alexandre Kojève, Michel Foucault y Jacques Derrida. El sugerente epílogo, “La seducción de Siracusa” (publicado en este número de Letras Libres), unifica los seis textos y propone una explicación a esa misteriosa y, por lo general, desafortunada atracción que Lilla llama “filotiranía”. Los dos primeros ensayos se refieren a la filiación nazi de Heidegger y Schmitt. El resto narra la influencia casi irresistible de la otra corriente totalitaria, el marxismo, y la huella profunda que en las últimas décadas del siglo dejaron Hegel, Nietzsche y el estructuralismo.
     Salvo Karl Jaspers, que mantuvo con firmeza inalterada sus convicciones humanistas en medio de la barbarie nazi y rompió de manera tajante con su amigo Martin Heidegger, en “cuya mente se había deslizado un demonio”; y Hannah Arendt, la más lúcida y clarividente analista del totalitarismo (a pesar de haber sino discípula y amante de Heidegger, cuya amistad cultivó toda la vida), el resto de las figuras intelectuales que aborda Lilla se involucró “irresponsablemente” en el vértigo político de su tiempo. Según Lilla, a todos los caracterizó una falta de autoconocimiento y humildad. Lilla aduce que la seducción de la tiranía se explica menos por la acción del seductor que por la recepción del seducido. Hay un tirano agazapado en todos nosotros, un tirano que se embriaga con el Eros de su Yo proyectado hacia el mundo y que sueña con cambiar a éste de raíz. Si en un ejercicio riguroso de autoconocimiento, el intelectual identifica en sí mismo esa fuerza, si la dirige y controla, el impulso puede guiarlo hacia el bien y otros fines superiores. Si no, esa pasión puede llegar a dominarlo. El propio Sócrates advirtió que una de las raíces de la tiranía es la soberbia a la que son susceptibles algunos filósofos: son ellos quienes orientan las mentes de los jóvenes y los conducen a un frenesí político que degrada la democracia. La única alternativa frente a esa intoxicación política es la humildad, fruto del autoconocimiento.
     Por desgracia, muchos intelectuales del siglo XX tomaron caminos distintos. Integran lo que Lilla llama el “coro filotiránico”, en el que pudo haber incluido a autores ingleses como H.G. Wells, que admiró a Stalin; estadounidenses como Ezra Pound, que sirvió a Mussolini, o algún rapsoda de los dictadores de derecha o izquierda, como ha habido tantos en Latinoamérica. Prefirió estudiar a un grupo más perturbador, el de los filósofos franceses y alemanes. La filosofía política —apunta— fue muy poco cultivada en la Francia de la posguerra (los lectores franceses apenas advertían la tenue línea que divide la historia y la filosofía), lo cual explica al filósofo engagé o comprometido, que se consideraba autorizado y aun llamado a opinar y actuar en la política de su país, o a sentirse guía del mundo entero (Sartre). En este caso, Lilla generaliza un tanto, y sólo menciona de paso al elenco contrario, el del intelectual antitiránico al que pertenecen André Gide, Raymond Aron, Merleau Ponty, Julien Benda, Albert Camus, entre muchos otros. En Alemania —aduce con mayor sentido— se dio un fenómeno contrario, pero no menos maligno: la introspección espiritual (Innerlichkeit), el mundo intelectual que, encerrado y protegido de las universidades, privó a los filósofos de la posibilidad de tener un papel sensato en la política. Por eso Lilla está de acuerdo con Habermas: los intelectuales alemanes no pecaron de demasiada política sino de demasiado poca: debieron haber entrado resueltamente al terreno del discurso político democrático para contribuir a “la construcción de la esfera pública abierta que, en lo político y cultural, Alemania necesitaba”. Con todo, también en el caso alemán hay varias excepciones, sobre todo una, importantísima: Max Weber.
     Daniel Bell ha analizado con detalle la legendaria conferencia “La política como vocación”, pronunciada por Weber poco antes de morir, hacia 1920. En ella descubrió el llamado con el que intentaba salvar la vocación intelectual (y la vida misma) de su discípulo Ernst Toller, joven —como tantos de su época— transido por el frenesí revolucionario del poder bolchevique. Otro joven y formidable filósofo, aludido tácitamente por Weber, era Georgy Lukács. Los dos se dejaron llevar por el Eros embriagante y tiránico de sus pasiones, los dos quisieron transformar radicalmente el mundo. Toller terminó suicidándose y Lukács desembocó en una abyecta adoración del marxismo. Ninguno atendió el llamado socrático de autoconocimiento y humildad que hacía Weber, menos aún la grave advertencia sobre el “demonio de la política”, cuya lógica implica fatalmente un pacto con la violencia. Weber —como Platón, y como Lilla también— estaba lejos de predicar una huida de la política, sino un deslinde claro entre las esferas del saber y el poder. La política podía ser, desde luego, una vocación legítima, pero a condición de normarse con una “ética de la responsabilidad”, no en respuesta a una ciega “ética de la convicción”. También el estudio de la política era legítimo (Weber lo ejerció con una profundidad y amplitud históricas sin precedentes), pero a condición, una vez más, de separar el conocimiento de las pasiones. En el melancólico retrato de Hannah Arendt que hace Lilla, la pensadora judeoalemana propone ver la política “con ojos no enturbiados por la filosofía”. Se refería a Heidegger, a quien, con toda razón, siempre admiró y salvó como filósofo. Y es que el problema —según Jaspers— no estaba tanto en la calidad de la filosofía sino en el carácter del filósofo: “Heidegger parece un antifilósofo consumido por peligrosas fantasías.” El deber del filósofo —concluye Lilla— reside en vigilar, iluminar “el ámbito oscuro de la vida pública”. Pero ¿cómo arrojar esa luz sobre lo público, si lo privado permanece en tinieblas?
     Todos los casos que aborda el libro son apasionantes, en particular el de Carl Schmitt —teórico del derecho y funcionario del régimen nazi—, adorado en su tiempo por la derecha radical alemana. Apenas sorprende que sus acólitos de hoy sean los frenéticos de la izquierda radical alemana, francesa o estadounidense. Ambas corrientes buscan desenmascarar el liberalismo como el sistema que en el fondo representa la ley del más fuerte. Schmitt declaró que el principio básico de la política es la distinción de los enemigos, “el otro, el enemigo” (Distinguo ergo sum), y que frente a esa definición, el gobernante debe ejercer la autoridad abierta y arbitrariamente (decisionismo). Hoy es Derrida quien proclama su admiración por Schmitt. Por encima de los siglos, los extremos totalitarios se tocan.
     La inclusión de Walter Benjamin es extraña. No fue un filósofo de la política sino uno de los mayores críticos literarios y culturales de Occidente, cuya obra —salvo algunos textos sueltos sobre la urss— no corresponde al género “filotiránico”. La generación de los sesenta veneró sus “iluminaciones”, sus textos sobre Proust, Kafka, Klee, sus ideas del flâneur, la fotografía y París, como “capital del siglo XIX”. Esa admiración persiste, con sobradas razones. En todo caso, Benjamin es el caso más trágico, el único verdaderamente trágico, del libro. Su amigo Gershom Scholem lo entendió mejor que nadie: “Benjamin era un teólogo extraviado en el reino de lo profano.” A partir de la correspondencia entre ambos (“la más triste del siglo XX”, ha dicho George Steiner), Lilla aporta claves para descifrar el destino de Benjamin. Hijos del romanticismo filosófico alemán (Schlegel y Novalis), Scholem y Benjamin tuvieron el impulso mesiánico de muchos judíos, que renegaban de la ley como antesala de la redención. “Es una profunda verdad que una casa bien ordenada es una cosa peligrosa”, dice Scholem, refiriéndose al judaísmo alemán de principios del siglo XX. Ambos se inscribieron en la rebelión filosófica judía contra el neokantismo de Hermann Cohen. Encabezan la oposición en particular Franz Rosenzweig (Estrella de redención, 1921) y Franz Kafka, con su “afirmación intuitiva de temas místicos que caminan sobre una delgada línea entre la religión y el nihilismo”. Esa “línea delgada” —sugiere Lilla— es la línea cabalística. Pero mientras Scholem lo reconoce, emigra a Palestina y dedica la vida al estudio del misticismo cabalístico judío, su amigo Benjamin, anclado en Alemania, comienza a perderse en un laberinto teologicopolítico.
     Su posición inicial era de un nihilismo radical y violento en la línea de Georges Sorel, o del vitalismo derechista de Ludwig Klages y Johann Jakob Bachofen, etnólogo del siglo XIX. Su obra representativa de este periodo es El origen del drama trágico alemán o Trauerspiel, y su inspiración —por increíble que parezca— fue sobre todo Carl Schmitt, el futuro teórico del nazismo. (En las ediciones de la obra de Benjamin, hechas posteriormente bajo los auspicios de Adorno, esas referencias serían eliminadas.) Lilla observa que, en el mundo de entreguerras, “todos bebían de las mismas turbias aguas”. Pero el verdadero enigma de Benjamin reside en la siguiente estación: “el duro e inhóspito terreno del marxismo.” Su “conversión” ocurrió en 1924, en una estadía en la urss con Ernst Bloch, donde se enamoró de una comunista de Letonia que trabajaba con Brecht (luego ella fue víctima de las purgas de Stalin y pasó diez años en un campo en Kazajstán). Aquella conversión —dice Lilla— fue forzada, un acto schmittiano de decisionismo. Por eso Scholem le escribió: “El tuyo no será el último, pero acaso sí el más incomprensible de los sacrificios que origina la confusión entre política y teología.” Lilla describe los esfuerzos de Benjamin por plegar su pensamiento al marxismo, un afán árido y estéril que lo consumió hasta su muerte. Para la Escuela de Fráncfort (encabezada por Adorno, establecida ya en Estados Unidos), sus ideas resultaban heterodoxas. Su último proyecto —dirigido por Adorno, y quizá anticipatorio del Marcuse de los años sesenta— consistía en demostrar cómo el capitalismo destruye el “aura” del mundo material y lo sustituye por una “fantasmagoría”. “El resultado —concluye Lilla— es menos el estudio de las ruinas de la burguesía que la ruina de un intelectual.” El suicidio de Benjamin en un pueblo de los Pirineos, a punto de cruzar la frontera entre España y Francia, es un hecho documentado, pero Lilla lo evoca con la nueva luz de un hombre tiranizado por el poder de una ideología que en el fondo no comparte, caminando hacia la autoinmolación.
     The Reckless Mind incluye otros retratos intelectuales, como el del aristocrático y deslumbrante Alexander Kojève, admirador de Stalin y autor de una famosa revisión de Hegel, que termina sus días imbuido de la idea del “fin de la historia y la filosofía” y dictando, acorde a ella, los rumbos neutralistas de la diplomacia francesa. Para Lilla, su sistema era inhumano, el fin de la historia era el fin de la humanidad, el advenimiento del “último hombre” nietszcheano. Quizá porque el estalinismo de Sartre es muy conocido, Lilla prefiere retratar a Michael Foucault. Hechizado por la crítica nietzscheana al “humanismo ilustrado”, Foucault llegó a apoyar todas las corrientes autoritarias de su época, desde el maoísmo hasta la revolución del Ayatola Jomeini en Irán. Alma perturbada y atraída por las “experiencias límite”, la violencia, el sadomasoquismo y el suicidio, Foucault buscó en el mundo la versión amplificada de sus obsesiones y “proyectó su vida hacia la esfera de la política sin tener el menor interés en ella ni admitir la más mínima responsabilidad”. Su marxismo incluyó la defensa de la violencia (tribunales populares que prescindieran de las formalidades judiciales, por ejemplo). Con todo, el cambio político del medio intelectual francés de mediados de los setenta lo dejó a la deriva. Según Lilla, en sus obras postreras Foucault tuvo al menos el mérito de ponderar la capacidad del individuo para determinar su vida, no sólo de ser determinado por fuerzas exteriores. Como en el caso de Benjamin, el análisis de Lilla sobre Foucault resulta un tanto reductivo. Al margen de sus muy serias veleidades políticas, su obra como historiador de las costumbres se salva ampliamente.
     El análisis más pertinente del libro, para nuestro tiempo, trata la figura contemporánea de Jacques Derrida (nacido en 1930), el filósofo que ha dedicado buena parte de su vida a la “desconstrucción” del legado humanista occidental que despectivamente llama “logocentrismo”. La explicación histórica de Lilla arranca del estructuralismo: aparece en la Francia de la descolonización y se finca en un sentimiento de culpa por los pecados de Argelia. Algunos intelectuales franceses echan por la borda toda la tradición occidental tachándola de “eurocentrista”. Así nace el relativismo moral y el “antihumanismo radical de Derrida”. “La neutralización de la comunicación en Derrida —dice Lilla— significa la neutralización de todo patrón de juicio lógico, científico, estético, moral, político”, un anything goes que desemboca en el nihilismo extremo o, peor aún, en la vieja doctrina antiliberal de Carl Schmitt. Si la desconstrucción pone en duda todos los principios políticos de la tradición filosófica occidental (propiedad, voluntad, libertad, conciencia, el sujeto, la persona, la comunidad), Lilla se pregunta: “¿Es posible todavía emitir juicios sobre la política?, ¿puede uno distinguir entre el bien y el mal, entre la justicia e injusticia? … ¿Cómo confrontar las responsabilidades políticas si ya no hay lenguaje, ni hombre, ni naciones? … ¿Puede uno tomar en serio a Derrida?”
     La respuesta es sí. Se debe tomar en serio a Derrida, aunque en su Francia natal —donde se ha revalorado la tradición humanista y liberal— casi nadie lo tome en cuenta. Se le debe tomar en serio porque es el tótem de algunos departamentos de la ingenua academia estadounidense (y sus sucursales iberoamericanas y mexicanas, sobre todo en el ámbito privado). Lilla no abunda sobre esta tara de la vida académica. Para comprender su enferma sociología, hay un libro imprescindible: De Praga a París (Fondo de Cultura Económica, 1989), del gran historiador de las ideas brasileño J.G. Merquior, fallecido prematuramente hace unos años. Ciertos departamentos de literatura y comunicación frecuentan a Derrida, porque su “teorrea”, su “metafísica picaresca” (como la llamó Merquior) legitima la pereza profesional de los “adoradores del texto” desconectado del contexto humano, social e histórico (que es tan importante, por ejemplo, en la obra de Benjamin). Esos profesores se sienten depositarios de un “saber científico”, y pueden plantarse ante sus indefensos discípulos e impresionarlos con el críptico e innoble corpus de un pensamiento que no es pensamiento, una desaliñada “degradación del pensamiento en ocurrencia”, que se burla de todo el legado humanista (derechos humanos, tolerancia, libertad, verdad objetiva), pero en cuyo fondo habita —allí sí, plenamente— el viejo germen totalitario. “Quienquiera que dice humanidad, miente”, dijo Schmitt. Y el coro de la filotiranía posmoderna responde “Amén”.
     La situación del intelectual a principios del siglo XXI no es halagüeña. Es casi imposible dialogar con el “coro”: sus premisas nihilistas, relativistas y cínicas —el discurso sobre el orden liberal caduco y opresivo— impiden la comunicación. (Basta leer las opiniones de Derrida y Baudrillard sobre el ataque a las Torres Gemelas, “el júbilo prodigioso de ver a la superpotencia destruida”). Por otra parte, asistimos a la desaparición del intelectual tradicional, creador de grandes diseños e ideas (del corte de Bertrand Russell, Ortega y Gasset, George Orwell, Isaiah Berlin, Karl Popper, Octavio Paz). ¿Qué queda? ¿Quién queda? Lilla confía en la supervivencia de la “tenue corriente liberal” asociada a Tocqueville: “Lo que marcó a esta asediada tradición liberal fue su lucidez frente a las pasiones políticas modernas y antimodernas que nacieron de la revolución, y su compromiso con una política de mejoras fragmentarias (meliorism) en una era poco menos que ideal.”
     Su libro es un recordatorio de los torcidos caminos que tomaron algunas de las mentes filosóficas más notables del siglo XX y una grave profecía sobre los peligros que acechan al siglo XXI si los intelectuales —esa especie en extinción— renuncian a pensar con honestidad, y a actuar con responsabilidad, en el tortuoso pero irrenunciable ámbito de la política. ~

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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