José de la Colina: la erudición hedonista

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El pecado mortal de la crítica académica es haber perdido de vista que un estudio literario sólo enriquece al lector cuando proporciona un placer intelectual comparable al del texto comentado o nos incita poderosamente a leerlo. Alfonso Reyes poseía una cultura enciclopédica, pero su mayor mérito no fue hacer alarde de ella, como creen los doctores en Letras que lo invocan a la menor oportunidad, sino haberla compartido con una astucia excepcional para transformar el saber en placer. Ese proceso de alquimia tiene algo de milagroso y cuando un ensayista lo realiza con éxito, su obra, desembarazada de pesos muertos, obtiene la mejor recompensa a la que puede aspirar un escritor: despertar el entusiasmo de los lectores hedonistas, es decir, los que disfrutan los libros sin verlos como una marca de prestigio. Así está ocurriendo con Libertades imaginarias (Aldus, 2001), el libro más reciente de José de la Colina, ganador del Premio Mazatlán, que a pocos meses de su aparición ha volado de las librerías con una rapidez inusitada para un libro de ensayos.
     En apariencia, el arte de narrar poco o nada puede aportar al ensayo, porque las herramientas primordiales del género son la deducción y la analogía. Sin embargo, en Libertades imaginarias, el oficio narrativo que De la Colina adquirió como cuentista y guionista de cine fecunda y aligera la argumentación crítica, sin hacerla caer en la trivialidad. Aunque incursione en un género analítico, De la Colina nunca deja de ser narrador, pues describe a los libros como personajes y relata la experiencia literaria como una vivencia. Por encima de todo, Libertades imaginarias es la obra de un estilista que trabaja la prosa hasta sacarle gritos de placer, pero en ningún momento parece "esforzado", adjetivo que De la Colina suele emplear en sentido peyorativo, para descalificar a escritores con un estilo recargado y voluntarioso. Tanto en los ensayos de valoración como en los mordaces "Asteriscos de la vidita literaria", el esfuerzo creador existe (nadie puede escribir así a vuelapluma) pero queda sepultado como los cimientos de un edificio, y el lector sólo percibe una armonía verbal sin fisuras, que cautiva al mismo tiempo el oído y la inteligencia.
     Estamos, pues, en las antípodas de la jerga abstrusa que la moderna ciencia literaria —un engendro muerto antes de nacer— ha erigido como una muralla infranqueable para el lector profano. Aquí la erudición pesa, porque De la Colina la dosifica sin abrumar, y entrevera el comentario de textos con la autobiografía, relacionando los libros con su propia educación sentimental, como sucede en dos de las piezas más notables del libro: "Cri Cri o la fiesta del mundo" y "La invención de Pinocho", donde la relectura de los clásicos infantiles funciona como un talismán para recuperar la niñez. Un elogio bien fundamentado es la mejor publicidad para un libro, y quienes sólo conocíamos a Pinocho por la versión de Disney sentimos ahora remordimientos por no haber leído el relato de Carlo Collodi, que De la Colina, no obstante deplorar su afán moralizador, considera "una obra genial, tanto o a veces más que la Alicia de Lewis Carroll o el Peter Pan de James Barrie".
     Subtitulado "De la literatura como juego", Libertades imaginarias aspira a lograr una coincidencia de opuestos entre la erudición y el divertimento, apuesta más arriesgada de lo que parece, pues, a menudo, los escritores que se sienten obligados a chacotear corren la misma suerte de un amante forzado a coger. De La Colina sortea con éxito ese peligro gracias a su malicia para graduar la ironía y rehuir el gracejo anunciado que implora el auxilio de un disco de risas. En textos como "Lo que Hipnos me dictó", "Georgina Hubner, novia fantasma", "El Eshtukpevndoh Evtushenko" y "Tabladurías", los dardos de humor dan en el blanco, sobre todo, por la levedad y el disimulo con que están deslizados en medio de la disertación literaria. Desde luego, el conocedor de los escritores admirados o crucificados por De la Colina (Cervantes, Juan Ramón Jiménez, Gerardo Deniz, Evtushenko, Tablada, Coleridge) tiene mejores armas para disfrutar estos juegos de erudición, pero quien desconozca sus obras no podrá resistir la tentación de leerlas, como si oyera de lejos las risas y la música de una fiesta.
     En el ensayo "La busca de la penúltima", una valiosa contribución para descifrar un hermético texto de Mallarmé, De la Colina confiesa que su desordenada biblioteca "es un lovecraftiano caos reptante". Esta proclividad al desorden, me parece, define también su actitud ante la literatura. Con tal de no emitir jamás "el eructo del erudito", irreprimible cuando el cerebro sólo trabaja como un banco de datos, un escritor que vive por y para los libros ejecuta los más complicados y riesgosos malabarismos de estilo, se coloca a sí mismo en situaciones cómicas, hace parodias, retruécanos, palindromas, escarba en la historia de la literatura en busca de tesoros ocultos y nos entrega el fruto de sus búsquedas en bata y pantuflas, evitando en todo momento el semblante adusto de los sabios con bibliotecas ordenadas. Como el talento del ensayista brilla por encima de su erudición, en ningún momento el lector tiene la impresión de oír una cátedra. Con su ejemplo de humildad, De la Colina parece decir entre líneas que lo mejor de la literatura empieza donde termina la pedantería, es decir, en el punto donde la lectura se entrecruza con la vida. Si algo se aprende leyendo Libertades imaginarias es que la verdadera pasión por los libros no despide un tufo libresco. –

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(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio. 


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